A Arturo Jauretche le encantaba aludir a imágenes gráficas al alcance del hombre común para afianzar y transmitir sus conceptos. Una, muy usada, decía que muchos gobernantes subían al caballo -o sea, al poder- por la izquierda, y bajaban por la derecha. Los ejemplos son varios en la historia argentina. Arturo Frondizi escribió el libro Petróleo y política desde el llano en 1954, un manifiesto nacionalista sobre los hidrocarburos y, cuando asumió el gobierno, firmó convenios con empresas petroleras que hasta fueron derogados por otro radical tiempo después, Arturo Illia. Carlos Saúl Menem parecía Facundo Quiroga en la campaña del 89 y luego llevó a los hombres de Bunge y Born a dirigir la economía. “Usted me votó, jódase”, titulaba provocativamente la célebre revista Humor. Como dijo en un aforismo implicado el escritor Alfredo Grande: “tu teorema es al revés Baglini, cuanto más cerca del Poder, menos radicalizado sos”.
Pero ¿qué pasa si un gobierno encara una política, en términos generales, por izquierda? Y vamos a ponerle nombre a la cosa en la actualidad crispada de la Argentina: Vicentín. Alberto Fernández miró a las cámaras y aludió a un término casi en desuso desde hace tiempo en el país: expropiación; abrió así una caja de pandora, desatando reacciones en todos los sectores sociales, la mayoría adversas. Por supuesto que la medida del gobierno probablemente estaba reñida con los principios republicanos (con un concurso de acreedores en ejecución), estableciendo por decreto la intervención estatal y enviando al mismo tiempo la ley al parlamento. El trámite desprolijo, amparado en una ley de Videla, brindó varios flancos a quienes criticaron la medida resaltando su inconstitucionalidad.
Si vamos al diccionario de la Real Academia Española, encontraremos que expropiar es “privar a una persona de la titularidad de un bien o de un derecho, dándole a cambio una indemnización. Se efectúa por motivos de utilidad pública o interés social previstos en las leyes”. La definición nos ayuda a no perder de vista lo importante, lo que apareció sepultado por las dificultades en el acatamiento de los formatos legales o republicanos: ¿es Vicentin de utilidad pública? Y, complementada a esa interrogación ¿qué rol debe cumplir el Estado en la regulación del comercio de cereales? Podría decirse que el gobierno “le regaló la idea de república a la derecha”, fallando en las formas y dejando sin tratar el fondo de la cuestión: la utilidad pública y el rol del Estado en la agroexportación, sector importante en la consecución de divisas y que sabe influir con movimientos especulativos en temas tan sensibles como la valorización (o desvalorización) de la moneda argentina. Las formas hacen perder (o retroceder) en la lucha por aquello que resulta vital.
En una de las marchas en oposición a la medida, una pancarta rezaba “en democracia, la palabra expropiación no está permitida”. Vinculando expropiación con autoritarismo, a medida coercitiva y echando un velo sobre el interés social. Entonces, siguiendo esta máxima deberíamos imaginar que las privatizaciones encaradas en los años 90 fueron para siempre y que, si vender las empresas fue un hecho democrático, recuperarlas sería cuestión de déspotas. Una avalancha contundente de rechazo a la medida acaparó los medios de comunicación, y la oposición se abroqueló monolíticamente en las Cámaras, clausurando el debate y cerrando prácticamente toda posibilidad de diálogo.
Tuvo lugar la negociación entre Estado, empresa y los gobiernos locales de la provincia de Santa Fé (tanto intendencias como gobernación). Luego de verbalizar un apoyo inicial viraron hacia la consideración de una “propuesta superadora” a la expropiación. Ya no sabemos en qué terminará el litigio, que incluye también un fallo judicial que denigró al rol de veedor al interventor del Estado.
Quiero apuntar aquí algunas cosas respecto a las reacciones que produjo la pronunciación casi diabólica de la palabra expropiación. En particular, hay que hablar de los sectores progresistas. Circularon razonamientos que apuntaban a criticar la nacionalización por tratarse de una forma de “estatizar la deuda” de la empresa. Ante esta impugnación, uno debería colegir que las privatizaciones de los años 90 fueron adecuadas porque las empresas eran deficitarias, y el Estado se sacó de encima esa presunta sangría de los ingresos públicos. En el mismo sentido, cuando el primer peronismo nacionalizó los ferrocarriles, muchos impugnadores le cuestionaron que estaba “comprando hierro viejo”. Scalabrini Ortiz los rebatió diciendo: “con los ferrocarriles, comprás soberanía”. El monto empleado en la indemnización es un tema de expertos, pero es indudable que el Estado pudo definir los precios de los fletes, estimulando la actividad económica y la integración de las localidades del país con la propiedad de los ferrocarriles.
En el caso de Vicentín, también algunos apuntaron a la presunta insignificancia de la empresa en el comercio de granos. Pero, lo que sin dudas no fue insignificante, fue lo que generó el anuncio de la medida, que dio lugar a banderazos, cacerolazos, concentración de la oposición rancia de derecha y el desmarque de las administraciones locales de la osadía. La sola mención de la palabra espanta. ¿Y entonces? Uno podría hacerse la pregunta de cómo avanzaría este país hacia la justicia social, a una equidad distributiva, si tocar un interés es tan costoso e incluso rechazado por sectores significativos de la sociedad que no son propietarios de otra tierra que la de sus macetas.
Es decir, que las medidas de mayor redistribución nazcan espontáneamente, sin cambiar absolutamente nada ni tocar los intereses creados por la extranjerización del comercio exterior. ¿No es incluso este sueño del progresismo de buenos modales afín a la teoría del derrame de matriz neoliberal? La distribución y la equidad nacerían así del propio desenvolvimiento del capitalismo derramando los frutos de su crecimiento, un vaso desbordante del que los de afuera rescatarán algunas gotitas. ¿Se puede encarar una medida progresista sin afectar a nadie? En épocas expansivas de la economía, es muy probable, aunque aún así significaría dar a unos lo que se podían haber apropiado los sectores concentrados. En épocas de pandemia y retracción económica será todavía más difícil apostar a medidas progresistas sin tocar absolutamente nada. ¿Por qué la palabra expropiación generó tantas reacciones y, en su momento, la palabra privatización, que podría ser considerada su reverso, no provocó absolutamente nada?
El neoliberalismo, se busca convertir entonces en custodio de la república y la democracia, y toda medida distributiva será tildada de autoritarismo. Mientras que la perversa rueda capitalista acumula las riquezas y las desigualdades en el mismo movimiento, toda intención mínimamente igualitaria será vista como una obstrucción a su desenvolvimiento. Como una anomalía que será abominada en una sola voz tanto por los conservadores recalcitrantes como por los progresistas de pacotilla. Porque ¿qué se pone en juego? El orden. Un orden que ya no es sinónimo de progreso, como soñó en su momento el positivismo. Un orden que lleva de la mano a la pobreza y vulnerabilidad de vastos sectores de la población. Orden y pobreza. Bienvenidas estas semanas en que esa palabra vindicadora y rebelde volvió a sonar. Al menos, revolvió el avispero y puso en arenas movedizas las certezas de unos cuantos. El final permanece abierto, en la puja de actores con intereses dinámicos y donde se entrecruzan muchas cosas en una ensaladera casi enloquecedora. La integran también cuestiones de forma y lo que siempre se pone en juego: la posibilidad concreta de soñar con un país un poco más justo para todos. Una democracia con utopías posibles, donde vuelvan de alguna forma a ponderarse la utilidad pública y el interés social.