Aguardientes. Segunda temporada.
Lo miraba extrañado. En realidad no lo miraba, lo veía, porque la mano con la que lo tenía sujeto del cuello le inmovilizaba la cabeza obligándolo a mirar el piso. Lo veía extrañado entonces, de rabillo, extrañado porque la patada en el culo no venía, porque el piñón detrás de la oreja no llegaba. Ni siquiera el conocido rodillazo en la espalda. Abel estaba desconcertado, y más asustado que otras veces.
El Rati lo había cazado un segundo antes de que le manoteara la mochila al rubiecito cara de Brad Pitt que estaba cruzando la plaza Once por el medio, como un salame. El Juanchi, Carlitos y el Guacho, alcanzaron a zafar y rajaron para el lado de la Estación. El cana lo cazó justo, en medio del envión, saliendo como un fantasma detrás del kiosco de Rivadavia. Y ahora, viajando en el aire, colgado del gancho que lo inmovilizaba, gritaba la fórmula aprendida “Yo no hice nada…no hice nada”.
El milico no hablaba, solo lo llevaba.
El siguiente sacudón fue contra el banco de la plaza, pero no hubo nada más. Lo sentó como a un muñeco, con la suficiente fuerza y la necesaria serenidad como para que Abel desechara un intento de raje por sorpresa. Era flaco el “cobani”, y de patas largas, nada invitaba a un raje por sorpresa, de manera que se quedó allí murmurando la frase consabida “no..hice nada…yo…hice nada” entre sollozos fingidos por prevención.
El cana siguió en silencio un rato. Después sacó un cigarrillo y, sobre la llama del encendedor de dos pesos, le preguntó el nombre.
—¿Y cuántos años tenés?— tiró con el humo al cielo.
—Nueve— dijo Abel, quitándose uno.
—Acá vos no afanás— sentenció—. Donde estoy yo, no afanás. ¿Entendiste hijo de puta?
—Sí señor…pero yo no —empezó Abel sin poder terminar porque la paralítica de piña, que no conocía, le cortó el aliento. Ahí empezó a llorar en serio. De bronca, porque el dolor era una cosa a la que ya se había acostumbrado. Pero el odio le vino como una llamarada porque se había confiado, se había descuidado, había supuesto que ese era un gil que le iba a venir con el sermón y se había preparado para hacerse el pobrecito. Igual dolía como la gran puta, así que aprovechó y lloró por las veces que se la había tragado y a cuenta de las que se iba a tener que tragar.