Hartazgo (a 11 años del atentado en la AMIA)

Por Juan Salinas, especial para Causa Popular.- Desde hace algún tiempo me pone mal que me pidan artículos u opiniones sobre el tema AMIA. Después de toda una década inmerso en él (durante más de tres años contratado por la propia mutual) me siento un disfrazado sin carnaval: no hay ninguna organización, siquiera pequeña, cuyo objetivo sea establecer qué pasó, cómo pasó y quienes fueron los asesinos inmediatos y mediatos. Ni siquiera Laura Guinsberg, la más tenaz de los familiares , que sucumbió a la tentación trotskista de limitarse a echarle toda la culpa -así, genéricamente- al Estado argentino, aun cuando sea claro que el ataque estuvo inscripto en una trama internacional.

¿Para qué hablar de los demás?

Me subleva casi no encontrar quienes no se hayan plegado consciente o inconscientemente al consenso israelí-norteamericano-menemista: erigir una versión completamente falsa acerca de los motivos y el modo en que se llevaron a cabo ambos ataques. Que tantos se hagan los tontos ante lo que a mi me resulta una evidencia cristalina: que ambos ataques fueron ajustes de cuentas entre los partícipes de una trama internacional de tráfico de armas y drogas (¡y del lavado del dinero obtenido!) que se puso en marcha hace un cuarto de siglo con el Irangate o affaire Irán-contras y que ya jamás se detuvo.

Un trasiego motorizado, entre otros, por los servicios secretos de Israel, Siria, Estados Unidos y Arabia Saudita y en el que participaron y sigan participando gángsters árabes que se dan la gran vida en la Costa del Sol, pero también de otras muchas nacionalidades, incluídos israelíes.

Es por eso que, contra toda evidencia, se sigue manteniendo contra viento y marea la falsa historia de los ataques cometidos con camionetas rellenas de explosivos, y se siga ocultando celosamente que todo indica que los dos fueron ejecutados aprovechando que tanto la embajada de Israel como la AMIA estaban siendo sometidos a refacciones, para «colar» los explosivos entre los materiales y de construcción y conseguir sendas «implosiones».

No se trata de meras suposiciones. De acuerdo a ley vigente, debería hacerse caso de lo dicho por dos testigos calificados. Gabriel Villalba miraba atentamente hacia la puerta de la AMIA desde la esquina de Pasteur y Viamonte y describió con minucia las dos explosiones que se produjeron -la primera adentro del edificio, la segunda en la vereda-. Villalba, que vigilaba precisamente que no apareciera una camioneta Trafic del STO que lo multase o le pusiera un cepo a su camioneta mal estacionada para hacer carga y descarga fuera de hora, sostuvo enfáticamente entonces y sigue sosteniendo ahora que no hubo camioneta-bomba.

Otro testimonio clave es de Luisa Miednik, la veterana ascensorista de la AMIA, que se refirió a una camioneta que descargó bolsas de materiales (tipo cal) que se guardaron adentro del edificio escasos minutos antes de la explosión.

En ambos casos -para gran alivio de Menem, cuya familia política y estrechos allegados aparecieron involucrados desde el primer allanamiento, efectuado el mismo día de la tragedia- fue Israel el principal sostenedor de estas mentiras preparadas ex profeso para desviar las investigaciones. Y es que la existencia de las supuestas camionetas-bombas remite automáticamente a choferes suicidas y éstos a fanáticos musulmanes con turbante y chilaba.

La figura del fedayín-kamikaze no sólo era útil para descargar todas las culpas sobre Irán sin entrar en mayores detalles, sino imprescindible para ocultar que quienes pusieron materialmente las bombas y las hicieron detonar -por encargo- fueron argentinos, miembros de una extensa banda dirigida por altos oficiales de la Policía Federal (los mismos que durante la dictadura integraron los «grupos de tareas» que secuestraron, torturaron y asesinaron a miles de personas). Banda cuyo objetivo principal no era, por cierto, poner bombas, sino ganar mucho dinero a través del robo y duplicación de automotores, el tráfico de cocaína, etc.

Investigar los ataques suponía exponer a la luz esta trama doméstica. Como resulta obvio, no había policía que estuviera en condiciones de hacerlo, y -por si las moscas, desde el Poder se ordenó ocultarlo todo, tal como prueba la desaparición simultánea de dos juegos de 66 casetes en dependencias de la SIDE (originales) y de la Policía Federal (copias).

Esas casetes contenían, entre otras cosas, las arduas negociaciones entre agentes de ambas reparticiones, el prófugo Telleldín y su mujer, Ana Boragni, tendientes a lograr la entrega de Telleldín y que él y su mujer a cambio de que ambos dieran la falsa versión de que le habían entregado la Trafic sospechosa a un grupo de chinos o coreanos que se desplazaban en un Mitsubishu Galant de color azul.

Había que desviar la investigación porque, de identificarse a los autores materiales podría establecerse quienes los habían contratado, y si se identificaba a éstos se vería cuan próximos estaban del Poder, tanto local (Menem) como internacional (Siria), lo que hubiera permitido establecer lo que -si se sabe mirar- está a la vista. Por ejemplo que, tal como le informó rápidamente la CIA al gobierno argentino, el ataque a la AMIA estuvo directamente relacionado, entre otras cosas, con el derribo de un avión en Panamá al día siguiente, atentado que a su vez está directamente vinculado a la «mexicaneada» de 20 millones de dólares provenientes de la venta de cocaína colombiana en Italia.

Para que estas identificaciones no pudieran hacerse y se expusiera a la luz a quienes participan del tráfico mundial de armas y drogas, el hermano presidencia Munir Menem intervino ante el juez Juan José Galeano para que liberara al sirio Alberto Jacinto Kanoore Edul, nexo entre la supuesta Trafic bomba y el volquete depositado en la puerta de la AMIA minutos antes de su voladura, y el entonces ministro del Interior Carlos Ruckauf, el nuevo jefe de la Policía Federal, comisario Juan Adrián Pelacchi y un coronel involucrado en el tráfico de armas a Croacia, Bosnia y Ecuador intervinieron a fin de que hiciera lo propio con los dueños de aquel volquete, el libanés Nassib Haddad y uno de sus hijos, quienes habían comprado una enorme cantidad de amonal, el explosivo con que se cometió el ataque, sin poder justificar su uso.

Al mismo tiempo, la CIA y la DISIP (servicios secretos venezolanos) sacaban de la galera un émulo iraní del Superagente 86, Manoucher Moatamer, quién se puso a fabular camelos dignos de Fidel Pintos, y el presidente Carlos Menem puso de inmediato a disposición del juez y de los fiscales el avión presidencial Tango 01 para que se fueran a entrevistarlo a Caracas.

Al regreso, un conmocionado Galeano se dirigió directamente a la residencia presidencial de Olivos para enseñarle a Menem un video de los interrogatorios en el microcine, pero el Presidente (que sabía perfectamente que todo era un montaje) se durmió.

Lo único impactante del testimonio de Moatamer fue que dijo que en pocos días iba a haber un atentado antijudío
en Londres y así fue: una mujer palestina llevó un coche con una bomba a una cuadra de distancia de la embajada de Israel y lo hizo detonar con gran estruendo y rotura de vidrios. Scotland Yard consideró principal sospechoso de haber financiado ese ataque sin víctimas a Rodolfo Galimberti, quien conocía muchos palestinos desde su entrenamiento en los campamentos de fedayines en el Líbano al estallar la guerra civil (1975) que asoló a ese país, y para entonces trabajaba tanto para la SIDE (Sala Patria) como para la CIA.

Mientras estas maniobras se sucedían, Carlos Vladimiro Corach, su vecino de Country Raúl Beraja y un nutrido elenco batían el parche de que los ataques habían sido «fundamentalistas». ¡Hasta quisieron endilgárselos años después a Osama Bin Ladin!.

El carozo del asunto es que si el embajador Fulano, el banquero Mengano, el traficante Zutano y el funcionario Perengano están asociados en una trama delictiva y se roban entre ellos; si como consecuencia de ello hay atentados con muchos muertos del todo inocentes («daños colaterales», aunque en este caso fueron buscados para acrecentar el poder de retorsión), no puede esperarse que el banquero cuyos empleados asesinados salga diga la verdad.

Ni siquiera algo remotamente parecido. Antes dirá, impávido, que el ataque fue cometido por extraterrestres. Y si quienes tienen que investigar son miembros de la misma banda de delincuentes (especializada en la duplicación de automotores y el tráfico de cocaína) a la que también pertenecen los auores materiales del ataque, esperar que el crimen se resuelva es esperar un milagro. Y hacer como que uno espera tal cosa es desbarrancar en el cinismo.

Quienes de buena fe deseén mayores precisiones, puedo ofrecérselas. Mientras, los hipócritas o perezosos pueden echarle todas las culpas al inimputable del ¡todavía! juez Galeano. Yo no me olvido: tengo muy presente la cara de gansos que pusieron cuando hace siete años taché públicamente a Galeano de «delincuente».

Tengo presente como defendieron lo indefendible cuando Jorge Lanata mostró por TV como Galeano inducía a Telleldín a acusar falsamente a un grupo de policías para desviar la investigación hacia una vía muerta. Son los mismos caralisas que están buscando ahora conexiones entre los atentados de Londres y los de Buenos Aires, que subrayan que al parecer hubo allí suicidas para darle alguna sustancia a la hipótesis de que los haya habido aqui, el único país del universo donde se supone que las camionetas-bomba se desvanecen en el aire.

Los mismos que cuando dentro de un año se cumpla un nuevo aniversario del 18-J volverán a ponerse esa careta que aúna gestos de dolor y estupor, de desconcierto.

Los mismos que una y otra vez volverán a practicar el viejo deporte de hacerse los boludos, tomándonos por boludos superlativos, por repelotudos.

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