Episodio 1: Cuando el nacionalismo se volvió (más) excluyente

Continuando la serie de ensayos sobre las corrientes políticas de derecha, en esta ocasión planteamos el inicio de esta en Argentina.

Si hubiera que fechar el origen de nuestras extremas derechas, las décadas finales del siglo XIX serían una apuesta segura: una ascendente conflictividad social, una economía de rumbo incierto y la percepción –compartida por anchas franjas de las elites dirigentes y culturales– de una identidad autóctona jaqueada por el aluvión inmigratorio provocaron reflejos culturales conservadores en las elites, pero también réplicas sociales y políticas. No es una edad dorada tutelada por Roca lo que numerosos testimonios transmiten, sino nostalgia por una perdida Argentina heróica, consternación por algunos de sus desarrollos e incertidumbre ante su devenir.   

Estas preocupaciones se exacerbaron en el marco de conflictos limítrofes, como el que en 1898 enfrentó al país con Chile. Fue en estas instancias que los principales periódicos hicieron circular una invitación para constituir una fuerza nacionalista, siguiendo el ejemplo de sociedades “civilizadas” como Francia, España y Estados Unidos. La recepción fue auspiciosa, y pocas semanas después se conformó la Liga Patriótica Argentina con las metas de “avivar el espíritu nacional”, fomentar el entrenamiento militar, “robustecer la censura del pueblo como medio de corregir o estimular la gestión gubernativa” y “divulgar sus conclusiones” sobre cuestiones atinentes a “la integridad de la nación”. Atestiguando los alcances de este fervor, la iniciativa atrajo a actores tan diversos como los escritores Estanislao Zeballos y José María Ramos Mejía, los políticos Dardo Rocha y Roque Sáenz Peña y profesionales como el ingeniero Luis A. Huergo y el doctor Alfredo Lagarde. Las redes en las que estas figuras se insertaban potenciaron la capacidad de convocatoria, al punto de que el gobierno comenzó a suspender las concentraciones liguistas alegando que serían demasiado disruptivas. A modo de justificación, las autoridades esgrimieron el rechazo que exponentes del grupo habían expresado hacia la negociación con el país trasandino, sin olvidar el apoyo que en paralelo declaraban a una eventual contienda “para mantener el brillo, su emblema y tradiciones”. La conclusión incruenta del litigio, con la firma de cuatro actas en septiembre de ese mismo año, fue un desenlace decepcionante y anti-climático para la Liga Patriótica Argentina, que se disolvió no mucho después. Sin embargo, no pasó mucho antes de que se conformaran agrupamientos de contornos y fines similares, como la Liga Patriótica Nacional y las Asociaciones Pro Patria. De hecho, el nombre fue retomado por varias entidades antes de que, casi dos décadas después, Manuel Carlés lo usará para fundar una entidad mucho más duradera, conocida e influyente. Puesto de otro modo, este asociacionismo no habría sido una moda suscitada por la crisis diplomática, sino la expresión de fenómenos más duraderos, abarcativos y profundos.

Con óptica transnacional, podría plantearse que esta fiebre chauvinista exhibía un aire de familia con lo que el historiador inglés Eric Hobsbawn denominó “fabricación en serie de tradiciones”: un conjunto de procesos, desplegados entre 1870 y 1914 aproximadamente, a través de los cuales se habría respondido a los embates de la modernidad –el capitalismo, la urbanización, la zigzagueante ampliación de derechos políticos y un largo etcétera– elaborando artefactos culturales que operasen como puntos de referencia, generadores de orden, cohesión e identidad en un mundo en mutación constante. Por un lado, lo antiguo se llenó de contenidos novedosos, como las monarquías con sus jubileos y las ciudades con sus placas conmemorativas. Por el otro, espacios y prácticas recientes fueron velozmente rutinizados y formalizados, como los pubs, los music halls y los clubes de fútbol. Se trató de un fenómeno tan espontáneo como deliberado y selectivo: costumbres, vestimentas y leyendas a menudo olvidadas fueron recuperadas y resituadas junto a mitologías modernas, adquiriendo a menudo significados imprevistos. Nacida en Lorena, la monárquica Juana de Arco abrazó a la republicana Marianne en una cruzada para recuperar los territorios capturados por los alemanes en 1871. Personificación del poder estatal, el Tío Sam adquirió popularidad a medida que esa misma maquinaria gubernamental se consolidaba interna y externamente. No pocas de estas construcciones cayeron bajo el manto de la nación, convertida en un mito matriz: era este sustrato el que daba sentido a las tradiciones, a la vez que estas nutrían y vivificaban el imaginario patriótico.

Estos fenómenos globales adoptaron formas y variaciones específicas de acuerdo con las condiciones particulares de cada contexto, dinámica que algunos especialistas han bautizado como “glocalización”. De este modo, en la Argentina finisecular la fabricación en serie implicó la aparición de un “nuevo nacionalismo”: ya no se identificó a la patria simplemente con un Estado, sino que se la comprendió cada vez más como un colectivo étnico y cultural que se reconocía como una comunidad de origen y destino. Un pasado y un futuro compartidos aglutinaban a los sujetos en una entidad dotada de características únicas, capaces de aportar algo distintivo a la Humanidad así como de superar el paso del tiempo. Desde luego, no se podía reconceptualizar a la nación sin redefinir sus límites: la apertura más o menos plena planteada en los decenios previos, confiada en la fusión armónica que llevaría a cabo el suelo americano en tanto “crisol de razas”, reñía con la creencia en una esencia nacional inmanente. Fue así que la “buena voluntad” de quienes quisieran habitar el suelo argentino comenzó a probarse con la adhesión explícita e incluso vehemente a tópicos, narrativas y prácticas que empezaron a ser consagrados como patrióticos. A esta ingeniería social y cultural se entregaron, sobre todo a partir de los ochenta, sectores conspicuos de las clases dirigentes y “cultas”.

En esta línea, legisladores como Lucas Ayarragaray, Joaquín V. González y Marco Avellaneda aseveraron que erigir una nacionalidad para apuntalar al todavía joven Estado central era una tarea ineludible frente a las arremetidas del “materialismo avasallante”. Irónicamente, la principal herramienta con la que contaban era ese mismo dispositivo institucional que juzgaban inmaduro y amenazado. A la vanguardia de estos proyectos se ubicaron las escuelas primarias, donde se incentivó la enseñanza de asignaturas como Lengua, Historia, Geografía y Derecho al tiempo que se les dio un giro decididamente nativista, de manera tal que los hijos de los inmigrantes –pero también de los criollos– se volvieran argentinos. Por cierto, esta determinación hizo que el gobierno entrara en colisión con la Iglesia, tal cual se vería al sancionarse la ley 1.420 en 1884, pero también con las iniciativas educativas de las diversas colectividades, abocadas a impartir idiomas y contenidos extranjeros, lo que las volvió blanco de cuestionamientos, controles y, eventualmente, restricciones.

Los colegios también se volvieron laboratorios de una pomposa liturgia cívica, la cual reconfiguró los festejos patrios más allá de las aulas. Si bien los aniversarios del 25 de mayo y el 9 de julio habían sido conmemorados desde el período revolucionario, hasta bien entrado el siglo estas ocasiones se caracterizaron por un clima de celebración y jolgorio. Recién en el tramo final de la centuria se impuso la solemnidad, gracias a una mayor presencia estatal plasmada en actos, discursos e imponentes desfiles militares. Precisamente a las Fuerzas Armadas les tocó un papel fundamental, en tanto se las entronizó como constructoras de la nacionalidad: ellas habían luchado por la independencia, defendido el territorio ante agresores foráneos, mantenido el orden interno con puño de hierro y anexado “a sangre y sable” los territorios todavía ocupados por los pueblos originarios, cuya raza “quebrada y dispersa” –en palabras de Roca– no había tenido más remedio que “abrazar la causa de la civilización”. Elocuentemente, batallones escolares marcharon frecuentemente a la zaga, indicando que el Ejército culminaría aquello que los docentes habían comenzado. Así como ocurriera con la educación, estas festividades abrieron un frente de conflicto con los inmigrantes, cuyas asociaciones ya realizaban este tipo de actividades por su cuenta. En este caso, acabó por imponerse la asimilación: los inmigrantes se plegaron a las conmemoraciones argentinas, como puede verse en los actos por el Día de la Independencia en 1889, sin dejar por ello de observar sus propias efemérides.

Una disciplina que atrajo especialmente la atención de los estadistas fue la historia, comprendida como una narrativa que tenía a las naciones por protagonistas. En ese sentido, se volvía una cantera de héroes, epopeyas e incluso de una épica capaz de superar las divisiones –étnicas, regionales, religiosas– entre los ciudadanos. Más allá de su pretendida objetividad, se trataba de una práctica intrínsecamente normativa, en tanto difundía y consagraba valores compatibles con las clases dominantes: a través de subgéneros como los medallones, las estampas, las viñetas y las evocaciones, lo pretérito era recreado sucintamente para transmitir ciertos principios morales.[1] Consecuencia de este impulso fue una manía por la preservación, institucionalizada en entidades como la Junta de Historia y Numismática y el Museo Histórico Nacional. Asimismo, el pasado reforzó su presencia en el espacio público con la construcción de monumentos y estatuas, los cuales sacralizaron lugares, momentos y personas al tiempo que otros fueron relegados al ostracismo. No puede obviarse la creciente relevancia de los símbolos, en tanto figuraciones icónicas de la nacionalidad: fue en estos años que las autoridades determinaron cuáles eran legítimos, regulando al mismo tiempo quiénes, cuándo y cómo podían utilizarlos. El patriotismo se volvió así más ubicuo, pero también más homogéneo, lo que permitiría explicar en parte el creciente desapego del público.

Mientras los “notables” se dedicaron a establecer una gobernanza patriótica, los intelectuales discutieron que debía entenderse por nación.[1] Se preguntaron por ejemplo si existía una lengua local, a lo que respondió afirmativamente Ernesto Quesada, agregando que ese idioma debía ser defendido de toda corrupción. En una vena similar, Calixto Oyuela aseguró que existía un “tipo nacional argentino”, el cual se impondría en la “lucha de razas” con una voz, un arte y una sensibilidad propios. Estos atrajeron el interés de escritores de la talla de Paul Groussac y Pastor Obligado, quienes se dedicaron a reconstruir una tradición que hundiría sus raíces en la “patria grande” virreinal. Así como consagraron ciertas representaciones del gaucho, epítome de las clases populares criollas, amonestaron otras a las que peyorativamente denominaron “morierismo”: la romantización del bandido y el forajido fue juzgada socialmente peligrosa, ya que no tardaría en engendrar admiradores y, peor aún, imitadores. Aún así, tanto el Juan Moreira (1879-80) de Eduardo Gutiérrez como la obra escenificada por José Podestá tuvieron un éxito considerable, lo que no desentonó con la proliferación de centros tradicionalistas abocados a organizar concursos de payada, destreza equina y cocina “autóctonas”. Por cierto, este “canon argentino” no fue buscado solo en las Pampas, sino que también se miró hacia España –con un aporte nada desdeñable de las comunidades inmigrantes– y, todavía más allá, a una Grecia ensalzada como “cuna de Occidente”.

 Menos preocupada por los mundos perdidos que por el presente, la novela recibió el influjo del naturalismo francés y se convirtió en una anatomía de la sociedad contemporánea. Su obsesión fueron las “patologías” de ese cuerpo, a las que comprendió y pretendió solucionar a partir de “la ciencia”, capaz de descifrar –y predecir– el comportamiento humano con teorías ampliamente aceptadas como la degeneración, la herencia y la variabilidad de las especies. El efecto estético iba de la mano con una función pedagógica, ya que las desventuras del protagonista diseminaban entre el público lector ciertos conocimientos legitimando al tiempo a las élites que los detentaban. Si bien es cierto que abundaban retratos lapidarios de los sectores “bajos”, siendo muy ilustrativos el advenedizo Genaro Piazza de Eugenio Cambaceres o los judíos que poblaban La bolsa de Julián Martel, no faltaban tampoco personajes que emergían de la vorágine inmigratoria y modernizadora para disputarle al patriciado sus lugares de preeminencia. Por ello, Graciela Salto ha sostenido que esta ficción “no habría propuesto solo discursos de inclusión o exclusión social sino, más bien, habría tendido a escenificar las tensiones y negociaciones entre la multiplicidad de saberes y de discursos que pugnaban por imponer su criterio de razón en el campo del poder y […] en el imaginario nacional”. En esta clave podría leerse el itinerario de Ramos Mejía, quien abrevó eclécticamente en el darwinismo social, la psicología de las multitudes y el positivismo para analizar a unas muchedumbres cuyos móviles le parecían tan preocupantes como lamentables, pero a las que no obstante consideraba posible reencauzar e integrar.

Desde luego, este cuadro presentaba matices: las posiciones arriba delineadas no se volvieron automáticamente hegemónicas, sino que fueron objeto de encendidos debates entre los nacionalistas y aquellos que fueron tachados peyorativamente de “cosmopolitas”. Asimismo, entusiastas del reformismo como González salieron al cruce de partidarios del punitivismo como Cané. De hecho, no es raro encontrar posturas contrapuestas conviviendo en tensión en un mismo autor. Pero es precisamente en este disenso donde puede rastrearse la génesis de las extremas derechas, ya que tradición, identidad, lengua y raza fueron tópicos a través de los cuales se expresó un determinado orden que se quería defender y mantener: ante la ofensiva homogeneizadora del “materialismo”, se articuló una retórica de la diferencia basada en el ideal, la historia o la biología. Si bien no se hallará en estos elencos a enemigos acérrimos del liberalismo, el capitalismo e incluso la democracia, sus inquietudes culturales, sociales y políticas abrieron el surco que autores más audaces profundizaron en nuevas direcciones.

Bibliografía

  • Bertoni, Lilia A. (2001). Patriotas, cosmopolitas y nacionalistas. La construcción de la nacionalidad argentina a fines del siglo XIX. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.
  • Carman, Carolina (2013). Los orígenes del Museo Histórico Nacional. Hacia una construcción de la nacionalidad argentina. Buenos Aires: Prometeo.
  • Hobsbawm, Eric (2002). La fabricación en serie de tradiciones. En: Hobsbawm, E. y Ranger, T. La invención de la tradición. Barcelona: Crítica.
  • Mosse, George L. (2007). La nacionalización de las masas. Simbolismo político y movimientos de masas en Alemania desde las guerras napoleónicas al Tercer Reich. Buenos Aires: Siglo XXI.
  • Romero, Ana L. (2020). Movilizaciones patrióticas y crisis política: La Liga Patriótica Argentina, 1898. En: Anuario del Instituto de Historia Argentina 20 (2). doi.org/10.24215/2314257Xe124
  • Rubione, Alfredo [dir.] (2006). Historia crítica de la literatura argentina (V). La crisis de las formas. Buenos Aires: Emecé.
  • Terán, Oscar (2008). Vida intelectual en el Buenos Aires fin-de-siglo (1880-1910). Derivas de la “cultura científica”. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.

[2] Por cierto, la distinción es más analítica que descriptiva: como señala David Viñas en un Literatura argentina y realidad política, la escasa autonomía relativa de los campos científico y literario se reflejaba en la proliferación de actores que “descollaban” tanto en el gobierno como en las artes y la academia.


[1

Se ha discutido profusamente qué “versión” del pasado era esta: aquí no se podrá decir más que las historias de Bartolomé Mitre no se habían convertido todavía –si es que alguna vez lo fueron– en un relato liberal-mitrista, aunque tampoco debe olvidarse la respuesta del ex presidente a Adolfo Saldías y su Historia de la Confederación Argentina: “Es un libro que debo recibir y recibo, como una espada que se ofrece galantemente por la empuñadura: pero es un arma de adversario en el campo de la lucha pasada, y aun presente […] no sólo no responde á la verdad relativa, sino que pugna con el espíritu universal que está en la atmósfera universal del mundo que habitamos. Cree V. ser imparcial. No lo es, ni equitativo siquiera. Su punto de partida, que es la emancipación del odio á la caída de la tiranía de Rozas, lo retrotrae al pasado, por una reacción impulsiva, y lo hace desandar el camino que lo conduciría al punto de vista en que se colocará la posteridad, colocándose en un punto de vista falso y atrasado”.

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