Informe especial. El conflicto vasco: una tragedia en tres actos

Por Marcelo Wio desde Madrid especial para Causa Popular.- Ramón Etxezarreta, concejal en Donostia por el Partido Socialista de Euskadi, amenazado por ETA, manifiesta en La pelota vasca, el documental de Julio Medem, que siempre se ha sentido una doble condición de víctima. “Por un lado eres víctima de la violencia, y por otro lado eres víctima de los protectores y defensores de las víctimas”. El problema vasco en España no escapa a la lógica de estos tiempos. Todo se reduce a la organización ETA, a los atentados, a los dimes y diretes de los políticos. Y todo, como si el conflicto hubiese nacido de la nada. Rodeado de un velo oscuro de desinformación. Sólo unas siglas malditas. Pero nada de la división que existe en el País Vasco y de su historia. Más aún luego de los estragos que causó la nueva doctrina totalizadora de los halcones estadounidenses en el anterior gobierno español, liderado por José María Aznar, del Partido Popular (PP): “Con nosotros, o con nuestros enemigos; con las víctimas, o con los verdugos; con la democracia, o con quienes atentan contra ella”.

“ No es políticamente correcto – dice el psicólogo Ramón Alzate en el documental Medem – adoptar una posición que no esté con unos o con otros porque te van a llamar blando, indefinido, cobarde, contemporizador”. Se pretende construir una realidad bipolar: buenos y malos. Blanco o negro. En medio no puede haber nada, nadie.

Aunque más brutal, palabras similares utilizó Ibérico Saint Jean, en la provincia de Buenos Aires allá por los 70, en el principio de la dictadura argentina. Todo llevado a la mayor simplificación posible, carente de propuestas, de matices. La lógica de la necedad. La lógica de mercado. La utilización del dolor para sacar rédito político, económico. Las posturas proclives al choque, a la confrontación pura y dura. O, directamente, la liquidación de la historia.

Así, bueno es hacer un repaso por la historia del conflicto vasco. Intentar profundizar en sus orígenes, conocer su pasado, interrogar a la historia para comprender el presente, para no reiterar zonzamente errores fatales. Sin pretender ser una mirada única, iluminada. Un primer paso será comprender cómo surge el nacionalismo vasco; un segundo, indagaría en el nacimiento de ETA; y, finalmente, un tercer paso se adentrará en lo ocurrido desde la llegada de la democracia a España.

Sólo un pequeño viaje, en tres etapas, al interior de un problema en el que pareciera vislumbrarse un indicio de claridad luego de que el parlamento español le diera el apoyo al presidente José Luis Rodríguez Zapatero, del Partido Socialista Obrero Español (PSOE), para iniciar un nuevo intento de diálogo. Aunque la organización armada insista en remar en contra del cambio de actitud del gobierno tras la serie de atentados que siguió al comunicado de la intención de abrir un espacio de conversación.

Proceder éste, que lleva a preguntarse a quién sirve. Por lo pronto, parece servir a la intransigencia del PP. Y, tal vez, sea eso lo que busca ETA: un enemigo claro, sin voluntad de negociación; como para justificar su continuidad, su existencia, ante una sociedad vasca que está, en su gran mayoría, hastiada de la violencia sin sentido. En tiempos de la Guerra Fría, John Steinbeck escribió: «Quizá todo el mundo necesita rusos. Apuesto a que también en Rusia necesitan rusos. Quizá ellos los llaman americanos.»

Primer acto: nacimiento del nacionalismo vasco

Para intentar comprender el presente del País Vasco, hay que comenzar por remontarse a la transformación económica y social que se produjo a partir de 1880 a través de la explotación de las minas de hierro de Vizcaya, que arrojaron unos beneficios formidables. Esta industrialización produjo una masiva inmigración de trabajadores desde distintos puntos de España.

El historiador Juan Pablo Fusi Aizpúrua explica en su libro Política obrera en el País Vasco, 1880-1923 que, en su lucha contra una explotación brutal y las duras condiciones de trabajo, estos obreros formaron secciones de la Unión General de Trabajadores (UGT) y del Partido Socialista Obrero Español (PSOE). “Tanto la UGT como el PSOE – expone John Sullivan, historiador, en el libro El nacionalismo vasco radical: 1959-1986 – eran activamente anticlericales, por lo que sus doctrinas se consideraron peligrosas e inmorales por gran parte de la población católica vasca”. La impresión era que los inmigrantes amenazaban la estabilidad de la sociedad tradicional vasca por el simple hecho de hablar castellano.

En la década de 1890, en Vizcaya, estas preocupaciones cuajan en el nacimiento del nacionalismo vasco. Hasta entonces, entiende Sullivan, la singularidad social de las cuatro provincias vascas (Alava, Guipúzcoa, Navarra y Vizcaya) no había producido conciencia nacionalista alguna. El fundador del nacionalismo vasco, Sabino Arana Goiri, hijo de un naviero, tuvo que inventar un nombre, el de Euskadi, para el País Vasco, idear su bandera y dar forma a una ideología que pudiera justificar las pretensiones de independencias de la región del resto de España.

El peso de un pasado muy presente

El nuevo nacionalismo que iba tomado forma, tomó nota de heridas recientes que no habían cicatrizado para un sector la sociedad vasca y las encajó en su andamiaje ideológico. El principal motor fue la pérdida de los Fueros, o leyes forales al final de las guerras carlistas, que había tenido el pueblo vasco.

Las guerras carlistas enfrentaron en su primera fase (1833-39) a los isabelinos (partidarios del ascenso al poder de Isabel II, hija de Fernando VII) y a los carlistas (partidarios del infante Don Carlos, hermano de Fernando VII).

Tuvieron su origen a raíz de la muerte de Fernando VII, en 1833, y en la pretensión de su hermano Carlos (de aquí la denominación de carlismo y carlistas) de sucederlo en el trono de España, en perjuicio de la hija del rey, Isabel (por entonces niña de corta edad), después Isabel II, que estaba bajo la regencia de su madre María Cristina de Borbón. Estas pretensiones se basaban en una ley promulgada por Felipe V en 1717 en que se excluía a las mujeres de la sucesión al trono (Ley Sálica), pero que Fernando VII había derogado en marzo de 1830 por influencia de María Cristina, aún antes de nacer la niña Isabel.

Los liberales españoles vieron en la misma Cristina su amparo y refugio contra las maniobras de los partidarios carlistas. Mayoritariamente toda España se sumó desde un principio a la causa de Isabel II, cerrando sus puertas a los partidarios de don Carlos de Borbón. Sin embargo, el País Vasco, gran parte de Navarra, del norte de Castilla, de Aragón y de Valencia, se inclinaron por el carlismo.

La segunda guerra supuso la derrota total de los carlistas, y la supresión de los Fueros, que durante algún tiempo continuarían aspirando a la restauración de los Fueros. Dicha abolición gozó de escasas simpatías, incluso entre algunos liberales que habían luchado contra el carlismo por su ideología reaccionaria y clericalista.

Estas derrotas, fueron traducidas, como cree Fernando García de Cortázar, historiador, por muchos círculos vascos, que en su mayoría habían apoyado la causa de Don Carlos (sobre todo el sector rural; la burguesía urbana había comulgado con las ideas liberales de los isabelinos), como propias. “Los vascos liberales, sin embargo, podían distinguir entre aquellas ‘libertades forales’ o colectivas que aceptaban la Inquisición, la unidad de la fe, y las “libertades individuales” que les interesaban más como hombres de su época”, piensa Julio Caro Baroja, antropólogo, historiador, lingüista y ensayista, en su libro El conflicto vasco.

Y continuó diciendo que la “tragedia foral” fue unida, sin embargo, a una prosperidad económica en las zonas urbanas y a una pérdida de significación del campo.

Una de las más importantes cláusulas de los Fueros había establecido la exención de derechos de aduana – cuya abolición sería uno de los factores principales para el desarrollo del nacionalismo. Hasta 1837 los puestos de aduanas habían estado situados en el Ebro en lugar de en la frontera francesa o en los puertos de mar, por lo que los artículos de importación se podían adquirir a precios bajos en el País Vasco.

Tras la pérdida de las colonias en América, en el siglo XIX, el sector de comerciantes e industriales, consideró perjudicial para sus intereses la existencia de barreras aduaneras interiores, y formuló una petición para que los controles de aduana se situaran en la frontera española. Dicha petición creó una situación conflictiva entre una burguesía en expansión, por una parte, y los agricultores junto a la nobleza rural, a los cuales beneficiaban las importaciones baratas, por otra.

Esto demostraría, para Sullivan, que los Fueros habían sido sólo una concesión de la Corona española. Además de no haber sido exclusivos de los vascos, sino que habían tenido equivalentes en todo el territorio español. “Los Fueros no eran un reflejo de la primitiva Arcadia democrática, puesto que el poder estaba en manos de una élite propietaria, y el derecho al voto era con frecuencia más limitado que en el resto de España”, concluye Sullivan.

Baroja va más allá al decir: “Si las ‘libertades forales’ podían ser defendidas, a la par, por una masa de clérigos, frailes y monjes, de espíritu teocrático, si con los que las defendían por este lado, iban palaciegos, burócratas ordenancistas, militares absolutistas y otras gentes por el estilo, no cabe duda de que aquéllas eran unas libertades muy peregrinas”.

A pesar de lo expuesto, la existencia de los Fueros fue la prueba primordial aducida por los nacionalistas vascos para afirmar que el suyo había sido un pueblo soberano – pese a que, según Sullivan, “la Corona española no hubiera tratado nunca al País Vasco como una sola unidad política”. Y Sabino Arana utilizó ampliamente la nostalgia de su pérdida en su elaboración de la ideología nacionalista – transformando la aspiración carlista de restauración foral en la exigencia de la total separación del País Vasco del resto de España.

Disparidades

El tema de la existencia o no de un País Vasco, Euskal Herria, es uno de los que genera controversia. El historiador Tomás Urzainqui sostiene que los vascos sí tuvieron un estado propio, y ese estado propio fue Navarra; y espeta, refiriéndose a la vasconia histórica:

“Los estados gran nacionales español y francés ocultan en su historiografía la realidad de un proceso de conquistas”. En cambio, Alberto Catalán, secretario general del partido político Unión del Pueblo Navarro (UPN), no está de acuerdo: “En ningún caso lo que hoy es la Comunidad Autónoma Vasca ha estado integrada en el reino de Navarra y anteriormente en el primitivo reino de Pamplona”. Fusi acepta que, en todo caso, la unión de los cuatro territorios vasco-navarros actuales, no duró mucho más de una treintena de años.

“Euskal Herria no existió en el sentido de unidad política porque no existía la ley de una ciudadanía vasca”, afirma, categórico, Antonio Elorza, catedrático de Ciencias Políticas, y amenazado por ETA.

Nuevos elementos ideológicos

“Los argumentos que más gustaron (y exasperaron a los contrarios) se extrajeron de pretendidas ‘causas naturales’: la raza, como base de la integridad moral y de la superioridad propia, idealizada. Se habló de hechos diferenciales y se hicieron curiosos retratos ‘étnicos’ del prójimo y de uno mismo”, opina Baroja.

“La preocupación más acuciante de Arana – propone Sullivan – era su convicción de que la raza vasca se hallaba en peligro de extinción a causa de la invasión de forasteros, a los que consideraba racialmente degenerados, inmorales, no católicos y socialistas”.

Arana pensaba que la independencia vasca les permitiría negar el acceso a los españoles al País Vasco, prohibir los matrimonios mixtos entre éstos y los vascos, restaurar la moral tradicional y aislarla de las influencias liberales y socialistas.

El rasgo más diferenciador de la sociedad vasca era su lengua (o grupo de lenguas), el euskera, que no es de origen indo-europeo y no tiene vínculos aparentes con ningún otro idioma. Este hecho fue enormemente útil a la hora de subrayar la singularidad de lo vasco y justificar su derecho a independizarse de España y Francia. El carácter único del euskera fomentó la convicción de que los vascos constituían una raza aparte; que eran, como dijo Orson Wells, algo así como los Pieles Rojas en Estados Unidos.

“Sólo hay una cosa viviente de la prehistoria europea: el euskera”, asegura Jesús Altuna, historiador y antropólogo, en el documental de Medem. De hecho, nadie sabe siquiera quiénes fueron los antepasados de los vascos. Se ha llegado a afirmar que descienden de Tubal, nieto de Noé; y que el euskera pertenecía al conjunto de las lenguas babélicas, consideradas predecesoras de todas las demás, como, según cuenta García Cortázar en su libro El nacionalismo vasco, se aseguraba en un libro de 1587.

Así, el idioma también pasó a jugar un papel importante en el ideario nacionalista: debía servir de barrera entre los vascos y “maketos” (como Arana llamaba peyorativamente a los españoles). De manera similar, el cultivo del folklore y el estímulo del fervor religioso servían para diferenciar a los vascos de los inmigrantes “españoles”.

Primeros pasos

Arana empezó a crearse cierto respaldo entre personas de clase media procedentes de medios religiosos y carlistas similares al suyo, y en 1895 creó el Partido Nacionalista Vasco (PNV-EAJ) (Eusko Alderdi Jeltzalea, PNV en vasco) (patriotas vascos seguidores de la doctrina del JEL, Jaungoikua eta Lega Zarra) (Dios y leyes viejas).
Desde un principio se equipararon patriotismo vasco y lealtad al PNV.

La propaganda del PNV subrayaba las virtudes de la vida rural, que, de manera comprensible, resultaba más atractiva a las clases medias urbanas que a los agricultores, por lo que donde mayor fuerza tuvo el partido en sus primeros años fue en Bilbao. En las zonas rurales, donde apenas había inmigrantes, el carlismo siguió siendo la principal fuerza política.

El programa político del PNV consistió, en sus primeros años, principalmente en la exigencia de que se derogara la ley aprobada el 25 de octubre de 1839, donde se restringía el alcance de los Fueros. La carencia de un programa más amplio estaba compensada por el atractivo emocional de la propaganda que afirmaba que los vascos eran una raza superior.

Incluso se instaba a los obreros vascos a que se organizaran separadamente de los inmigrantes, cuya expulsión se consideraba el medio para mejorar su suerte.
La fuerza del PNV aumentó mucho en 1898 cuando se produjo la fusión con una sección del grupo Euskalerría, dirigido por el armador y naviero Ramón de la Sota. Dicha fusión dio entrada en el PNV a un tipo de afiliado que era rico e influyente.

Los sectores más importantes del mundo financiero apoyaban al monárquico liberal Victor Chávarri, que organizó un extenso sistema de corrupción electoral basado en caciques locales. El monopolio del poder político que ejercía el pequeño grupo de las más ricas familias de Bilbao mediante el liderazgo de Chávarri, resultaba desalentador para algunos hombres de negocios como Sota, que no formaban parte de la élite.

La opinión conservadora había empezado a preocuparse por el ascenso del PSOE, que en 1899 había logrado que algunos de sus miembros fueran elegidos concejales en Bilbao. Los industriales vascos necesitaban un partido que pudiera atraer un apoyo masivo, y el PNV era el mejor candidato disponible. En las elecciones municipales de 1899 fueron elegidos cinco de los ocho candidatos del partido en Bilbao, y por primera vez obtuvo concejalías en lugares de Vizcaya.

Dichos éxitos electorales provocaron la represión gubernamental. En septiembre de 1899 el Gobernador Civil de Vizcaya suspendió las garantías constitucionales sobre el derecho de publicación y reunión, y cerró una serie de centros nacionalistas.

En mayo de 1902 Arana fue encarcelado durante cinco meses por enviar un telegrama al presidente Roosevelt felicitándolo por haber concedido la libertad a Cuba.

Mientras se encontraba en la cárcel, y tras haber pensado en establecer una Euskadi independiente bajo la protección de Gran Bretaña, Arana decidió pedir autonomía en lugar de independencia. Su decisión cayó bien entre los antiguos euskalericos, pero creó confusión entre sus primeros partidarios.

Arana falleció en diciembre de 1903. Había nombrado como sucesor a Ángel de Zabala, que desoyó las instrucciones de Arana para la creación de una nueva organización dedicada a trabajar por la autonomía dentro de España, en lugar de por la independencia.

En 1907, el PNV estaba dividido en dos tendencias. “Cuando la influencia del PNV llegó más allá de Bilbao, y se construyó una organización de base más sólida que la de la mayoría de los partidos políticos – analiza Sullivan -, la pureza doctrinal de Zabala y Luis Arana fue un obstáculo para el éxito electoral”.

La tendencia moderada triunfó en la asamblea del PNV celebrada en Elgoibar en 1908, donde se adoptó un manifiesto que no abogaba por la secesión de España, sino simplemente por la vuelta a la situación anterior a 1839, y declaraba que el partido sólo se dedicaría a la acción legal.

Ramón de la Sota, que dirigía uno de los grupos financiero e industrial más dinámicos de toda España, fue designado para la presidencia del partido y se convirtió en figura clave de su evolución hacia posturas más moderadas a partir de 1908.

En 1910 el nombre del partido había pasado a ser Comunión Nacionalista Vasca (CNV), indicio, en opinión de Sullivan, “ tanto de la influencia clerical como de la tradición carlista”. En 1916, Luis Arana y un pequeño grupo de sus partidarios dimitieron brevemente del CNV por su desacuerdo con la política moderada y escasamente nacionalista de la organización, y por la postura proaliada defendida por De la Sota, que tenía importantes vínculos comerciales con Inglaterra.

La creación, en 1911, de un sindicato para obreros de origen vasco, Solidaridad de Obreros Vascos (SOV) (posteriormente STV-ELA) unió a las dos tendencias. Algunos patronos nacionalistas como De la Sota prestaron su apoyo a SOV. La fundación de SOV se debió en parte a la alarma que causó entre los dirigentes nacionalistas el éxito de la huelga general convocada por UGT en 1910. El nuevo sindicato era explícitamente antisocialista.

La evolución de la Comunión Nacionalista provocó disensiones entre muchos de sus miembros más jóvenes que, respaldados por Arana y Zabala, formaron en 1921 un escisión que recuperó el nombre de PNV. Este nuevo partido reiteró las ideas originales de Sabino Arana. Su periódico, Gudari, rechazaba el socialismo, pero se manifestaba partidario de que el nacionalismo reclutara obreros y los apartara de la lucha de clases. El PNV organizó de grupos de montañeros que se convertirían en verdaderos bastiones del nacionalismo ortodoxo y radical.

Turbulencias

El golpe de Miguel Primo de Rivera (su hijo José Antonio fundará en 1933 la “Falange Española”) de 1923 forzó al PNV y a CNV a entrar en la clandestinidad. Los grupos montañeros del PNV lograron escapar a la vigilancia policial mejor que la CNV. La ilegalidad fomentó un deseo de unidad que produjo la reunificación en Vergara, en noviembre de 1930, cuando la dictadura ya estaba en sus últimos momentos. La base ideológica de la unificación representó un triunfo para al nacionalismo más ortodoxo del PNV, ya que reiteraba que el nuevo partido (que mantuvo el nombre de PNV) seguía la doctrina de JEL.

Del Congreso de Vergara no salió un movimiento nacionalista unido, pues un grupo se escindió de inmediato para formar Acción Nacionalista Vasca (ANV), que se declaró no confesional, y que constituyó un intento de adaptar el nacionalismo a la sociedad industrial. Condenó el racismo del PNV y declaró que los que llegaba a trabajar a Euskadi eran también vascos (aunque no por ello no atacara la inmoralidad de los inmigrantes, y exigiera que se diera preferencia en los empleos a los obreros vascos). ANV quería que Euskadi se convirtiera en un Estado centralizado independiente, no en una federación de provincias, con derechos forales distintos en cada una.

El PNV formó lista electoral conjunta con los carlistas y otras fuerzas católicas para participar en las elecciones municipales de abril de 1931, que precipitaron la caída de la monarquía. Esta coalición electoral triunfó con facilidad en las cuatro provincias vascas. A pesar de su política conservadora, los dirigentes del PNV recibieron bien la proclamación de la República. En junio, el partido organizó junto a los carlistas una asamblea de concejales en Estella, Navarra, donde se aprobó el proyecto para un estatuto de autonomía.

El Estado autonómico vasco proponía hacerse cargo de la mayoría de las funciones que eran entonces competencia del Estado español. Tendría plena responsabilidad sobre asuntos religiosos, “una propuesta que la izquierda española no podía aceptar, ya que temía que un gobierno vasco clerical y reaccionario pudiera convertirse en una criatura del Vaticano”, subraya Juan Pablo Fusi, en el libro El problema vasco en la II República.

En las primeras elecciones parlamentarias de la República, la coalición PNV-carlismo obtuvo catorce representantes en Cortes.

Socialistas y republicanos, estaban dispuestos a otorgar un estatuto de autonomía similar al aplicado en Cataluña. Dicho estatuto sería de menor alcance que el propuesto por la asamblea de Estella, dado que las Cortes habían dictaminado que el que una región autonómica regulara sus propios asuntos religiosos sería incompatible con la Constitución.

En la medida en que el PNV intentaba entenderse con la izquierda, se iba obstaculizando la alianza con los carlistas, “cuyo principal motivo – analiza Sullivan – para desear una comunidad autónoma residía en que la posibilidad de regular sus propios asuntos religiosos pudiera contrarrestar el anticlericalismo del gobierno de Madrid”.

En junio de 1932 en Pamplona, en una asamblea para tratar sobre el estatuto, la mayoría de los delegados de Vizcaya, Guipúzcoa y Alava votaron a favor de la formación de una región autónoma vasca dentro del Estado español, pero de los delegados de Navarra, en su mayoría carlistas, la mayoría votó en contra de la propuesta. Esta votación terminó con la alianza PNV-carlistas. En consecuencia, los nacionalistas vascos tuvieron que reconocer que la región autónoma a la que aspiraban no podría incluir a Navarra.
En agosto de 1933, en Vitoria, otra asamblea de concejales aceptó revisar el Estatuto de Autonomía.

En el referéndum, celebrado el 5 de noviembre, aceptó el Estatuto un 85 por ciento del electorado de Guipúzcoa, Vizcaya y Alava. Pero el gobierno, dirigido por el republicano Manuel Azaña, dimitió en septiembre y las elecciones celebradas en 15 de noviembre dieron mayoría a la derecha en las Cortes, formando gobierno el dirigente del Partido Radical, Alejandro Lerroux. Los líderes del PNV tenían esperanzas de que las estipulaciones del Estatuto fueran aceptadas por un gobierno que debía tener una disposición más favorable hacia ellos, firmes opositores del socialismo en el País Vasco. Sin embargo, las Cortes se negaron a conceder el Estatuto.

No hubo tiempo para mucho más: el Presidente disolvió el gobierno en diciembre de 1935 y convocó a elecciones para febrero. Pero en el ambiente ya flotaba el olor de los fusiles.

Cuartelazo

“La posibilidad de obtener el estatuto de autonomía pasó a depender del triunfo del Frente Popular, por lo cual el PNV tenía un claro interés en la supervivencia de la España democrática”, sostiene Sullivan.
Los conspiradores que preparaban la sublevación habían intentado implicar a algunos sectores del PNV, sin éxito. Cuando se inició la insurrección militar, el 18 de julio de 1936 en Marruecos, el PNV tuvo una reacción distinta en cada provincia. Pero pasados unos días, el PNV se mostró más firmemente inclinado hacia el campo republicano.

El 1 de octubre el gobierno aprobó el tan aplazado Estatuto de Autonomía, y unos días después Aguirre juró en el cargo como presidente del gobierno autónomo vasco en una ceremonia celebrada en Guernica.

Cuando en 1937 las tropas de Franco entraron en Vizcaya, Indalecio Prieto, Ministro de Defensa Nacional, envió un telegrama al gobierno vasco exigiendo que se defendiera Bilbao, pero Aguirre y sus colegas se sintieron tentados por los intentos del Vaticano y el gobierno italiano de negociar una paz separada. “Si la ciudad era tomada, habría concluido la guerra en Euskadi y finalizado la alianza con la izquierda ‘española’, siempre mal vista entre grandes sectores del PNV”, comenta Sullivan. El 19 de junio las fuerzas franquistas, tomaron la ciudad. Los batallones de izquierdas tuvieron que emprender la retirada a Santander. Las fuerzas franquistas, finalmente, iniciaron su ataque sobre esta ciudad.

Un pacto negociado entre el gobierno italiano y Ajuriaguerra, presidente del PNV, hizo que las tropas vascas se retiraran hacia el pueblo costero de Santoña, Santander, y embarcaran, creyendo que se permitiría a los barcos salir del puerto. Pero los oficiales italianos no cumplieron el acuerdo, y las tropas fueron hechas prisioneras. Las ejecuciones se iniciaron en cuanto las tropas españolas sustituyeron a las italianas.

La feroz represión, y la traición del acuerdo alcanzado con los italianos, convencieron a los dirigentes vascos en el exilio de que debían reiterar su lealtad a la República.
Tras la caída de Vizcaya, el gobernador militar en San Sebastián emitió una orden prohibiendo el uso del euskera.

El nacionalismo y la cultura vascos sólo podían encontrar expresión en el exilio, por lo cual las esperanzas de democracia de los vascos se centraron en la intervención de las potencias que se disponían a declarar la guerra a Alemania.

El hecho de que el apoyo a los aliados fuera compartida por la mayoría de la izquierda “española” contribuyó a la reconciliación entre el PNV y el gobierno republicano en el exilio y, consecuentemente, al abandono de la reivindicación de total independencia vasca.

Ya queda planteado el segundo acto: la dictadura está firme, el nacionalismo vasco debe buscarse a sí mismo en los dobleces que la cotidianeidad permita. España toda late en silencio, unos murmurando rencores, otros festejando victorias.

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