A pesar de que la presión internacional ha sido unánime en su condena contra el golpe de Estado en Honduras, el gobierno de facto de Roberto Micheletti se ha mostrado desafiante atrincherándose aún más en el poder que detenta. Lejos de conciliar posturas, se acompañó de declaraciones provocadoras y de disposiciones agresivas en un tosco intento por ser legitimado ante la opinión pública que lo observa día a día.
El gobierno de facto ha mostrado una gélida indiferencia ante el rechazo que ha suscitado el golpe fuera de sus fronteras. La suspensión de Honduras como miembro de la OEA o la exigencia de la ONU de restituir en su cargo al presidente legítimo de Honduras, Manuel Zelaya, no ha generado el menor aspaviento dentro del Ejecutivo golpista. Aún más: con una orden de captura todavía vigente contra su mandatario electo, Micheletti consideró que era mejor evitar el regreso de Zelaya y por tanto impedir el aterrizaje del avión con el que pretendía regresar al país.
Esta última decisión no ha sido gratuita: miles de televidentes quedaron impactados con las imágenes de aquellos instantes, en las que se veía cómo el avión en el que viajaban Zelaya y el presidente de la Asamblea General de la ONU, Miguel D’Escoto, sobrevolaba el aeropuerto internacional de Tegucigalpa ante la imposibilidad de aterrizar en la pista que había sido tomada por tanques militares.
Escaso favor les ha hecho esta afrenta que ha generado un gran interés mediático: en directo, Zelaya informó del peligro de que su avión fuera derribado por francotiradores, y en directo se informó de la muerte de dos personas como consecuencia de la represión contra los manifestantes que habían acudido a recibir al dirigente electo.
Pero el Gobierno de facto está lejos de abochornarse por los escándalos que se suceden. Poco pueden importarle a Micheletti las formas cuando ha designado como canciller a Enrique Ortez, que en un alarde de diplomacia se refirió a Barack Obama como un “negrito que no sabe nada de nada”, que aludió al presidente español con el comentario de “Zapatero a tus zapatos”, y que se negó a hablar de El Salvador por ser “un país tan pequeño que ni se puede jugar al fútbol porque se sale la pelota”.
Reciclaje político
Pero Micheletti se ha rodeado de algunos colaboradores que despiertan no menos inquietud que su representante de relaciones exteriores, y que se entroncan con uno de los períodos más siniestros del pasado de Honduras. Su ministro consejero, es decir, su más cercano colaborador, se llama Joya Améndola y además de haber sido integrante del Batallón de Inteligencia 3-16, fue fundador de otros escuadrones de la muerte como el Lince y el Cobra, con los que coordinó y ejecutó asesinatos y torturas durante la década de los ‘80.
El presidente de facto cuenta a su vez con el apoyo de la Conferencia Episcopal hondureña, cuyo dirigente es el cardenal de Tegucigalpa Oscar Rodríguez Maradiaga. El purpurado, quien habló en nombre de la Iglesia Católica para responsabilizar a Zelaya de la crisis política y para pedirle que no volviera, viene de una familia que formó parte de la dictadura de Tiburcio Carías Andino. Este general, que llegó al mando en 1932 gracias al respaldo de la United Fruit Company, ejerció una dictadura muy severa durante 16 años que contribuyó a que Honduras se convirtiera en lo que acabó siendo el sobrenombre del país centroamericano: una república bananera.
Del mismo modo que Micheletti ha hecho revivir a toda América Latina los golpes de Estado que se creían enterrados en el siglo XX, la fuerza de los militares que ahora se descubre en Honduras hace recordar una época que sufrieron no hace tanto tiempo varios países del continente americano y que tuvo como importante base de operaciones la Escuela de las Américas.
Uno de los generales que se ha graduado en este centro de adoctrinamiento es Romeo Vásquez, el jefe del Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Armadas que se negó a celebrar la consulta popular impulsada por Zelaya y que posteriormente desencadenó el golpe de Estado. De entre los más de 60.000 soldados que ha entrenado la Escuela de las Américas a lo largo de sus 63 años de existencia destacan otros dos militares: el general Juan Melgar Castro, que gobernó Honduras a finales de los ‘70, y su sucesor Policarpo Paz García, a quien se le atribuye el comienzo del asedio hondureño contra el Gobierno sandinista de Nicaragua.
Supervivencia del pasado
Y así se devela parte de la historia de Honduras, cuyos gobiernos siempre confiaron en el Ejército como uno de los principales sostenes en el ejercicio de su autoridad. Si la década de los ‘80 fue una de las épocas más sangrientas que vivió Centroamérica, Honduras ocupa un protagonismo esencial no sólo como el enclave que Estados Unidos tenía en la región para preparar y lanzar a la Contra nicaragüense, sino también como el principal bastión con el que hizo frente a la guerrilla del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional en El Salvador.
Aquellos años engendraron dos mecanismos que por sí solos garantizaban el entramado de intereses que tenía en sus manos la oligarquía hondureña. Uno fue la creación de la Asociación para el Progreso de Honduras (APROH), un movimiento anticomunista que aglutinaba a la élite política, económica y militar del país y que estaba presidida nada menos que por el jefe de las Fuerzas Armadas.
El otro engranaje que acabó de encorsetar la evolución política de Honduras fue la Constitución de 1982, pactada bajo la dictadura saliente de Policarpo Paz García y que pretendía ser el referente jurídico de la democracia que por entonces comenzaba. Ésta es la misma Carta Magna que sirvió de excusa para destituir al presidente Zelaya el 28 de junio y que hoy ya no parece tan importante en las manos de Micheletti, quien ha suspendido las garantías individuales que avalaban cinco artículos de la Constitución.
Mientras que el presidente electo de Honduras ha decidido mantener en secreto su fecha de regreso al país, su clase dirigente trata ahora por todos los medios de sostener un sistema de privilegios que, precisamente porque se ha ido consolidando a lo largo del tiempo, no está dispuesta a dejar de lado. Ya ha demostrado que no le importa ni quedar aislada ni instaurar un verdadero golpe de Estado, así sea a base de hacer saltar los mínimos derechos fundamentales. Es difícil creer que, dado que ya han llegado tan lejos, vayan a retroceder ahora en su aspiración por mantener alejados los alardes progresistas de Manuel Zelaya.
Por eso, y una vez más, todo depende de la capacidad de maniobra de la comunidad internacional, que se ve obligada a responder de nuevo ante el órdago que ha lanzado la pequeña nación centroamericana. Resignarse a la instauración de un gobierno de facto a partir de un golpe de Estado podría servir de ejemplo para las clases dirigentes de otros países, que podrían extraer conclusiones de la lección hondureña y coincidir en que, para sobrevivir a toda costa en el presente, es preciso a veces resucitar los fantasmas del pasado.