Guatemala, la obstinación de la muerte

La bestia de seda negra cargó sobre la procesión de antorchas y los ahogados se desbandaron por la playa.
Luis Cardoza y Aragón.

Llueve en ciudad de Guatemala. Un semáforo detiene nuestro auto y alcanzo a ver un patojo, de innegable ascendencia quiché-maya, que aparece y desaparece al ritmo asmático del limpiaparabrisas. El niño no tiene más de diez años. Tozudo, como la lluvia, intenta un imposible simulacro de malabarismo, tres pelotas pasan enmarañadas por sus manos rumbo al cielo, una se perderá enseguida. El semáforo no da tiempo a otra chance, como su realidad.

Bruce Harris, director de la organización no gubernamental Casa Alianza, una entidad en defensa de los derechos de los niños, reveló que entre unos 35 mil y 50 mil niños son obligados a prostituirse en Centroamérica.

Intento adivinar en qué esquina este patojo se encontrará por fin con la violencia. La ciudad de Guatemala es hoy la más peligrosa de Centroamérica, el país latinoamericano con más alta tasa de homicidios: se cometen 70 asesinatos cada 100.000 habitantes.

Me quedo pensando en la obstinación del patojo y la lluvia. Me quedo pensando que nada en Guatemala es más obstinado que la violencia.

Los tratados de paz de 1996

En 1996, el país logró salir de una matanza de 36 años, en la que más de 200.000 personas fueron asesinadas y 50.000 desaparecidas. Aproximadamente un millón de guatemaltecos debieron desplazarse de sus lugares o partir al exilio. Más de cuatrocientas aldeas y pueblos, en su gran mayoría de ladinos o quichés, fueron arrasados por el ejército, formado de quichés y ladinos.

Aquel patojo, el del semáforo, es la primera generación, en muchas, de guatemaltecos que nació sin guerras. Los acuerdos de paz fueron firmados en 1996 por el gobierno de Guatemala y la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG) una formación rebelde que ha aglutinado a las tres grandes organizaciones insurgentes: las Fuerzas Armadas Rebeldes (F.A.R), la Organización del Pueblo en Armas (O.R.P.A), y el Ejercito Guerrillero de los Pobres (E.G.R.). Esos tratados nunca han sido respetados por los diferentes gobiernos que se han sucedido desde entonces.

Guatemala tiene alrededor de once millones de habitantes. Más del 60% de su población forma parte de los 22 grupos étnicos indígenas, que son el sector social más desamparado. Las escasas e ineficaces políticas sociales del gobierno, nunca los abarcan.

En ciudad de Guatemala los asentamientos precarios son más de trescientos cincuenta. Esas champas están habitadas en su gran mayoría por descendientes del culto y refinado imperio Maya. Más de siete mil guatemaltecos abandonan por mes el país, tras una quimera llamada “el norte”.

Pareciera que la muerte se hubiera obstinado con Guatemala. Si la devastación de terremotos y huracanes fuera poco; si los reflejos de la guerra que perduran y persiguen a la población fueran poco; si la irrupción de las Maras —multitudes de jóvenes desangelados sin marco afectivo, ni social que las contengan, que han salido a las calles, en las que han vivido desde siempre, a intentar la vida loca; entiéndase hacer lo que se les antoja hasta que la bala pertinente dé con ellos— fuera poco. Si la corruptela gubernamental y la incorporación al ALCA y el proceso de paz traicionado, fueran poco; desde 2001, a la antigua nación de los Quichés la asola una feroz epidemia: el asesinato de mujeres.

La indiferencia del mundo

La mítica y muy mexicana ciudad de Juárez, una de las puertas más transitada a los Estados Unidos, hace ya quince años ocupa importantes lugares en la prensa internacional por su legendarias matanzas de mujeres. Guatemala supera las cifras de muertes, en menos de la mitad del tiempo, con una población sustancialmente menor y el mundo parece no enterarse.

En Guatemala es asesinada una mujer de cada diez y no hay fuerza capaz de detener la masacre, que ya supera los tres mil quinientos casos desde el año 2001. De feminicidio, calificó la Premio Nobel de la Paz Rigoberta Menchú a la avanzada asesina.

Las formas de la muerte son múltiples: por estrangulamiento, baleadas, acuchilladas, mutiladas, previa tortura y violación. Sus cuerpos son amputados, mucha veces con toscos serruchos, sus uñas arrancadas y con frecuencia, en un último alarde de sadismo, sus vísceras revueltas. Suelen aparecer atadas de pies y manos. En algunos casos, la perversión hace que esas ataduras sean hechas con alambres de púas como fue el caso de María Isabel Veliz Franco, una muchachita de 15 años, a quien sus atacantes abandonaron todavía con vida en un basural a las diez de la noche del 17 de diciembre de 2001. Según informes, alguien denunció a la policía el hallazgo, pero la ley esperó al día siguiente para levantar directamente el cadáver.

Quizá el caso de María Isabel, por ser uno de los primeros y de una angustiosa tipicidad se ha convertido en el más emblemático, pero son muchas las mujeres guatemaltecas que con empecinamiento aparecen en costales, bolsas plásticas, en barriles o son lanzadas a los barrancos desde vehículos nunca identificados.
En febrero de 2001, se registra el primer caso oficial. Un lugar común de novela negra, algo demasiado típico para llamar la atención: una prostituta estrangulada en la habitación de un hotel de paredes descascaradas, de pasillos mugrientos y mal iluminados, en la poco recomendable Zona (barrio) 7 de la capital. Los informes cuentan que junto al cuerpo un escueto mensaje rezaba «muerte a las perras, ya regreso». Poco después, en un hotel cercano al primero, otra prostituta apareció estrangulada junto a otro mensaje, tan escueto como el primero: «odio a las perras». Había regresado.

Estadísticas de la muerte

El año 2001 cerró con casi una docena de mujeres del oficio asesinadas, las que se sumaron a la centena de mujeres muertas a lo largo del año. Las autoridades han detectado que algunas de ellas han sido ultimadas para vengar alguna “ofensa” inflingida por las víctimas o algún pariente de éstas, o simplemente, fueron el terreno apropiado para que las maras puedan mostrar su coraje a sus rivales.

Una joven de 17 años que apareció en un baldío cercano a la colonia Finca la Azotea, en Jocotenango, departamento de Sacatepéquez, tenía escrita en una de sus piernas la palabra “venganza”. Los patrones que identifican a las víctimas son repetidos. La mayoría son mujeres entre los 14 y 35 años de edad —aunque figuran en las estadísticas niñas y bebés—, generalmente pobres, generalmente indígenas, ladinas o emigrantes de países vecinos. Tan sólo entre marzo y abril de 2003, más de doscientas mujeres quiches fueron violadas y asesinadas.

El mayor número de crímenes se da, obviamente, en la ciudad capital Guatemala, con dos millones de habitantes, pero también ciudades del interior como Escuintla, Villa Nueva y Mixco suman preocupantes cantidades de casos.

Las víctimas son estigmatizadas por la sociedad, ya que las autoridades amortajan a todas con el título de mujeres fáciles, provocadoras o, sencilla y redondamente, como putas. La policía, ante su incapacidad, encuentra otro elemento en las víctimas que pareciera exonerarlas de la condición de seres humanos. Acusan a las muchachas de estar involucradas con las Maras.

Salir solas, vestir con coquetería, andar de noche, transitar libremente por la calle se ha convertido en una verdadera ruleta rusa para ellas, que en un promedio de cuatro a la semana mueren en Guatemala con una secuencia bastante precisa: primero, son secuestradas, luego torturadas, violadas, asesinadas y la labor termina deshaciéndose del cuerpo en cualquier sitio. La mayor parte de estas muertes ocurre durante horas de la madrugada en los fines de semana, especialmente los domingos.

Desde 2001, más de 3.339 mujeres fueron asesinadas. En aquel primer año, las muertes fueron doscientas; durante 2002 hubo 161 homicidios de este tipo; en 2003 el número de asesinatos llegó a 358; 2006 marca el record de 712 homicidios; en el primer trimestre de 2007 se registraron trescientas sesenta y cuatro muertes concluyendo el año en 590.

En enero de 2008 asumió la presidencia de Guatemala el socialdemócrata Álvaro Colom, quién hasta la fecha no ha podido revertir el fenómeno. A fines de agosto se acumulaban 460 de estos crímenes. Lo que significa más de 30 mujeres asesinadas al mes en un país de 12.728.111.

Los datos oficiales son poco fiables, ya que los registros en Guatemala son casi inexistentes; por ejemplo, en 2005, la estadística oficial indica 169 asesinadas, cuando diferentes organizaciones que analizan la problemática coincidieron en que la cifra real fue de 312.

El horror tiene cara de mujer

Las mujeres mueren en un escenario de mayor violencia que los hombres, quienes en su gran mayoría son muertos por armas de fuego. Las mujeres son violadas, golpeadas, acuchilladas y estranguladas.

Hasta ahora se han logrado 30 condenas: el 90% de los casos no se investiga y sólo el 1% concluye en condena.

La coyuntura macroeconómica del país chapín (así se conoce a Guatemala en el resto del istmo) funciona. La inflación es menor al dígito, el dólar se mantiene estable y la cifra oficial de desempleo esta perfectamente dibujada. Cualquiera de los números que haría brindar a los burócratas del FMI, se derrite dando un simple paseo por las Zonas 3, 4 ó 9. De acuerdo al Informe Nacional de Desarrollo Humano, (INDH) hoy existen más pobres en Guatemala que en 1960. Los índices de analfabetismo, mortalidad infantil y malnutrición se encuentran entre los más altos de la región y la expectativa de vida es una de las más bajas en América Latina.

En julio de 2004, el cadáver de Sandra Janet Palma Godoy, de 17 años, se descubrió junto a un campo deportivo. Le habían amputado el brazo derecho, los pechos, la mano izquierda y le habían arrancado los ojos y el corazón. Es difícil creer que una muchacha en 17 años haya podido hacerse odiar de tal manera, y esto nos acerca a la teoría de la diputada por Alianza Nueva Nación (ANN) y activista de Derechos Humanos, Nineth Montentegro, que sospecha que esta escalada de violencia de género conlleva cuestiones todavía más complejas. Algunos sectores impulsarían esta situación para crear en la población la sensación de anarquía, solo contenible con un gobierno de mano dura, al estilo del ex dictador, todavía con apetencias políticas, José Efraín Ríos Montt, uno de los hombres más sanguinarios de la historia latinoamericana.

Es cierto que Guatemala es una sociedad absolutamente machista, y la violencia intra familiar es de una cotidianeidad enervante. Recién en 1998 se derogó el artículo del Código Civil que exigía a las mujeres permisos de sus maridos para poder trabajar. Sin embargo, de esa condición recalcitrantemente machista a esta matanza hay una gran distancia, y es allí donde las palabras de la diputada Montenegro toman resonancia de disparo.

Los asesinatos de mujeres tiene ecos de la guerra civil: 36 años de violencia no se sepultan con un fallido tratado de paz.

La policía no está preparada ni técnica, ni éticamente para resolver la encrucijada. Ni siquiera toma huellas de las víctimas y los rastros que pudieron haber dejado los asesinos. De los 20.000 agentes que componen el cuerpo de la Policía Nacional Civil (PNC), tan sólo quince están abocados a la investigación de estos hechos, con la única ayuda de una computadora y un teléfono celular. Éticamente, están tan desarmados como en lo técnico. Frente a los llantos de la madre de María Isabel Veliz Franco, la contestación del oficial a cargo fue: “Bueno señora… no es pa´ tanto”.

La guerra civil como telón de fondo

Esta manera de matar nos devuelve a la guerra. Los cuerpos de la mayoría de las víctimas recuerdan a los trabajos de los Kaibiles, grupo contrainsurgente conocido por sus aberrantes metodologías de combate, que tomaron su nombre del príncipe maya Kaibil Balam, cara de tigre, que resistió a los conquistadores españoles. Los Kaibiles durante la Guerra Civil, utilizaron la violación, la tortura y la muerte de la población femenina a manera de trofeo, o solo para dejar avisos a los combatientes de las URNG.

Los Kaibiles han dado muestras de crueldad inusitada. La campaña de «tierra arrasada», aplicada entre 1978 y 1982 por el gobierno de Lucas García, tenía como fin desplazar a las comunidades rurales mayas del oeste y el noroeste del país, presumiblemente vinculadas a la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG).

Las operaciones de los Kaibiles y Las Patrullas de Autodefensa Civil (PAC). practicadas sobre la población civil registra los actos más aberrantes de la prolongada guerra guatemalteca, desde violaciones, torturas, fusilamientos masivos, exterminio de poblaciones enteras a garrotazos, como la matanza de las Dos Erres, la noche del 5 de diciembre de 1982, hasta la sospecha de prácticas de canibalismo con los enemigos caídos en combates.

Después de los Acuerdos de Paz en Guatemala en 1996, los Kaibiles y las P.A.C. se incorporaron al mundo de la delincuencia, redes del narcotráfico, robo de autos y escuadrones de la muerte, especializados en asesinar niños de la calle, indigentes y toda clase de estorbos sociales.

El primer presidente de la posguerra, Álvaro Arzú, fracasó en su intento de reconvertir a estos elementos de la contrainsurgencia en un cuerpo antinarcóticos a petición de los Estados Unidos. Los Kaibiles se reciclaron en una manera más desesperante del hampa, no solo en Guatemala, sino en colaboración con el narcotráfico mexicano como el grupo Zeta. Otra evidencia de que las cosas han cambiado muy poco desde los Acuerdos de Paz es lo sucedido la madrugada del domingo 21 de Noviembre de 2004, cuando mil quinientos campesinos sin tierra ocupantes de la Finca Nueva Linda, en el municipio Champerico, Departamento de Retalhuleu, fueron sorprendidos en sus champas en mitad del descanso para obligarlos a abandonar las tierras que reclamaban. El desalojo, recordó los días de la guerra. Esa madrugada murieron al menos 7 campesinos, hubo 40 heridos y otros tantos desaparecidos, entre ellos el dirigente Héctor Reyes, quién finalmente consiguió escapar. Se cree que después de ejecuciones extrajudiciales, los desaparecidos hayan sido enterrados en fosas clandestinas.

Prácticas como la de la finca Nueva Linda y la violencia ejercida sobre las mujeres remiten a esa guerra que los tratados dicen ha terminado, pero en Guatemala en cada esquina pareciera estar a punto de estallar una nueva batalla.

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