Más allá de algunas objeciones formales, la decisión judicial de que, por razones de salud, Juan María Bordaberry se encuentre en régimen de reclusión domiciliaria es incuestionable. No es justo, en cambio, que cientos de presos que también padecen enfermedades graves sigan recluidos en las pésimas condiciones de las cárceles uruguayas.
El 24 de enero Juan María Bordaberry, de 79 años, fue trasladado de la Cárcel Central al Sanatorio Británico. Allí se le practicaron exámenes que llevaron al internista de esa institución, Carlos Salveraglio, y al neumólogo que atiende al ex dictador, Javier Pietropinto, a constatar un “deterioro señalado y progresivo de la salud” del paciente y a considerar que sus condiciones biológicas y las ambientales de la reclusión implicaban serios riesgos de infecciones respiratorias agudas, que podían llegar a provocarle la muerte.
Los abogados de Bordaberry, Gastón Chaves y Diego Viana, solicitaron al juez de feria Pablo Eguren que concediese a su cliente el régimen de reclusión domiciliaria. El magistrado requirió un informe a una junta médica del Instituto Técnico Forense, integrada por Guillermo López, Carlos Maggi y Ruben Arias, que se pronunció en el mismo sentido al afirmar que Bordaberry sufre “una patología crónica, severa e irreversible” por la cual “no puede permanecer recluido donde deba moverse más allá de lo mínimo”.
Previo dictamen favorable de la fiscal Dora Domenech, Eguren dispuso que se aplicase a Bordaberry el régimen de reclusión domiciliaria. Tres días después, el ex dictador fue trasladado a la casa de uno de sus hijos, en Carrasco, donde reside su esposa desde el 16 de noviembre, cuando Bordaberry fue procesado por primera vez y remitido a la cárcel.
El ministro José Mujica, uno de los nueve rehenes de la dictadura y por consiguiente uno de los presos políticos que sufrió las peores condiciones de reclusión, dijo en estos días: “No tenemos que hacerles a ellos lo que nos hicieron a nosotros; no estoy para perseguir hasta abajo del catre a los viejos que me tuvieron en cana y me trataron como a un perro”. Tiene razón: no hay duda de que en democracia los derechos humanos y las garantías del debido proceso rigen para todos. Tampoco hay duda de que el instituto de la reclusión domiciliaria por razones de enfermedad es un avance en materia de tratamiento carcelario y es coherente con el precepto constitucional de que “en ningún caso se permitirá que las cárceles sirvan para mortificar”.
Consultada por BRECHA, la abogada penalista Hebe Martínez Burlé, que promovió las denuncias contra Bordaberry, se pronunció en el mismo sentido. “En Uruguay no existe la pena de muerte -sostuvo- y, según la Constitución, las cárceles no son para mortificar a los reclusos. Bordaberry debe tener todas las garantías que da un régimen democrático. Ninguna menos ni ninguna más.” Sin embargo, se preguntó “qué pasaría si mañana el Rambo, el Pelado o el Carliño, por no mencionar más que unos pocos casos, estuvieran con riesgo de vida por problemas de salud. ¿Se les autorizará la prisión domiciliaria? ¿Cuántos presos de los alojados en el penal de Libertad, el Compen o cualquier cárcel del país tienen, por ejemplo, cáncer avanzado, diabetes, enfermedades cardiovasculares o respiratorias, o sida, y en este último caso pueden morir de un simple resfrío? ¿A todos ellos se les concederá el beneficio de la reclusión domiciliaria? ¿A cuántos presos con enfermedades crónicas, graves e irreversibles se les practican los exámenes médicos necesarios para controlar la evolución de su estado de salud? ¿Cuántos policías habrá que retirar de las calles para custodiar a aquellos presos a quienes se aplique este régimen de reclusión?”.
Martínez Burlé señaló también que los establecimientos de reclusión no cuentan con los médicos ni enfermeros necesarios para atender a los enfermos, y que tampoco cuentan con las ambulancias suficientes para cubrir los traslados urgentes. La penalista sostuvo asimismo que es imprescindible habilitar rápidamente un hospital penitenciario, que no existe desde hace décadas, lo que permitiría atender muchas de estas situaciones.
Una ley poco aplicada.
La reclusión domiciliaria en caso de enfermedad grave de cualquier procesado o condenado está prevista en la legislación uruguaya desde 1980, cuando -en plena dictadura-se aprobó el Código del Proceso Penal hoy vigente. Su artículo 131 facultó a los jueces a disponer, en esos casos, medidas asegurativas alternativas a la prisión.
El texto no menciona de modo expreso la reclusión domiciliaria; en cambio, la ley sobre el sistema carcelario aprobada en setiembre de 2005, impulsada por el actual gobierno y severamente cuestionada por la oposición, modificó la redacción de ese artículo y mencionó explícitamente, para esas situaciones, la prisión domiciliaria. También habilitó a los magistrados a adoptar la misma medida en los casos de penados o procesados mayores de 70 años, pero excluyó del beneficio a quienes hayan sido imputados por determinados delitos considerados de extrema gravedad (homicidios especialmente agravados, violaciones y delitos de lesa humanidad).
Sin embargo, a lo largo de los más de 26 años de vigencia del Código del Proceso Penal, en muy contadas ocasiones los jueces ordenaron que un enfermo de gravedad no fuera encarcelado. En medios forenses se recuerdan muy pocos casos; entre ellos el del sacerdote Adolfo Antelo, que dirigía la Comunidad Jerusalén y que, al ser procesado en 1996 en base a denuncias por abusos sexuales, fue enviado a una casa de salud. Ya aprobada la ley de 2005, solicitaron la reclusión domiciliaria por enfermedad uno de los propietarios de La Pasiva procesados por defraudación fiscal y uno de los militares encausados por violaciones de los derechos humanos durante la dictadura. En el primer caso la justicia accedió a la solicitud, y en el segundo la denegó, aunque el recluso siguió internado en el Hospital Militar.
Juez de feria
No sólo ha sido excepcional la concesión a Bordaberry del beneficio de la reclusión domiciliaria. También lo es que un juez de feria, que tiene a su cargo un expediente tan delicado como éste apenas por una semana, adopte una decisión tan importante como la salida de la prisión y la habilitación de la reclusión domiciliaria, por añadidura sin establecer un plazo de duración de esa medida. Si bien es cierto que según la ley de 2005 en caso de que cese la gravedad del estado de salud del recluso éste debe ser reintegrado al establecimiento donde cumplía su detención, no es sencillo para ningún magistrado modificar este tipo de resoluciones que, por no tener la condición de sentencias, no son apelables.
No se trata de que el juez Eguren tuviera que quedarse de brazos cruzados si el estado de salud de Bordaberry era tan grave y su vida corría algún riesgo, pero bien pudo mantener durante una semana su internación en el Hospital Británico, permitiendo que el 1 de febrero, una vez finalizada la feria judicial, fueran los jueces titulares de los dos expedientes en que Bordaberry fue procesado -Roberto Timbal y Graciela Gatti- los que resolvieran si correspondía o no la prisión domiciliaria.
El otro hecho que llama la atención es que, siendo tan excepcional el beneficio de la reclusión domiciliaria y teniendo en cuenta que el principal riesgo para la salud de Bordaberry era estar alojado en un cuarto piso de la Cárcel Central donde no funciona el ascensor, no se haya pensado en alguna otra solución, como el traslado a un centro de reclusión que no tuviera este tipo de carencias ni las condiciones que, por su estado deplorable, presentan Libertad y el Compen. Entre otras alternativas, pudo haberse recurrido a la nueva cárcel construida en un ex establecimiento militar, la chacra policial o el centro de reclusión conocido como el Tacoma.
Lo que en cambio no sorprende demasiado es que una decisión de esta índole haya sido adoptada por un magistrado cuyas actuaciones suelen dar lugar a importantes controversias. Eguren tuvo a su cargo la investigación sobre el caso Peirano y el Banco de Montevideo. Algunos errores de procedimiento y la demora en la adopción de ciertas medidas facilitaron que el tiempo transcurriera sin que se llegara al momento de la acusación fiscal y la sentencia de primera instancia en los plazos debidos, y a último momento el magistrado, de manera imprevista, se excusó de seguir actuando en el expediente, lo que provocó una demora adicional en su tramitación. Esas circunstancias favorecieron la queja de la defensa ante la Comisión de Derechos Humanos de la oea por el incumplimiento de los plazos procesales.
También en relación con la crisis financiera de 2002, correspondió a Eguren investigar la actuación del directorio del Banco Central de la época, que encabezaba el contador César Rodríguez Batlle, pero transcurridos más de cuatro años desde su iniciación, el expediente no avanzó más allá de las diligencias preliminares.
Esa parsimonia en determinados casos, que contrasta con la diligencia con que actuó como juez de feria en el expediente de Bordaberry, también se manifestó en alguna denuncia por violación de los derechos humanos durante la dictadura, según señalaron en estos días dirigentes de organizaciones que actúan en esa área.
Por otra parte, la misma consideración que exhibió en el caso de Bordaberry, Eguren la tuvo cuando procesó sin prisión a cinco de los propietarios de La Pasiva por defraudación tributaria, fallo que fue revocado por el tribunal de apelaciones competente, que ordenó la prisión de todos ellos.
Todo este cúmulo de circunstancias hizo que Bordaberry, golpista en 1973 y principal figura de la dictadura durante los tres años siguientes, una vez procesado por la justicia llegara a estar preso en una cárcel apenas 70 días y se haya convertido en uno de los escasos beneficiarios, en la historia de la justicia uruguaya, del instituto de la reclusión domiciliaria.
Es toda una paradoja que ésa haya sido la suerte del titular de una dictadura que en el Cono Sur de los años setenta se caracterizó por tener el mayor número de presos políticos con relación a su población, por la severidad de las penas que aplicaron sus tribunales militares y por las inhumanas condiciones de reclusión que sufrieron los reclusos, muchos de los cuales murieron en las prisiones del régimen que él encabezó.
Testimonio: “Que se muera en la cárcel”
El periodista Carlos López Matteo, en carta publicada por Búsqueda, cuenta que en diciembre de 1973 estuvo varios días detenido en Cárcel Central por medidas prontas de seguridad, de acuerdo con un decreto firmado por Bordaberry y su ministro del Interior. En esas circunstancias se encontraba también su colega Dorval Paolillo, del diario El Día, “un excelente profesional y un hombre esencialmente bondadoso (…) sólo por ser un periodista que no acataba la censura”. Paolillo estaba sumido en una profunda depresión, dice López Matteo, y agrega que su salud se deterioraba cada día.
Una vez liberado, lo primero que hizo López Matteo, que trabajaba en una agencia de noticias extranjera y que por eso tenía acceso a la casa de gobierno, fue hacer saber a Bordaberry que “la vida de Paolillo corría serio peligro”. Y agrega: “La respuesta de Bordaberry, palabra más, palabra menos, fue contundente: ‘Si ese hijo de puta se tiene que morir en la cárcel, que se muera en la cárcel’”.
El desenlace, según López Matteo, fue que, “aunque liberado tiempo después, (Paolillo) falleció con alrededor de 40 años en mayo de 1975, si no me falla la memoria, víctima de la afección que le provocó una injusta prisión”.