Fin de época

EDICIÓN ESPECIAL A 30 AÑOS DEL GOLPE MILITAR

Por Daniel Gurzi.- En 2001, y aunque muchos intenten ser ciegos a esa evidencia, Argentina estalló en mil pedazos. A esta altura es posible concluir que la dictadura militar 1976-82 marcó tan profundamente al país como para encontrar en ella un punto de arranque de la crisis terminal que vivimos en ese aciago diciembre. Para poder entenderlo, quizás resulte necesario remontarse atrás en el tiempo, no mucho según algunos o una enormidad para otros, hasta la década de 50.

En 1955, la Argentina, tal como se había transformado después de la segunda guerra mundial, no era funcional al poder tradicional, al que ahora le resultaba imposible extraer libremente sus plus-ganancias, disfrutar de las prebendas que emergerían del diseño del granero del mundo, el país vacuno diseñado por Roca y la generación del 80, y usar para su beneficio exclusivo un Estado que ya no le pertenecía, ni del que podía disponer por entero.

Ese granero del mundo ya era cosa del pasado, y no tanto por los sucesivos ensanchamientos de la política y la economía que habían significado la irrupción del yrigoyenismo primero y del peronismo después, sino porque había desaparecido el Imperio Británico, y con él, la vaca atada al palenque de la oligarquía vacuna.

Sobre esta virtud cardinal del poder tradicional, su sustancia cipaya, que giraría hasta terminar adecuándose al nuevo esquema de poder mundial con hegemonía norteamericana, y en cuyo seno no faltaban las contradicciones, operó el peronismo primitivo creando un germen, poco arraigado, de burguesía industrial nacional que en algún momento y en alianza con el movimiento obrero, el otro factor del trabajo, debería dirimir su supremacía con el poder tradicional.

Tres años mas tarde, la experiencia desarrollista (Frondizi y Frigerio) abortaría rápidamente, perdiendo una oportunidad de afianzar a esa burguesía. La asociación con el capitalismo norteamericano no logró salvar a Frondizi del cepo formado por la patria agro-exportadora por un lado, y el carácter proscriptivo, y por ende inestable, de la seudo-democracia existente, con un peronismo borrado del mapa, por otro, donde se incubaría la violencia política de los siguientes 20 años.

La debacle desarrollista provocó estupor en los sectores medios, afirmados o surgidos durante el peronismo incluso a su pesar, cuyo papel decisivo sería crucial en los próximos años: aportando cuerpos e ideología a los aires revolucionarios de los 70 contra la primera dictadura militar con aspiraciones totalitarias (de Onganía a Lanusse) y la fugaz primavera camporista, y apoyando sucesivamente la represión de la segunda de esas dictaduras (de Videla a Bignone), el arrepentimiento culpable de Alfonsín y luego la fiesta descomunal de Carlitos Menem, que acabaría con lo que quedaba del país en diciembre de 2001.

La Argentina que sobrevivió a esas tensiones es un territorio quebrado, en el que aquellos sectores medios, cuyo peso propio de alguna manera influyó como árbitro entre los dos modelos (el liberal, del país agroexportador, o el industrialista del peronismo, con un Estado cumpliendo un rol central junto a un movimiento obrero organizado), ya no existen.

Se los llevó la tablita cambiaria, la bicicleta financiera y la convertibilidad, tres placebos ideados para disciplinar, anestesiar, seducir y contaminar a un sector social que había tenido ascendiente en un país mucho más rico en matices y en oportunidades del que conocemos hoy en día.

Aunque la dictadura apuntó a la “subversión”, todos sus habitantes, sin excepción, asumimos la condición de sospechosos ante los grupos de tareas. Pero si el objetivo militar eran los eventuales guerrilleros, sus familiares e hijos, el objetivo estratégico llevado adelante por los ideólogos de la dictadura (Grondona, Perriaux, Martínez de Hoz, los Alemann, los Chicago boys) era desempatar, y no temporalmente sino de una vez y para siempre, pulverizando el modelo que había osado oponerse a la tradicional Argentina agroexportadora.

Por eso, al desaparecer el grueso de la actividad industrial, el valor cultural del trabajo y el empleo como aglutinadores sociales, también desapareció el movimiento obrero organizado, al menos el que durante los treinta años que corren entre 1955 y 1976, se basó en gremios fuertes, solidaridad institucional y cobertura social universal.
El alzamiento producido contra el general Onganía conocido como “cordobazo” (1968) había sido conducido por los obreros mejor pagos del país. Comparémoslo con el estallido de 2001.

En distintos grados de oportunidad y hondura, la dictadura militar y el menemismo coincidieron en tres ejes de ataque: 1) Desarmar prolijamente el Estado. 2) Operar culturalmente sobre los sectores medios. Las universidades, por ejemplo, se convirtieron en centros de reclutamiento de los grupos económicos concentrados y difusoras del pensamiento único que fundamentaba la Argentina pastoril. 3) La quiebra de la industria mediante la apertura indiscriminada provocó la desaparición del movimiento obrero.

La cooptación de las cúpulas gremiales fue un subproducto de esta política.

Los trabajadores desaparecieron como sector social, a quienes primero se persiguió, y en un segundo momento, puestos al borde de la desesperación y de ser expulsados del sistema, se los conformó con un módico subsidio de desempleo diseñado por el Banco Mundial.

Y no es que hoy no existan hoy trabajadores o sectores medios.

Los hay, aquí y allá, pero como resultado del derrumbe, son individualidades aisladas, anárquicas, vueltas sobre sí mismas, desamparadas o indiferentes.

Esto puso al poder tradicional en condiciones de afirmarse decisivamente dentro de un contexto mundial donde el imperio hegemónico exige hoy una cuota de acatamiento infinito y cuya influencia opera en los propios procesos mentales de sus víctimas.

A trazos gruesos, si a principios del siglo XX la oligarquía tradicional se enriqueció con la exportación de trigo y las vacas al centro del mundo, hoy un sector que gana en promedio 40 veces lo que el ingreso de la mayoría, lo hace con la soja y maíz transgénicos, patentadas en el imperio, y el petróleo, no siendo Argentina un país petrolero, con el objetivo de súper-explotar el suelo y el subsuelo hasta su agotamiento.

La profundidad de esta regresión fue tal que desapareció un paradigma de Nación, la base con que se construyó, se organizó, estableció las relaciones mutuas, entrevió su futuro y fue modelando sus aspiraciones la sociedad argentina.

La dictadura creó las condiciones para el florecimiento del menemismo. Hasta los personajes se repiten. El paréntesis alfonsinista, fluctuando entre la incapacidad y la connivencia, no hace sino confirmar la entidad de esta regresión histórica.

Gran parte de la legitimidad jurídica del menemismo se diseñó durante el proceso.

La convertibilidad supuso la renuncia a que el país poseyera una política monetaria propia gracias a la ley de entidades financieras diseñada en 1979, cuando se decidió que el Banco Central sería una entidad conducida por el sistema financiero internacional y no por las autoridades nacionales.

La ley de radiodifusión de la misma época sirvió para que los grandes grupos concentrados y sus comunicadores se quedaran con las emisoras públicas, el control del espectro de ondas y la capacidad de manipular culturalmente a la sociedad.

La municipalización de la enseñanza durante la dictadura, que quitó recursos al sistema y anticipará su anarquización, epilogaría en la ley federal de educación diseñada por el Banco Mundial (con sus resultados, como el estallido del sistema en la provincia de Buenos Aires) y la creación de medio centenar de seudo-universidades, mientras se sostiene un sistema público en el que los ganadores del sistema defienden una gratuidad injusta.

La vigencia de la democracia le permitió al menemismo contar con la legitimación social de la que aquella carecía. Pero a costa de banalizar a la propia democracia como sistema político institucional, porque el conjunto de la clase política, cooptada mediante el recurso del ascenso social, asistió impávida o colaboró activamente en ella. Si en la dictadura la política era una mala palabra, en los 90 se convirtió en el medio más eficaz de enriquecimiento para trepar por la pirámide.

Privatizada, sujeta a la manipulación del marketing y los consensos mediáticos, el desafío de la democracia consiste en encontrar nuevas formas de expresión que la conviertan en algo mas que un ritual periódico y no obligatorio, y que permitan saltar sobre las instituciones formales recorridas, todavía, por la misma privatización y superficialidad de los últimos decenios.

El fin de una época es la desaparición de los paradigmas sociales y nacionales que le dieron sustento. La única opción ante un colapso de tales características es un nuevo comienzo, asentado en nuevos paradigmas que permitan iniciar una nueva época, dentro de los cuales la vigencia irrestricta de los derechos humanos y la desaparición de la impunidad son condiciones insoslayables. Nada estable y duradero puede construirse sin normas, y éstas, para serlo, deben regir para todos, sin distinción de ninguna clase.

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