Isabelle Eberhardt, sueños de arena

Historias reales que son de no creer.

Durante cinco años, entre 1899 y 1904, a esta loca se le dio por recorrer el Magreb a caballo, vestida de tuareg.

Se nos dirá que las ropas de un tuareg no difieren gran cosa de las de una tuareg, pero eso sería viendo a uno y otra con ojos occidentales.

De todas formas, y a fin de no quedar envueltos en una polémica absurda, precisemos que el disfraz de Isabelle Eberhardt incluía nombre y apellido: Mahmud Saadi. Más la costumbre de emborracharse, fumar kif y frecuentar los prostíbulos, se dice que no para yacer con mujeres sino para observar a los hombres. Y algo de eso hubo, ya que sus amantes fueron muy numerosos, de todas las razas y creencias: católicos, protestantes, judíos, musulmanes, europeos, árabes y turcos pasaron por su cama, o su saco de dormir o lo que sea donde se le ocurriera acostarse.

Supuestamente en estos casos lo haría en su identidad de Nadia, o de Mariam, o Isabelle, pero nada es seguro: esta extraña mujer seducía completamente a esos extraños hombres que caían rendidos ante su apariencia andrógina.

Era, ciertamente, un auténtico muchacho, esbelto, de elevada estatura, aires y maneras viriles, manos largas y finas, rostro de pómulos altos, cutis claro y una mirada inquietante.

Vagabundo

Isabelle había nacido en 1877, en la ciudad de Ginebra, hija de las relaciones extramatrimoniales de una aristócrata alemana con un sacerdote de la iglesia ortodoxa armenia, nihilista, libertario y estrecho amigo de Mikhail Bakunin.

Sus primeros años transcurrieron en un mundo cerrado, marginal, diferente al habitual, donde comenzó a unirla a su hermano Agustín una pasión romántica cuya morbidez se incrementará cuando Agustín se vea obligado a huir e ingresar en la legión extranjera, destinado en el Magreb.

El aislamiento de Isabelle, sumado a su desorden afectivo y sentimental, amenazan con estallar. El mundo exterior y particularmente el árabe, la atrae apasionadamente. Así, mientras comienza a interesarse en el Islam, traba una intensa relación epistolar con intelectuales árabes, en particular con Abou Nadara, director de una revista parisina, para quien ella es Nicolai Padolonski. Su gran proyecto era una novela autobiográfica que, ya antes de empezar, tenía nombre: Trimardeur (Vagabundo).

No soy de aquí, soy de allá

El vagabundeo comenzaría pronto, cuando junto a su madre en 1897 abandonen el hogar y se instalen en Bone, al noreste de Argelia. Es ahí donde empieza a utilizar otros nombres, costumbre que va mucho más allá de la adopción de suertes de “seudónimos literarios”, sino que se conjuga con su gusto por las ropas masculinas, que arrastra desde su niñez. De igual manera, es habitual en Isabelle el uso del masculino para referirse a sí misma, o mismo.

También su relación con el Islam es notable, y no bien llegadas a Bone, madre e hija se convierten a la religión del Profeta. Francoise d’Eaubonne, en su biografía de Isabelle, comenta su misterioso juramento, avalado por el testimonio de varias personas: «Moriré convertida en musulmana como mi padre».

Está claro que no se refiere al anarquista Trophirnowsky, que en todo caso, en alguna época habría seguido el culto de la iglesia ortodoxa. El extraño comentario abona la peregrina teoría de que Isabelle habría sido hija de Rimbaud, disparate que, soterradamente, ella misma se ocupó de esparcir.

Travesti en la Casbah

De alguna manera, el desierto exacerba las contradicciones de su vida y mientras adopta ya casi definitivamente una personalidad masculina, trata sin mucho éxito, de procurarse ingresos como corresponsal de algún periódico. La pronta muerte de su madre, junto a la noticia del suicidio de su hermano Vladimir, la sumen en una profunda depresión y la impulsan a un escape hacia delante: Argel.

Será en Argel donde más se esfuerce por captar el alma de la cultura árabe, confundiéndose, enmascarándose entre las personas y las cosas. Y lo hace como todo en la vida, tan literal e intensamente como le es factible: travestida, por las noches se hunde en la vida marginal de la Casbah, en sus cafés y sus burdeles donde ebria de alcohol y de hachís seduce a los hombres con su conversación y su perturbadora ambigüedad.

Parece razonable que haya sido raleada de la colectividad europea, pero es bastante sorprendente que, conocida su identidad de mujer, o al menos, sospechada a partir de la cantidad de amantes que tuvo, fuese aceptada por la comunidad árabe como un hombre hecho y derecho.

Un contemporáneo, europeo, dijo de ella: “tomaba más que un legionario, fumaba más kif que un adicto y hacía el amor por el amor a hacer el amor.” Respecto a sus amantes, no obstante su compulsión a adoptar una personalidad masculina y sus frecuentes visitas a los prostíbulos, no se conoce que en ningún caso alguno haya sido mujer. La intensa amistad que la unió a la estudiante de medicina Vera Popova, la única compañía femenina que Isabelle haya aceptado jamás, parece haber tenido otro cariz y fue, en todo caso, compartida con Archivir, un joven diplomático turco de origen armenio, por quien se sintió intensamente atraída no bien lo conoció durante una breve visita a Ginebra.

Como no podía ser de otro modo, Archivir fue su amante y su gran amor, pero no le correspondió en igual intensidad, dicen que, no obstante su origen armenio, por estar enfrascado en una conjura de los jóvenes turcos contra el poder del sultán o simplemente interesado por los jóvenes turcos en general.

Solo

Más tarde, viaja por el desierto tunecino y cuando cree haber alcanzado la calma, se dirige a Marsella para reunirse con su hermano Agustín, que acaba de casarse con quien Isabelle llamará no sin cierto desprecio “la obrerita”.

El casamiento de su hermano fue un golpe muy duro. «Estoy solo, escribe en su diario, como siempre he estado en todas partes, como lo estaré siempre en el gran universo, maravilloso y decepcionante».

Una vez en Marsella, acepta el encargo de la marquesa Mendes para investigar la muerte de su marido. ¡Volverá a Túnez! Se exalta: «Revestir lo antes posible la personalidad amada que, en realidad es la `verdadera’, y volver allá, al África, para reemprender mi vida…».

Es entonces que Mahmoud ben Abdallah Saadi recorrerá el Magreb montado en su caballo Suf, buscando compenetrarse cada vez más con el desierto, con el mundo árabe, con el Islam, a los que ve, todos, indisolublemente unidos, vueltos la misma cosa.

No le será fácil. Las autoridades francesas muy recelan de esa suiza de origen ruso y apellido alemán que, vestida como hombre y presa de serios apremios económicos, frecuenta exclusivamente los ambientes “indígenas”. Mientras, decidida a llevar su metamorfosis hasta el final, se incorpora a la secta musulmana Qadiri, y se une como «escribano» a una caravana al mando del joven califa de Monastir.

En Béhim, un fanático de la secta de los tidjanyas intenta asesinarla y consigue asestarle dos sablazos. Cuando su agresor es juzgado por el consejo de guerra de Constantine, la presencia, hábitos y creencias de Isabelle escandalizan más que el crimen en sí. El veredicto da cuenta de ello al condenar al culpable a trabajos forzados a perpetuidad –que Isabelle contribuirá a que sean reducidos a diez años– y a la víctima, a la expulsión del territorio francés.

Nunca se aclaró si el intento de asesinato fue inducido por una visión angélica –como declaró el agresor– o tramado por las autoridades coloniales, lo que bien podría suponerse en tanto en el juicio fue tratada más como acusada que como víctima.

De regreso al oasis

Vuelta a Marsella contrae matrimonio con el soldado Ehuni Slimène, argelino, de quien dirá: «Slimène es el esposo ideal para mí, que estoy fatigado, cansado y harto de la soledad que me rodea«.

La pareja se radica en Tanas, a 200 kilómetros de la capital argelina. Isabelle vuelve a sus hábitos y atavíos masculinos, se mezcla en peleas y borracheras, fuma kif hasta derrumbarse, y mantiene numerosos amoríos. La conducta de esa insólita mujer –o más insólito hombre, para muchos– provoca los consiguientes escándalos, pero ella, gracias a su matrimonio, ahora es ciudadana, tiene derecho a deambular por las posesiones francesas y al tiempo que busca refugio en el Islam cultivando su espiritualidad en sus diarias visitas a la eremita Zella Zeynet, se sumerge en su convulsionado amor por Slimène y vuelve a internarse en las rutas de los oasis.

Enferma de malaria, en Ain Sefra es ingresada al hospital, que abandona muy pronto, para descansar en su humilde casa de la parte baja de la ciudad.

Pocos días después, una madrugada del 21 de octubre de 1904, la ciudad fue sorprendida por la súbita crecida de los ríos Sefra y Mulen, que la sepultaron en un alud de barro.

El periódico Akhbar da cuenta de la absurda tragedia que se llevó árboles de cuajo, la mayor parte de las casas de la zona baja, la mayoría de los rebaños y veintiséis personas. Entre ellas, Mahmoud Saadi, o Si Mamhoud Esaadi o Mahmoud ben Abdallah Saadi, o Nadia, Mariam, Nicolai Padolonski… o, si se prefiere, Isabelle Eberhardt.

Morir ahogada en el Sahara es un buen final para la vida contradictoria, apasionada de esta escritora que no publicó nada en vida y cuyos escritos dispersos en el desierto y cubiertos de lodo, serán rescatados por los soldados del general Lyautey, quien dijo no saber si amar en ella a la mujer de letras, al caballero intrépido o al nómada endurecido.

Lyautey tampoco era muy ortodoxo en sus gustos, parece.

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