Hannah Arendt, 30 años después: “Nuestra identidad, indigna”

Por Mariana Blengio Valdés, gentileza de Semanario Brecha, especial para Causa Popular.- Ya casi pasan cinco años de un siglo de guerras, de conflictos, de genocidios.

El siglo de Einstein y Nobel, Arendt y Cassin, de Paulo Freire y Mario Benedetti. Un siglo en el cual hombres y mujeres, por el solo hecho de expresar ideas y transformarlas en palabras, se vieron obligados a buscar refugio para sobrevivir. Y aun así, con la tristeza del exilio, enfrentaron el miedo ahogando el silencio y la resignación. En el siglo XX los avances científicos agravaron la atrocidad demencial de la guerra y la potencia destructiva de las armas, haciendo vertiginosa la destrucción a través de la física. La discriminación humana volvió a fundamentar su validez en macabras teorías.

Un siglo que albergó décadas en las cuales se produjeron masivas violaciones a los derechos humanos en todo el mundo. El bombardeo de Jinzhou en China por el ejército japonés, o el del Guernica en España por la Alemania nazi, fueron tristes anticipos de la destrucción en tantos otros lugares, como Nagasaki e Hiroshima.

Entre otras manifestaciones, la historia se hizo arte en la inmortalización que Picasso diera a la desesperación de la muerte, grabando en nuestras retinas imágenes de terror que conjugan miradas aterradoras en las cuales la desesperación humana se confunde con la animal. Con ello el artista expresó su indignación por la violación al respeto de la vida.

Interrogado por los nazis en París sobre la autoría de su “Guernica”, no dudó en contestar:

– “Ustedes lo hicieron.”

En 1945 la explosión de la bomba atómica en Hiroshima produjo múltiples efectos destructivos. De los miles de testimonios recogidos surge la descripción de que a casi un quilómetro del lugar del estallido un hombre fue lamido por las llamas. Salvo la piel de la cintura que llevaba cubierta con una faja, el resto de la espalda sufrió destrucción total de los tejidos.

A las ocho semanas de la explosión las víctimas que se vieron expuestas a la radiactividad comenzaron a sufrir la caída del cabello. Poco tiempo después, se informó del primer caso de cáncer de pulmón entre los sobrevivientes. Más tarde, se demostró la relación entre el cáncer y la explosión radiactiva. A la fecha el número de casos es incalculable. Los registros de cáncer de tiroides, de mama y leucemia entre los habitantes que no murieron son elevadísimos.

Por su parte el valor de la vida antes de nacer también sufrió la bomba. La acción intrauterina de la radiactividad en la séptima semana de gestación produjo microcefalia en innumerables niños y niñas.

La casi totalidad de estas víctimas fueron y son civiles.
En Hiroshima se violó el más fundamental de los valores humanos: el vivir. Sin embargo, nada ni nadie detuvo otras formas de destrucción en los años que siguieron a aquella detonación.

En esa misma década, se sucedieron en materia de responsabilidad penal internacional los juicios de Nuremberg. En este tribunal se juzgó a nazis que cometieron crímenes aberrantes cuya descripción conmueve e indigna. Sin dejar con ello de lado la ineludible y necesaria reflexión sobre la procedencia de las garantías del debido proceso y la aplicación de la pena de muerte como castigo a una macabra e incalculable maldad perpetrada por una maquinaria cruel de seres humanos.

Con ello, en el plano normativo, y sin perjuicio de anteriores antecedentes, los crímenes de guerra y lesa humanidad pasan a formar parte, con verdadera vigencia, de una categoría del mal necesariamente punible.
Analizar exhaustivamente Hiroshima y Nuremberg partiendo de las preguntas del ayer para transportarnos al hoy es una clave ineludible para la construcción del derecho de los derechos humanos.

Estudiar sus causas y consecuencias es hoy un elemento que permite arrojar luz a dicha construcción. Eso debido a que Hiroshima y Nuremberg, a partir del concepto de destrucción, justicia y necesidad imperiosa de paz, vinculan los elementos de indivisibilidad e interdependencia que nutren la idea misma de la vigencia de los derechos de la persona humana.

A la Segunda Guerra Mundial siguieron Vietnam, Corea, Guatemala, Uruguay, Argentina, Chile, Paraguay, Brasil, Colombia, Irak. Y de esa enumeración incompleta de desgarradores procesos se hace evidente una vez más el abismo entre la realidad y la norma. Mientras en los hechos las contradicciones se suceden y la vigencia y eficacia de las organizaciones internacionales sufren cada día nuevos embates, puede rescatarse una cierta conciencia internacional basada en estándares de protección de los derechos humanos, que nutre intermitentemente el derecho interno de cada Estado.

A tres años de Nuremberg e Hiroshima, 48 países dieron el sí a la adopción del texto de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, documento que de una u otra forma fue integrado en los textos de máxima jerarquía en muchos países. A 18 años de la Declaración Universal, un número mayor de estados aceptó vincularse convencionalmente a dos pactos que agendaron derechos civiles, políticos, sociales, económicos y culturales.

Y a partir de allí, una cantidad mayor de países comenzó a aceptar su vinculación convencional a sistemas que apostaron a no tolerar la discriminación racial, la tortura, la desaparición forzada, el terrorismo de Estado, bregando entre otras múltiples acciones por reafirmar a la mujer como sujeto de derecho, partícipe fundamental de la vida social, cívica, cultural, económica y política de todo país.

En este enorme proceso la problemática de la responsabilidad penal internacional fue rompiendo las fronteras de las soberanías, desafiando la más triste y macabra imaginación del poder destructivo de la maldad.

ARENDT. ¿Es banal el mal?, nos obliga a reflexionar Hannah Arendt.

El 21 de diciembre se cumplieron 30 años de la muerte de Arendt, filósofa de origen judío nacida en Hannover. Arendt estudió en su país natal, con la gran influencia teórica de Martin Heidegger, uno de los filósofos más relevantes del siglo XX, acusado de apoyar indirectamente al nazismo a través de la discriminación a los judíos. A los 24 años Arendt ya había defendido su tesis doctoral sobre “El amor en San Agustín” apadrinada por Karl Jaspers, su confidente.

La relación de amistad que inició a los 18 años con Heidegger (35), católico alemán casado con Elfriede, una mujer comprometida con el nacionalsocialismo, comenzó con un idilio secreto en febrero de 1924.

Tal cual lo define Julia Kristeva en El genio femenino: H A, la “fuerza de aquel vínculo entre la discípula y su profesor se igualó por su imposibilidad”. En 1933, el mismo año que Arendt huyó de Alemania para refugiarse en Francia y luego desembarcar en Estados Unidos, Heidegger asumió el cargo de rector de la Universidad de Friburgo, con todas las condicionantes que ello implicaba.

Lo hizo en reemplazo de su predecesor, de ideas socialdemócratas, destituido por negarse a aceptar la orden del gobierno de que los profesores judíos debían tener vedado el ejercicio de la docencia. La medida se hizo efectiva durante el mandato de Heidegger.

La relación entre Arendt y Heidegger se truncó en ese año, en cuya primavera Arendt se sustrae a la Sho’ah con el exilio. Al fin de la Segunda Guerra Mundial, el vínculo intelectual y humano fue retomado y sobrevivió hasta la muerte de ella (diciembre de 1975), pocos meses antes que la de él (mayo 1976), y se mantuvo a pesar del océano durante toda la vida. Así lo testimonia su correspondencia personal con el mismo Heidegger, al igual que la mantenida con su íntima amiga, la escritora estadounidense Mary Mc Arthy luego de la guerra.

La infinita reflexión a la cual obligan las obras de Arendt permite vislumbrar una preocupación permanente por la esencia de la vida y la dignidad. Sus estudios Los orígenes del totalitarismo, La condición humana y La vida del espíritu interpelan en el día de hoy la filosofía, el derecho, la historia y la ciencia política a nivel mundial.

En su polémico libro Eichmann en Jerusalén Arendt se pregunta y critica en forma temprana la vigencia y legitimidad de las formalidades del juicio a ese criminal nazi, preguntándose, entre otras muchas interrogantes, sobre la invalidez del secuestro frente a la lógica jurídica de la extradición y la pena de muerte como castigo a la brutalidad sin límites. En la obra jamás elude la bestialidad anormal del mal.

El juicio de Jerusalén analizado por Arendt habilita a interrogar e interpretar la vigencia del Estado de derecho internacional, semilla de reflexión sucedida por interesantes desarrollos doctrinarios en el mundo entero.
En el verano de 1950, Hannah Arendt requería desde su más profunda convicción la búsqueda de salvaguardias para la dignidad humana.

Mientras tanto, la mujer, cuyo rostro ya no albergaría aquellos ojos jóvenes cargados de inocente ilusión, auguraba que esa búsqueda de salvaguardias que permitan asegurar la dignidad “sólo puede ser hallada en un nuevo principio político, en una nueva ley en la tierra, cuya validez debe alcanzar esta vez a toda la humanidad y cuyo poder deberá estar estrictamente controlado por entidades territoriales nuevamente definidas”.

Cincuenta y cinco años después, la dignidad humana aún sigue en la búsqueda de su salvaguardia.

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