In Memoriam

Si el 20 de junio de 1973 es la fecha señalada como la del preanuncio de la tragedia desencadenada en el ’76 -prólogo de la Triple A incluido-, la fecha del 17 de noviembre de 1972 tiene que ver con el recuerdo hoy disminuido y oxidado de la realización de los sueños. Esta es una crónica de las historias de entonces y acaso de los malentendidos y las amenazas ya larvadas.

Las cosas en aquellos días se movían a tal velocidad que casi parecían quietas. Juan Domingo Perón empezó a regresar a mediados de 1971 y siguió haciéndolo sin prisa y sin pausa durante casi todo el año siguiente.

El general Alejandro Lanusse, tercer dictador en serie de la autodenominada Revolución Argentina, que veinte años antes se había ofrecido personalmente para la misión de asesinarlo y había fracasado en ella, anuló en septiembre del ’71 los cargos en su contra (uno de ellos por traición a la Patria), le devolvió el cadáver de Evita y lo convidó a un ajedrez a distancia que iba a perder por robo.

Lanusse precisaba cierto grado de aprobación a su plan para retirar ordenadamente a las desgastadas fuerzas armadas del poder. Cierto grado quiere decir que, además de dar el visto bueno al “Gran Acuerdo Nacional” y alentar la intervención del justicialismo en las elecciones condicionadas en las que eventualmente culminaría, no pretendiera intervenir en ellas en persona; el acuerdo interno de las cúpulas militares alrededor de una salida democrática no daba para tanto.

Por tres lustros, Perón había sido oficialmente ignorado por sucesivos gobiernos militares y civiles, que en privado lo trataban o incitaban a la prensa a tratarlo de “tirano prófugo”. No se lo estaba invitando a volver, que quedara claro; bastante era con que le devolvieran la palabra.

Sólo para divertirse, Perón desechó al aviador Rojas Silveyra, que encabezaba la legación en España, y exigió un embajador de uso exclusivo. A regañadientes se lo concedieron, pero el General sólo lo recibió dos o tres veces, estrictamente para tratar asuntos personales como la devolución de su grado militar, sus sueldos atrasados y sus propiedades interdictas en la Argentina. Parecían detalles intrascendentes, pero obligaban al adversario a reconocerlo mientras sus declaraciones, cada una más incendiaria que la anterior, demolían toda legitimidad de sus interlocutores.

Enseguida despidió a su delegado personal, Paladino el sibilino, y puso en su lugar a Héctor Cámpora, de fidelidad absoluta. El régimen descubrió que había despilfarrado casi un año en franelas al delegado cesante.

Pero aun antes del convite, antes de empezar a partir, Perón ya estaba llegando y entonces es dudoso quién empezó el juego: entre junio y octubre del ’71, Fernando Pino Solanas filmó en primerísimos planos una entrevista de cinco horas de duración que con el título Actualización política y doctrinaria para la toma del poder fue vista desde ese verano por miles de activistas, de cinco a doscientos por vez, en toda clase de locales clandestinos.

El Viejo opinaba que la guerra integral había que hacerla desde donde se estuviera, contra lo que se pudiera, y con lo que se tuviera a mano. Justo eso era lo que hacíamos, así que nos sentimos aprobados, felices e inspirados para probar con nuevos proyectiles.

El particular encuadre de la cámara asimilaba cada representación a una reunión de ámbito, con él en el rol del responsable, bajando línea a compañeros de su entera confianza. Cada día parecía más joven y de mejor humor (decían nuestros mayores: nosotros jamás lo habíamos visto más que en foto). Mimético como un guerrillero, también parecía seguir en su jardín de Madrid, y tardamos un poco en comprender que se nos estaba viniendo.

Es que nadie creyó en principio -ni la dictadura, ni la derecha, ni la izquierda, ni los peronistas de cualquier registro ideológico- que Perón estaba regresando. Había habido un largo mito del Retorno previo. Como las trompetas del Juicio para los creyentes era algo inexorable, pero que no sucedería en los tiempos del mundo y mucho menos a la hora del vermouth.

El empate técnico en que había resultado la intentona frustrada de 1964, cuando los militares fingieron que forzaban al gobierno radical de Illia a pedir a la flamante dictadura brasileña que lo detuviera y reexpidiera al punto de origen, había debilitado profundamente al conductor.

La CGT conducida por Timoteo Vandor le había dado sutilmente la espalda, tentada por la posibilidad de un “peronismo sin Perón”, e integrado al sistema.

El justicialismo político languidecía desparramado en una decena de neoperonismos provinciales, vergonzantes hasta de su nombre, y la “resistencia” había languidecido hasta desaparecer más de dos años antes.

Esa derrota del Viejo contribuyó a la soberbia de las fuerzas armadas. Llevadas por ella, en 1966 derrocaron a Illia y por primera vez ocuparon el poder por completo.

Todos los lugares importantes de las administraciones nacional y provinciales se rellenaron con cuadros militares. Onganía prescindió del título de “provisorio” que hasta entonces se habían agregado los presidentes de facto, entregó la economía al FMI en persona, decidió que los eructos de su voluntad eran leyes nacionales y alardeó de que se quedaría durante dos décadas como mínimo.

Sus sueños y bravatas comenzaron a arder junto con las barricadas del Rosariazo y el Cordobazo, en el ’69, y terminaron de disiparse con la veloz reproducción de las organizaciones guerrilleras y de su consenso social.

Como buques en la niebla

En 1970 los estudiantes secundarios de Capital que nos definíamos como peronistas revolucionarios éramos diez en total, y habría entre tres y media docena más en cada ciudad importante del interior. Nos sentíamos exclusivos como la alegre cofradía de la floresta de Sherwood, y tampoco nosotros alcanzábamos a percibir los enormes contingentes que se aproximaban a un mismo centro, como buques en la niebla.

En el ’71, los secundarios peronistas ya éramos medio millar y en el ‘72, todos o casi. Las puebladas no habían dejado de estallar, de a una o dos ciudades por mes, y las organizaciones armadas habían pasado de ser “nuestros compañeros” en sentido poético a un mucho más concreto nuestras conducciones. Estaban presos o habían muerto cuatro veces más guerrilleros que los que componían el primer grupo sólo dos años antes, pero cada vez operaban con mayor frecuencia.

La primera Unidad Básica porteña de la Juventud Peronista, la “Felipe Vallese” de la Avenida San Martín, entre Villa Pueyrredón y Villa Devoto, abrió sus puertas en la primavera del ’71. Seis meses más tarde, el plano de la ciudad estaba cubierto.

Entonces arrancó la campaña de “Luche y Vuelve”. El nombre, que la Revolución Fusiladora había prohibido con la esperanza de forzar el olvido, ya era superfluo. Ser revolucionario era equivalente a ser ortodoxo; Perón no podía ser encuadrado en el sistema, de modo que exigir su inclusión era lo mismo que hacer volar todo el esquema. Él lo sabía, nosotros lo sabíamos y Lanusse también. No es que fuera un tonto, que no lo era, sino que el viento le soplaba en contra.

A nosotros nos iba tan bien y tan fácil que nos creímos que esa cuestión del progreso histórico era así: de arrebato. Sobraba con poner el lomo. A la lata, al latero, tenemo pa’ sillones con lo que sobró del cuero, cantaba la jotapé en respuesta a Lanusse que había dicho que a Perón no le daba (el cuero) para volver. Había pisado el palito.

Se ofuscó, y terminó por tratar de forzarlo a volver, que era lo que le habían encomendado impedir. Pobre Lanusse: Perón lo llamaba “general de Ganadería”. Nosotros lo llamábamos musicalmente: Lanusse, hijo de puta, la puta que te pariooo…, pero eso era en los intervalos de falla creativa entre consigna y consigna, porque las consignas de la jotapé, las consignas en serio, eran rimadas. Tenía facilidad de rima la jotapé:

Con los huesos de Aramburu vamo a’cer una escalera,
Con los huesos de Aramburu vamo a’cer una escalera,
Para que baje del cielooo….¡Nuestra Evita montonera!

Y también de síntesis:

CAMPORA-LIMA,
PERON SERRUCHA

El mismo día en que expiraba el plazo impuesto, el régimen asesinó a 16 de los compañeros que habían intentado fugarse de Rawson, el PJ reconstituido abrió su campaña electoral, su candidato, el tío Cámpora anunció el 17 de noviembre como la fecha que el mismo general había decidido para su regreso, la jotapé exigió que los muertos de Trelew fueran velados en la sede oficial de avenida La Plata.

La dictadura, repentinamente conciente del atolladero en que se había metido, en que venía metiéndose desde el principio, declinó todas sus pretensiones a cambio de una sola condición: que el general condenara aunque fuera una sola vez la lucha armada insurgente. Ya no le quedaba más que apelar a la solidaridad entre militares. Y fue inútil.

En memoria de aquellos días el Viejo dijo lo más poético que nunca escuché caer de su boca ladina y mordaz: “Ellos creían que yo era de ellos. Pero yo era de nosotros”.
No hay modo de describir el 17: llovió todo el tiempo. La dictadura sacó 25.000 soldados a la calle e innumerables policías para formar un enorme cerco alrededor de Ezeiza.

Nos desparramaron a fuerza de gases y balas de goma, hablo de la columna que yo integraba, a menos de mil metros de Liniers. En medio de la represión, una viejita cantaba “a la pelotita, a la pelotita, que Perón está cerquita”. Nos reagrupamos y nos volvieron a desparramar media docena de veces, hasta un poco más allá del Puente 12. El resto fue un empecinado avanzar a solas, contra la cortina de agua, las nubes de gas lacrimógeno, los estampidos inciertos y el barro.

A las once, un vecino de una casilla de una villa que nunca sabré ni siquiera en qué partido del conurbano estaba, me llamó agitando una botella de Colón rosado:
-¡Aflojá, pibe, que ya llegó!
Así que brindamos, él y su familia, yo y cuatro o cinco compañeros de otros barrios. El vino estaba picado, porque el tipo lo había guardado desde el ’64. Corrían rumores de que un batallón de infantes de marina se había sublevado.

Estábamos rodeados por tantos milicos y tanques, y teníamos tal euforia, que un batallón nos parecía poco y nos desconcertó el rumor, que trajo otro vecino, de que se habían sublevado a favor nuestro. Es decir del Viejo.
Había llegado. Lo habíamos traído. A pulso.

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