Homero Alsina Thevenet: una sobre las listas negras, maestro

Por Rosalba Oxandabarat, gentileza de Semanario Brecha, especial para Causa Popular.- Cómo evocar a Alsina traicionando la ruta esencial que fue su modo de trabajar. Habría que incluir: fechas, datos sobre los distintos estadios de su vida y su trabajo, enumeración de los temas que lo ocuparon, índice bibliográfico (título de cada libro, año de edición, de reedición, editorial, número de páginas), artículos publicados sin equivocarse de día, año y medio de publicación. Y qué lío si uno entra a meterse con las personas que conoció, que trató, que admiró -que criticó, también, y no se salva nadie, ni siquiera él-.

Empresa semejante -que algún día será hecha, y de la que vale como adelanto el Sin Bronce que BRECHA le dedicara el 9-X-98- haría que Alsina moviera la cabeza escéptico y lanzara alguno de sus ácidos comentarios sobre la imprecisión, la inexactitud, la crasa ignorancia y escasa claridad de quienes nos dedicamos a este asunto de escribir, no nuestras memorias o más recónditos pensamientos para un libro de magro tiraje, sino para la página febril, devoradora y frágil de una publicación periódica. (Sobra ahí un adjetivo, Oxandabarat, diría seguramente. Peor, sobran tres: ¿o acaso la gente no sabe cómo son las páginas de los diarios?)

Y con todo eso, ahora que ya no está, sigue siendo un placer evocar a Alsina. Es más, ya era evocado en vida, cuando sus anécdotas siempre reveladoras de un pensamiento centelleante y alerta -disculpe, maestro: hay que adjetivar, a veces- eran contadas y repetidas con indisimulado regocijo.

Alsina definiendo Hamlet: “Huérfano vacilante desconfía de tío. Él muere, otros también”. Alsina explicando la valoración de las películas: “Una película sirve para:
– a) emocionar,

– b) divertir,

– c) hacer pensar.

Si sirve para una sola de estas cosas, es buena. Si sirve para dos de esas cosas, es muy buena. Si sirve para las tres, es una obra maestra. Si no sirve para ninguna, es mala”.

Alsina presentando un crítico joven a otros contertulios, en una mesa de café: “Él es el jefe de la sección paréntesis”. Alsina después de una erudita, bien fundada y modernosamente hablada conferencia dictada por un invitado extranjero: “¿No extrañan las épocas en que la gente hablaba de corrido?”.

Sus compañeros de El País Cultural, esa creación suya a la que dedicó su energía desde su regreso a Uruguay, en 1989, conocerán la mayor cantidad, y las mejores.

Como Onetti, Alsina creó su leyenda en vida, no calculando reacciones o buscando complicidades -¡al contrario!- sino siendo tercamente como era, enfrentando desde sus largas y afirmadas décadas de experiencia las modas, las manías, las cambiantes revelaciones de las sucesivas generaciones de periodistas o críticos o aspirantes a.

En ese no aflojar ante los años, especialmente en tiempos de absoluto rendimiento ante lo joven o ante lo nuevo, en ese ser viejo cabezón abocado febrilmente a su trabajo con la misma energía que si tuviera 30 años, en ese enfrentamiento a cara abierta con quien sea por los temas que le interesaban, es que Alsina resultaba radicalmente joven, aunque el almanaque indicara que andaba transitando su séptima u octava década de vida.

Su mismo empeño al frente de El País Cultural, una publicación selectiva y rigurosa en estos tiempos de alivianamiento general y debilitamiento sostenido de los espacios destinados a la cultura en todos los medios, tiene todo que ver con esa suerte de no claudicación que trasmitió Alsina hasta el final.

También en su placer por la conversación y la trasmisión -el boliche frente al Metro alojó durante largo tiempo, con él como centro, a la “barra del Cultural”, a la que podían sumarse, sobre todo por su mediación, los de afuera-, o después de funciones de cine, en festivales o en el cine de todos los días, Alsina no mezquinaba su tiempo.

Trajo de otras épocas y otros espacios -no hay que olvidarse que transitó por Cine radio actualidad, por Marcha, por la revista Film, por El País (mucho antes del Cultural), por Primera plana y Página 12 de Buenos Aires- ese gusto por la conversación, la discusión y la confrontación, por el encuentro donde las ideas y las diferencias se espesan y circulan.

Él, que había dialogado con Despouey, con Alfaro, con Onetti, con Rodríguez Monegal, con Antonio Larreta -la lista es tan brillante como larga-, dedicaba su tiempo al colega reconocido y al o la periodista o aspirante a periodista desconocidos, sin claudicar de su seguridad y su ironía porque ese hombre tan seguro y tan irónico parecía aplicar que nadie merece que se lo trate como a alguien incapaz de entender la seguridad y la ironía.

De toda la llamada generación del 45, difícil encontrar a otro que bajara al llano tan cotidianamente, que sin dejar de ser quien era y sin apearse de sus convicciones y sus obsesiones más recurrentes, pudiera transitar entre los más jóvenes, y desde su profunda y radical diferencia, tratarlos como iguales.

Quizá porque fue ante todo un periodista -un periodista crítico, cinéfilo, cultural, periodista al fin- y, ya se sabe, los periodistas pueden, y suelen hacerlo, hablar de sí mismos, pero a través de la experiencia de lo que hacen otros. No pueden cerrar la ventana, o dejan de ser quienes son.

Ese es el Alsina -algunos lo llaman todo el tiempo Homero, pero desde los Simpson algunos preferimos el apellido- de carne y hueso de redacción, de sala de cine, de boliche. El hombre cada vez más flaco al que el temperamento parecía sujetar marchando, escribiendo y discutiendo, como una red invisible de energía. Y quienes piensen que porque no lo conocieron en persona jamás tendrán cómo acercarse a él, están en un error.

Homero Alsina Thevenet -ahí va completo- escribió mucho. Muchas páginas de diario o semanario, que tienen la ventaja de la urgencia y la desventaja de que se tiran al otro día -el arte de envolver pescado, como lo definió el poeta Antonio Cisneros-, pero desconfiado de esa fragilidad, Alsina tuvo la precaución de unir muchas de esas crónicas en sucesivos libros, además de los libros pensados como tales.

Quien quiera saber de Greta Garbo, de Chaplin, del cine negro, de los entretelones de Lo que el viento se llevó o de los Oscar, de Billy Wilder, de Viñas de ira, de las listas negras de Hollywood, o de por qué la teoría del autor acuñada por la gente de Cahiers du cinéma es un craso error -entre otros varios temas de cine-, que recurra a los libros de Alsina. Podrá estar de acuerdo, disentir, restar o sumar, como sucede siempre en estos casos.

Difícilmente podrá, en cambio, no reconocer el rigor de los datos y las fuentes, la precisión de las fechas y los insumos tomados en cuenta, y, lo más importante para cualquier lector, difícilmente podrá sustraerse al placer de una prosa en la que el culto por la precisión y la concisión vuelve fundamental el uso de tal palabra y no de otra, la fineza en la construcción de un ritmo en el que cada principio o fin de frase, cada punto o cada coma, cada remate -los remates, en especial-, juegan un papel que prolonga, más allá de lo dicho, el sentido de eso dicho.

El maestro de la precisión resulta, así, y en no pocos casos, disparador de una ambigüedad enriquecedora. El misterio de la escritura -con la constancia de que la palabra “misterio” no debía gustarle mucho a Alsina- suele propiciar estas cosas.

Su trabajo crítico e informativo, abarcando más de seis décadas de la historia del cine atendiendo a la complejidad de su gestación y su vigencia, es y será, más allá de los acuerdos y desacuerdos con las afinidades y opiniones que Alsina también fue generando a lo largo de los años, un insumo fundamental y fundado, creíble y confiable, para todos los fascinados por ese arte-industria-negocio abarcador y omnipresente.

Entre las recurrentes obsesiones que lo llevaban a escribir una y otra vez sobre ellas, y hasta eran motivo de broma entre sus lectores, estaban las listas negras de Hollywood -ese oscuro período de caza de brujas, deserciones y traiciones que el arte más metalizado pero más libre padeció en los años cincuenta en Estados Unidos- y la teoría del autor aplicada a troche y moche por buena parte de la crítica, no sólo nacional, después de la revelación-revolución protagonizada a su propósito por Bazin, Truffaut, Godard, Chabrol & cía, allá por los sesenta.

La persistencia de Alsina sobre esos asuntos no es casual. Revela una postura que impregna toda su obra: su fastidio por el totalitarismo, político o estético, ya esté unido a la estupidez y la traición o al olvido de los fundamentos racionales, verificables, lógicos y trasmisibles, ese olvido que lleva, voluntariamente o no, al elitismo anclado en la subjetividad arrogante.

Si, como dijo alguien alguna vez, entre otras cosas venimos a este mundo a tratar de entender, Alsina, en su materia, trabajó toda su vida para lograrlo. Y para tratar de que otros lo lograran.

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