El arresto del narco Sergio Mario Rodríguez (“Verdura”) ocurrió en marzo. En su indagatoria ante el juez federal de Lomas de Zamora, Federico Villena, no dudó en blanquear el vínculo que tuvo con la AFI. Su reclutador fue el abogado y agente de aquel organismo, Facundo Melo, quien le encargó la colocación de una bomba sin detonador en la vivienda de José Luis Vila, un alto funcionario del Ministerio de Defensa durante la gestión de Oscar Aguad, a quien había que disciplinar. Aquellas confidencias derivaron en un allanamiento al domicilio del letrado. Eso a su vez guió la investigación –ya convertida en una causa sobre tareas de inteligencia de carácter delictivo– hacia otro agente, Leandro Araque, cuyo smartphone almacenaba unos 2.500 archivos de seguimientos ilegales a toda clase de ciudadanos.
La ex secretaria de Documentación Presidencial, Susana Martinengo, se enteró de semejante decomiso por una llamada urgente del propio Araque, no sin sentir un ramalazo de pavor. Es posible que entonces le viniera a la mente su primer encuentro con él.
Ocurrió durante la tarde del 15 de mayo de 2018 en su despacho de la Casa Rosada (a metros del de Mauricio Macri). El espía llegó acompañado por su colega Miguel Alfonso, un ex efectivo de la Policía Federal que alguna vez estuvo infiltrado en La Cámpora. La visita se prolongó por más de dos horas.
Desde ese martes parece haber transcurrido un siglo.
Recientemente, al abogado Carlos Beraldi –que patrocina en esta causa a Cristina Fernández de Kirchner en su condición de querellante– se le ocurrió revisar el registro de entradas del edificio en cuestión, constatando que entre esa fecha y el 6 de marzo de 2019, unas 12 reuniones con otros agentes (Melo, Jorge Sáez, Maximiliano Magistello, Federico Scanavino, Hugo Romagnoli, Federico Mastropierro, Noelia Belén y Elba Masino, junto con otras personas de dudosa calaña). En tales ocasiones recibía informes de sumo interés para el “uno”, así como llamaban a Macri.
A partir de ese preciso instante, su figura –sin duda uno de los secretos mejor guardado por el antiguo régimen– tuvo una notable relevancia.
Con posterioridad, en razón a nuevas pruebas obtenidas por Villena, se supo de otros encuentros con esos espías, tanto en bares y restaurantes como en su propio domicilio. De modo que ahora hay indicios que la ubican en un sitio más trascendente que el de una simple mensajera. Además de impartir directivas y sugerencias, es señalada como hacedora del seguimiento al ex funcionario kirchnerista del Ministerio de Planificación, Roberto Baratta (detenido poco después), de quien era vecina en la localidad de Villa Ballester.
Allí, enclaustrada por la cuarentena en su departamento, el devenir de los hechos la fue cercando hasta transformarla en una mancha venenosa. Hubo en el PRO quienes ni siquiera le atendían el teléfono, y hasta el mismísimo Macri dejó trascender que no la conoce. Aquel gesto le habría causado una desazón mayúscula, máxime cuando toda la dirigencia de Juntos por el Cambio, con el ex mandatario a la cabeza, bendijo a su no menos comprometido secretario, Darío Nieto, con un comunicado en defensa de su buen nombre y honor.
Un pésimo augurio para la pobre Susana: el 28 de junio fue allanado su domicilio. Y tres días después fue llevada tras las rejas, junto a una veintena de implicados. Desde entonces languidece en un calabozo.
En este punto bien vale reconstruir su historia.
Amor con betún
En 1987 gobernaba Raúl Alfonsín. El 15 de abril debía prestar su declaración indagatoria el mayor Ernesto Barreiro, un jerarca del centro de exterminio La Perla, en Córdoba, durante la última dictadura. Ello derivó en el levantamiento carapintada de Semana Santa. Y también en la recordada frase del presidente radical: “La casa está en orden”.
Susana Martinengo tenía entonces 32 años. Seguía los acontecimientos por TV y le causó una grata impresión la imagen de un oficial que secundaba al jefe de la revuelta, Aldo Rico, cuando se exhibía ante las cámaras en la Escuela de Infantería de Campo de Mayo. Era el capitán Juan Jorge Ferreyra.
Ese asunto fue la semilla de la Ley de Obediencia Debida, tratada días después en el Congreso, que terminó por desprocesar a más de mil represores y tranquilizó a otros en vías de ser denunciados. Entre ellos, a Ferreyra.
Este sujeto de mirada peligrosa y bigote espeso, a quien sus camaradas llamaban “El Mono”, había prestado servicios desde 1976 hasta septiembre de 1979 en el Grupo de Artillería 7, del Chaco. En esa unidad de la VII Brigada de Infantería del Ejército estaba la jefatura del Área 233 (según la cuadrícula territorial que subdividía al país a los efectos del terrorismo de Estado), y bajo su órbita había tres campos de concentración: la Brigada de Investigaciones, la Alcaldía y el que funcionaba en su predio. Allí, además, fueron enterradas de manera clandestina algunas víctimas de la masacre de Margarita Belén. Cabe destacar que Ferreyra era allí oficial de Inteligencia.
En 1988, Rico y los suyos estrenaron su propio partido: el Movimiento por la Dignidad y la Independencia (Modin). Ferreyra fue uno de sus cuadros.
Hasta allí lo fue a buscar la persistente Susana. Fue un triunfo del amor. Pero aquella aproximación estratégica también le sirvió a ella para asomarse a la política como puntera barrial de dicho espacio.
La feliz pareja contrajo enlace poco después.
Fue una ceremonia muy emotiva: Rico y el coronel Enrique Venturino arrojaban arroz hacia el altar. El padrino era una promesa de la Gendarmería, el oficial Marcelo Martinengo, hermano de la novia.
La pertenencia del matrimonio al partido carapintada se prolongó hasta 1996. Sobre las razones de la ruptura, el ex capitán habló por ambos, alegando “personalismos arcaicos y retrocesos ideológicos”. ¿Una fuerza política como el Modin podría haber tenido más retrocesos ideológicos?
Lo cierto es que entonces los caminos políticos de Juan Jorge y Susana se bifurcaron. Él buscó nuevos horizontes en el PJ, con el auspicio de Octavio Frigerio, padre de Rogelio, el aún lejano ministro macrista.
Ella, tras una etapa de introspección, fue designada como directora de Seguridad del municipio de San Martín por el intendente vecinalista Ricardo Ivoskus. Corrían los primeros meses del trepidante 2001.
En una entrevista emitida en marzo de 2019 para una radio por Internet, ella recordó su gestión: “Lo mío era un rol social, porque si bien trabajaba con la policía de la provincia, siempre fue desde ahí, desde el municipio”. Luego destacó su “excelente sintonía” con La Bonaerense.
Eran los tiempos de Carlos Ruckauf y su apego por la “tolerancia cero”, un principio ejecutado sin piedad por su ministro del área, el comisario Ramón Orestes Verón. El tipo tuvo que renunciar en octubre de aquel año, a raíz de un lapidario informe de la Procuración referido a 60 chicos –de entre 13 y 17 años– asesinados por La Bonaerense. El 21 por ciento de esos casos ocurrió en el partido de San Martín.
Tras las puebladas del 19 y 20 de diciembre en todo el país, Martinengo voló de aquel lugar.
Al tiempo Juan Jorge y ella se divorciaron pero en buenos términos, al punto de coincidir –como se verá– en ciertos destinos políticos.
De hecho, el siguiente paso de ambos fue abrazarse al aún embrionario proyecto político de Macri.
En lo que hace a Martinengo, no fue ajeno a dicho tránsito un tal Jorge Alves, con quien –según se dice– mantenía una relación sentimental.
Ese individuo provenía de la dirigencia deportiva. Fue un alfil de Macri en su campaña para llegar a la cúspide de Boca. En retribución, fue designado como secretario de Relaciones Públicas del club: la gran idea de su vida fue imponer el uso de porristas para alentar a la hinchada.
Ya en el Gobierno porteño, Macri lo convirtió en su jefe de despacho. Ciertos integrantes del gabinete le dispensaban un gran desprecio, empezando por Marcos Peña. Éste, siempre maquiavélico, supo impulsar su candidatura a diputado provincial con el propósito de sacárselo de encima. Al final ocupó la banca que dejó vacía Jorge Macri al asumir la intendencia de Vicente López. Pero en 2013, ante el horror de Peña, volvió a la Ciudad. Según reveló el periodista Werner Pertot en Página/12, Alves se ocupaba de tareas muy valoradas por Mauricio. Por caso: recomendarle “brujas” para que le hiciera “limpiezas espirituales” en sus oficinas. Y le insistía una y otra vez para que contrate a su amiga Martinengo. Finalmente ganó por cansancio.
Desde entonces, ella fue subordinada directa de Alves. Aunque, con una gradualidad lenta e inexorable, comenzó a ganar influencia en dicha área, maravillando al alcalde por su desempeño.
Mientras tanto, el ex marido fue nombrado inspector de la Dirección de Habilitaciones de la Agencia de Control Gubernamental. Su presencia en ese puesto, junto con la de otros funcionarios del sector, fue repudiada por los organismos de Derechos Humanos en virtud a sus pasados represivos.
La vida de Susana transcurría de modo apacible, pero quien dio la nota fue el hermano Marcelo, ya comandante general de la Gendarmería, estando al frente de su Dirección de Inteligencia Criminal.
Fue cuando exhumó el denominado “Proyecto X”. Era un software algo obsoleto para fichar narcos, donado por los Estados Unidos. Pero él lo recicló con información sobre periodistas, personalidades de la cultura, miembros de los organismos de Derechos Humanos y militantes de Izquierda. La entonces ministra de Seguridad, Nilda Garré, lo expulsó de la fuerza.
El gendarme Marcelo –al fin y al cabo, un emprendedor– no demoró en vencer el ostracismo con una pyme dedicada al espionaje empresarial.
Las semanas iban pasando sin mayores sobresaltos. Y Macri confiaba cada vez más en Susana.
Así dieron el gran salto hacia la Rosada.
Postales de otro tiempo
La función formal de Martinengo era recibir y responder las epístolas entre el Presidente y la ciudadanía. Pero ya se sabe que ella estaba para algo más.
“Yo recibo todo lo que llega a Presidencia por distintas áreas”, dijo en esa entrevista radial por Internet, claro que sin faltar a la verdad.
Y remató: “Es un honor acompañarlo (a Macri). Nos deja libertad para trabajar. Pero después tenés que rendir examen. Todo tiene un informe. Es un gran estadista que te marca y te controla”. Sinceridad brutal.
Sus íntimos también hallaron un lugar en la Revolución de la Alegría.
Alves –esta vez por recomendación de Susana a Macri– fue reubicado en el directorio de la Corporación Puerto Madero. Aunque se las ingeniaba para mostrarse con él en los actos oficiales. Eso sí, siempre acompañado por la sonriente Susana.
Marcelo fue incorporado por la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, como asesor en aquella cartera. Y –según se dice– era el receptor primario de los papers que su hermana desviaba para ella desde Presidencia.
¿Y el ex esposo carapintada? Nadie sabe a ciencia cierta dónde operó durante el gobierno macrista. Pero siempre estuvo, tanto es así que –según los registros consultados por el abogado Beraldi– en la tarde del 18 de diciembre de 2018 la señora Martinengo recibió en su despacho a una agente de la AFI llamada Noelia Belén, acompañada de los ya afamados espías Jorge Sáez y Leandro Araque. El cuarto convidado del cónclave era nada menos que el ex capitán Ferreyra. ¿Cuál habría sido el asunto que lo llevó allí?
También constituye un interrogante el alcance de las atribuciones que tuvo en la era macrista esa mujer de 65 años. Porque su papel en el espionaje no se limitaba simplemente a ser la correa de transmisión entre los informes subidos desde la AFI y el secretario Nieto. Por el contrario, en base a datos reunidos de manera ilegal, hasta sugería medidas de gobierno -eso pasó con los preparativos del debate parlamentario sobre la reforma jubilatoria-. Y ella le manifestó al espía Saez sus funestas premoniciones sobre posibles incidentes; según un audio grabado por Sáez (ahora incorporado al expediente), estas fueron sus palabras:
– Son negros de villa. Se tiran entre ellos y le tiran los muertos a él – le dice Susana a Saez.
La respuesta fue:
– Todo lo arman en Ezeiza. De Vido y los otros.
– Hay que postergar la reforma para el año que viene. Pero Mauricio es un cabeza dura. Cuando algo se le mete en la cabeza…
Postales de otro tiempo.
Había que ver el martes pasado a esa misma mujer con capucha y las manos esposadas por la espalda al ser guiada hacia su calabozo. Una paradoja de la soledad del poder.