“Etnocaceristas” en Perú: el nuevo misterio de los leones calvos

Por Rolando Mermet y Julio Fernández Baraibar, especial para Causa Popular.- Un hecho muy singular concentró, hace un par de meses, la atención de los suramericanos. En Andahuaylas, en el altiplano de Ayacucho, en la misma región donde años atrás Sendero Luminoso había impuesto su régimen de terror campesino, un grupo integrado por militares de baja graduación y civiles de extracción humilde y de ascendencia indígena, agrupados bajo la definición política de «etnocaceristas», había tomado la comisaría y el pueblo y, recién después de duros enfrentamientos con muertos de ambos lados, depusieron su actitud. El hecho fue visto como una importante amenaza al tambaleante y miserable gobierno del economista de los organismos internacionales, el «cholo» Alejandro Toledo.

Aparecieron entonces los interrogantes acerca de qué era esto del «Etnocacerismo», quien era o había sido Cáceres, por qué se mencionaba su nombre como inspirador del movimiento y, por fin, qué eran estos rebeldes, ¿de derecha o de izquierda?, según la reduccionista visión de la globalizada pobreza mental del periodismo contemporáneo.

El articulista de Página 12 (que firma la primera nota a continuación de esta), efectúa una buena descripción sobre los aspectos «aparenciales y superficiales» del fenómeno del Etnocacerismo, pero sucumbe, no obstante, al uso de sus anteojeras eurocéntricas y de modelos sociológicos de sastrería (de confección y no a medida), y con ellos no logra comprender ni interpretar nada de lo que ve y describe.

Así, el Humalismo es asimilado mecánicamente al nazismo, y aspectos originales como cierto cariz milenarista del movimiento, es tildados de «indigenismo degenerado» o descarriado.

Todo lo que no encaja en el molde europeo, no existe. El autor, no logra avanzar un centímetro en los por qué del surgimiento de este movimiento tan profundamente cuestionador del status quo, y expresión vital de la desesperación y falta de destino de buena parte del campesinado y la baja oficialidad del Perú, ante el modelo liberal de capitalismo dependiente.

¡Como si el nacionalismo de un país imperial pudiese asimilarse al nacionalismo de un país oprimido! Estos ejercicios «teóricos» ya los realizaron con resultado conocido Juan b. Justo, Victorio Codovilla y Américo Ghioldi, hace más de 50 años, y aún se los sigue rescatando del arcón de las antiguallas, cada vez que algo no encaja en el molde.

Nada se nos dice tampoco sobre el «velazquismo» de los humalistas, es decir, de la reivindicación de la presidencia del militar nacionalista Velazco Alvarado.
El «Santo Grial» del cual se burla el artículista, («la reunificación de las tres repúblicas incaicas, Bolivia, Ecuador y Perú» en una especie de República Arabe Unida al uso andino), no deja de ser una interesante intuición de los Humalistas de la Unidad Continental, ante la inviavilidad de la división artificiosa de nuestra Patria balcanizada.

Hay en esa intuición, o en la convicción de que la democracia colonial no resuelve ninguno de los problemas de los habitantes de los sectores populares concretos de nuestra América, mucha más «racionalidad» y menos «locura» de lo que el articulista cree.

La reivindicación como sujeto del cambio, de lo indio, en unidad con el cholaje, de los «cobrizos»,como los denominan los humalistas, va mucho más allá de las formulaciones y postulados «teóricos» de los «indigenistas» secesionistas tan al gusto socialdemócrata europeo (y que ese mismo órgano de prensa no deja de rescatar en cada oportunidad en que se presenta), y se asemeja más -en ese sentido- a algunos planteos del «CONDEPA» boliviano, en tanto reivindicación de lo criollo como sujeto y síntesis.

El segundo artículo tiene su origen en el mismo Perú y en este caso nos encontramos ante un amplio conocimiento del autor sobre el tema descripto y una comprensión y explicación de la naturaleza del problema que el «Etnocacerismo» y sus jefes expresan y combaten.

Es nuestro deber tratar de comprender con nuestras propias herramientas de análisis, las particularidades y especificidades de los movimientos reivindicativos de nuestros pueblos. Estos movimientos tenderán a reflejar -inexorablemente- en sus plataformas doctrinarias y en sus postulados programáticos, los mayores o menores grados de desarrollo de las fuerzas productivas, y las características particulares de la organización social que los sustentan.

Reclamarle al «Etnocacerismo» pureza ideológica y respuestas acabadas a todos los problemas, linda con la idiotez. Son los pueblos en su marcha, desplegando su rebeldía, los que hacen la historia, y elaboran y pulen sus doctrinas.

Aún hoy, a 60 años de su nacimiento, los cientistas sociales europeos, y muchos latinoamericanos europeizados, siguen sin comprender al Peronismo, y sin poder «encasillarlo».

Las banderas históricas de «Soberanía política, Independencia Económica y Justicia Social», guardan plena vigencia y vitalidad, al igual que las banderas Bolivarianas enarboladas hoy por Chávez, o el nacionalismo antimperialista de buena parte de nuestros ejércitos latinoamericanos.

Son los pueblos del Tercer Mundo, los que protagonizan todos los episodios revolucionarios de las últimas décadas. Y deberán ser los propios científicos sociales americanos, y la intelectualidad patriótica comprometida con sus luchas, quienes elaboren una nueva síntesis y forjen un nuevo modelo teórico no alienado ni extranjero de nuestras necesidades vitales.

Según ha dicho Jorge Abelardo Ramos, los europeos, incapaces de comprender la singularidad de nuestros pumas, los consideraron una expresión de la debilidad ontológica de nuestro continente, definiéndolos como «leones calvos».
Y al parecer, el enorme continente sigue produciendo «leones calvos» para los ojos extranjerizados.

El envío de estos dos materiales es un intento de que llamemos pumas a nuestros soberbios felinos.

Para tomar contacto con los autores:

– rmermet@yahoo.com.ar

– fernandezbaraibar@yahoo.com.ar

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El nacionalismo racista-indigenista de Perú

Por Sergio Kiernan Página 12

El Inca Paz

Consideran que los blancos ya han dado sobradas pruebas de su incapacidad y su fracaso: como colonialistas, como republicanos y como capitalistas.
Y que los demás pueblos originarios han sido exterminados o «descerebrados», y por lo tanto también incapaces de devolverle esplendor al continente.

Reivindican la ecología y la superioridad de sus ancestros, proponen abolir la democracia, abogan por el regreso a un pasado esplendoroso y promueven el surgimiento de un imperio bajo el gobierno de un líder de superioridad ética. ¿Alemania en los ’20?

No: la plataforma de los hermanos Ollanta y Antauro Humala, líderes del Movimiento Nacionalista Peruano, autodenominados única esperanza cobriza y alzados en armas por el regreso del único capaz de pacificar a Latinoamérica: el Inca.

Los indigenistas ya no son lo que eran. Donde uno piensa en pueblos nativos robados y ultrajados, peleando por recuperar sus derechos y sus tierras, en Perú le encontraron una vuelta más bien alemana y de los años veinte: decirle al mundo que el verdadero peruano es «el indio y el cholo», que el blanco es un fracasado, un peruano a medias, un indeseable que debería irse para que las cosas finalmente mejoren.

Dos hermanos, uno coronel y el otro mayor, financiados y educados por su padre «ideólogo», son los que están proponiendo esta receta de obermenschen y untermenschen, y les está empezando a ir tan bien como a su creador, el tal Adolf. Tanto, que este fin de año organizaron un putsch, en un pueblito que no tiene cervecería, para ser arrestados y ganarse el requerido martirio.

Ollanta y Antauro Humala son dos militares populistas que aman que los tomen por los Chávez peruanos pero tienen mucho -pero mucho- más de Seineldín o del Aldo Rico con la cara pintada. Con sus banderas del arco iris y su opaca etiqueta de «Etnocacerismo», su reivindicación orgullosa del indígena y sus feroces críticas a la corrupción de los políticos, los hermanos Humala cubren su verdadera raíz: son los líderes del Movimiento Nacionalista Peruano, cuyo fan number one en la Argentina es el pequeño führer Alejandro Biondini y cuya insignia es un cóndor de alas desplegadas sobre una «cruz incaica», todo calcado de la insignia militar de la Wehrmacht 1933-1945.

Nadie niega que los hermanos Humala son capacísimos e inteligentes. Fujimori y Montesinos aprendieron a temerles por su capacidad de movilizar a militares de bajo rango y mucha queja. El post-fujimorismo intentó comprarlos o al menos sacarlos de escena con empleos bien pagos como el de agregado militar en Corea.

El parecido con el carapintadismo argentino no es casual: el Movimiento Nacionalista Peruano cita el fracaso de Raúl Alfonsín como «prueba» de que con democracia «ni se come, ni se educa, ni se cura». Pero los Humala encontraron una carta de triunfo que les permitió llegar mucho más allá que Rico o Seineldín: el racismo invertido.

Su doctrina antisistema, anticapitalista y antiburguesa -que ya hizo que algún periodista chambón los salude como telúricos y progres- descansa sobre un concepto de sangre, suelo y lengua, corporativo y mesiánico, que cualquier alemán memorioso reconocería al instante como el volkism del tal Adolf. Con esto están por fin construyendo algo que podría alguna vez ser un movimiento de hecho y no de nombre, y consiguieron una mayoría que aprueba en las encuestas su putsch del 30 de diciembre, donde coparon una comisaría de pueblo y donde dejaron siete muertos. Destilada, la doctrina nacionalista de los Humala plantea la superioridad del peruano indígena, «el cholo y el indio».

Los ecuatorianos, los bolivianos y los peruanos «andinos, selváticos o costeños» (toque muy astuto este de dirigirse a todos los grupos provincianos, que se cargan y desconfían entre sí) eran realmente felices, prósperos y bien gobernados cuando vivían bajo la mano blanda e iluminada del Inca.

Luego llegaron los blancos españoles, que fracasaron como colonialistas, los blancos criollos, que fracasaron como república independiente, y los blancos «de primera generación», descendientes de los inmigrantes modernos, que fracasaron como capitalistas. El blanco es un fracasado, su cultura no sirve, sus ideas son perversas y opresivas. Los seguidores del MNP se definen como etnocaceristas.

Lo de etno viene de esta idea racialista, en la que el color de la piel es lo que realmente explica a la gente y a las naciones. El cacerismo viene de un general que les hizo la guerrilla a los ocupantes chilenos en tiempos de la guerra del Pacífico y luego fue presidente. El Etnocacerismo plantea una peculiar historia del país en la que el Perú aparece como una tierra particularmente difícil de domesticar.

Según el MNP, hubo siete grandes civilizaciones antiguas, todas formadas «en los lugares más propicios del planeta» (los etnocaceristas comparten el vicio nazi de la mayúscula indiscriminada). Todas tenían amables deltas fluviales o lagos apacibles, excepto la civilización Inca, nacida «en un páramo» a miles de metros de altura, con agricultura difícil y en terrazas. Esto hizo del peruano temprano un ser superior, que aprendió a «domesticar el hielo, a transformar la papa en chuño y la carne en charqui, capital alimenticio acumulable para la manutención de masas de decenas de miles en las construcciones colosales y la expansión civilizadora».

Esta «raza de Manco Cápac y Mama Ocllo» domesticó «todas las plantas y todos los animales» y «ejecutó todas las construcciones necesarias», incluyendo lo que grandiosamente se define como «la obra de ingeniería más colosal del humano de la Edad del Bronce», que viene a ser esas miles de paredes que sostienen las terrazas cultivables en todo el país.

Un toque moderno es aclarar que esta gesta fue ecológica: los Incas no alteraban el medio ambiente, por lo que obviamente «actuaban dentro de los límites de la ciencia empírica». Lo que hacía realmente superiores a los Incas era que rechazaban el individualismo, tan burgués y libre él: ellos se organizaban «en base a la familia y no al individuo.

Familia = Fraternidad = Colectividad. Individuo = Egoísmo = Autismo social».

También eran profundamente éticos, de hecho, fueron «los inventores de la Eticocracia».

En esta fantasía corporativa, se toma uno de los títulos del Inca, el de Jollana, y se lo pone como el rábano del refrán: jollana quiere decir «el mejor» y en lugar de entendérselo como un típico halago al monarca -«graciosa majestad» para una reina gorda, «alteza serenísima» para un histérico pelón- se deduce que el Inca era «elegido» por ser el mejor para el cargo. «El incario fue régimen de los jollanas, es decir la Eticocracia. Eticocracia alcanzable únicamente en la sociedad cimentada en la familia, cuantitativamente superior a la Democracia.

En la Eticocracia elige la Naturaleza, su elegido es el mejor por naturaleza y educación. En la Democracia elige el individuo corrientemente ingenuo o negligente.» Palabra más, palabra menos, es la teoría hitleriana del führer, el líder cuyo mandato es inmanente, «natural», proveniente del subsuelo de la identidad de un pueblo. Lo que los hermanos Humala cambiaron son los viejos bosques de la Germania bárbara por las duras montañas del Inkari. Entre la Patria y el Patrimonio Esta Epopeya peruana, tan ética y superior a la democracia blanca, acabó con la llegada de los europeos.

Pero los extranjeros han fracasado. Primero los españoles, que tuvieron 292 años de dominio y dejaron un desastre. Luego «sus hijos, españoles del Perú, apodados criollos», que mal gobernaron 170 años pero perdieron en 1990 (cuando asume Alberto Fujimori) ante un grupo taimado y pérfido, «los neocriollos y los extranjeros con DNI».

Este es el actual enemigo del nacionalista «indio y cholo» del Perú: «Los neocriollos son hijos y nietos de inmigrantes de potencias industriales, llegados con y tras Lord Cochrane y San Martín desde 1820, que moran organizados en colonias manteniendo su nacionalidad e idioma a cuyo fin cuentan con sus propios colegios, templos, clubes, prensa, cámaras de comercio, bancos, actuando bajo la supervisión de sus embajadas». Estos pérfidos semiextranjeros ni siquiera se quieren hacer ciudadanos y tienen el famoso DNI sólo porque «es el Perú que ingenuamente los regala».

De hecho, los neocriollos están en el Perú «por negocio» y en 1990 tomaron el poder por «la fatiga política de la casta criolla» y la presión neocolonialista internacional. Desde hace 15 años, este grupo siniestro «vive vendiendo el Perú, que para ellos no es Patria sino patrimonio». La gran esperanza cobre Por suerte están los indígenas para reconquistar el paraíso.

Explican los nacionalistas étnicos peruanos que «la especie humana es por Naturaleza de cuatro variedades, razas o etnias troncales: Negra, Blanca, Amarilla y Cobriza». Esta última fue victimizada en el siglo XVI, «descerebrada» en los países andinos y en México, «exterminada en el resto de América» (lo que seguramente será una sorpresa para, por ejemplo, buena parte de los paraguayos y los brasileños).

Este truchísimo planteo -que deliberadamente confunde términos como raza y etnia- implica que a los indígenas americanos les va hasta peor que a los tan apaleados africanos subsaharianos: al menos los presidentes africanos son negros, como sus pueblos. Como la raza cobriza mexicana ya se olvidó de sus emperadores, la esperanza está en la peruana, cuyo retorno al poder «es un hecho de doble trascendencia, tanto para lo cobrizo como para la Especie humana misma» (otra vez las mayúsculas).

Para los indígenas, la inminente revolución étnica peruana hará que los «cobrizos» reivindiquen su lugar ante las otras razas.

«El Gran Perú se perfila inexorable a ser a la Nación y la Patria de todos los cobrizos, incaicos y no incaicos, de aquende y de allende nuestras fronteras geográficas. Una gran Nación Mundial.» Negros, blancos y amarillos tienen el deber de admitir esta revolución, ya que ahora hay «de hecho, tres razas» y no cuatro, lo que altera el equilibrio natural de la humanidad.

El etnonacionalismo se define, pomposamente, como «Ecología de categoría suprema», ya que busca salvar ya no una planta o un animal, sino toda una variante «fundamental de la misma especie humana». Ni blancos ni marxistas Toda revolución, se sabe, necesita un partido y la cobriza no es la excepción. «Manco Cápac y Mama Ocllo han desplazado del corazón de los pueblos de Bolivia, Ecuador y Perú a sus hasta hace poco inspiradores Marx, Lenin y Mao.

No es sino Manco Cápac el artífice de la política y la historia en el mundo andino de nuestro tiempo.» El instrumento de Manco está formado por dos tipos de células: los núcleos y los batallones. Un núcleo arranca con tres personas cuyo deber es cotizar al partido, realizar tareas de agitación y propaganda, y trabajo social en «el barrio, aldea, centro de trabajo, de estudio o instituciones». El batallón es militar o paramilitar.

Su origen son «los partícipes de la Rebelión Militar de octubre de 2000 del Teniente Coronel Ollanta Humala», que anclan «su raíz en el Ejército Incario creador de Gran Cultura y estructurador de Gran Imperio». Como ya se sabe, estos carapintadas no reivindican la tradición de San Martín, introductor de «neocriollos», sino de generales como Calcuchimac, que resistió a Pizarro.

Pese a su nombre, un batallón puede arrancar «con sólo seis patriotas» pero debe actuar «siempre como cuerpo». Entre sus tareas está la de vender la revista Ollanta (pero sin «descender a mero canillita») y «dominar nuestro mapa demográfico-vial» para cualquier movilización. La tarea de estos núcleos y batallones no es buscar «un cambio de gobierno, de persona ni de cara, sino de Estado». Para eso hay que estar dispuesto «a morir de pie» y no mostrarle «ni piedad a los traidores».

El típico militante -los «Humala boys», como los bautizaron en Perú- usa un quepis y pantalones de fajina militares, borceguíes y una remera negra con el logo del partido. En ocasiones especiales, como cuando los visita Ollanta, los militantes usan un sombrero tipo ranger, con una coqueta banda tejida indígena.
Para los 4400 militantes full time y rentados que afirma tener el partido, el enemigo es un «culito blanco» que adora al subcomandante Marcos porque «es un payaso que manipula a los indígenas» y por supuesto tiene también el traste pálido. Entre los blancos se destacan particularmente los de la «izquierda rosada», que son «los nietos degenerados de la vieja oligarquía que terminaron de marxistas».

El Santo Grial de los etnocaceristas es reunificar a «las tres repúblicas incaicas, Bolivia, Ecuador y Perú» en una especie de República Arabe Unida al uso andino. Hasta convencer a los vecinos, la táctica será fundar una Segunda República peruana nomás, que elimine horrores como las elecciones.

Este objetivo puede cumplirse carapintádicamente con un «golpe de masas» o por el voto. Luego, «en base al genético talento del hombre andino en el manejo de los recursos naturales y la creación cultural, elevar al Perú de su retraso y menoscabo actuales a la categoría de país desarrollado». La base está En los ’20, Alemania estaba igual. Acosada, arrasada, desprestigiada, sin salida política, con memorias recientes de gloria y el ardor de la humillación a manos extranjeras.

En el caldo gordo de la política marginal hubo un tal Hitler que conformó un discurso exitoso: revolución nacionalista y antisistema, refundación de la nación, destrucción del régimen y su democracia. La nueva bandera era Sangre, Suelo y Lengua, el volkismo que definía al alemán por una esencia inmanente, inmutable y eterna que siempre está en peligro de diluirse, mancharse o corromperse a manos de extranjeros (y judíos). La receta fue ensayada una y otra vez en muchos países, casi siempre sin éxito. El volkismo parece haber encontrado un hogar inesperado en el Perú, como Etnocacerismo, un nacionalismo racialista para el oprimido.

Como ser loco es mucho trabajo, la mayoría de los peruanos sigue mostrando una perfecta indiferencia a estas plataformas. Pero uno de los dogmas básicos de la derecha revolucionaria es que hay que aprovechar las crisis del sistema para crecer y hacerse del poder. Los hermanos Humala hicieron su putsch de diciembre y no les fue mal: para una mayoría de encuestados no cometieron un delito sino una acción política por la que no deberían ser castigados.

El desprestigio de la política en Perú es tan abismal que nadie está dispuesto a defender su anómica democracia y su muy impopular gobierno.

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