Como el gusano deposita sus larvas en las hojas más tiernas, las mediocres dirigencias políticas argentina y uruguaya dejan caer su superficialidad y su oportunismo en los mejores frutos de los pueblos.
La asamblea vecinal de Gualeguaychú condicionó el diálogo con el gobernador Jorge Busti a que éste convocara a sesiones extraordinarias de la legislatura para tratar un proyecto de ley que prohíbe la exportación hacia el Uruguay de rollizos de eucaliptus oriundos de la provincia de Entre Ríos.
La ciudad de Gualeguaychú y en particular su asamblea vecinal se encuentran empeñadas en una lucha frontal contra la instalación de una pastera en la orilla opuesta del río Uruguay.
A su modo de ver, la autorización del gobierno uruguayo a la instalación esa planta fue violatoria del Tratado del Río Uruguay, que regula el modo en que deben tomarse las decisiones que pudieran afectar a ese recurso, común a los dos países. De determinarlo se ocuparía el tribunal de La Haya, al que finalmente acudió el gobierno argentino más de tres años después de que lo reclamaran, de todas las formas posibles, los habitantes de Gualeguaychú.
Lo que no se encuentra ante ningún tribunal es la convicción de los vecinos de que ni una empresa europea, ni el gobierno uruguayo, ni el argentino ni el de la provincia, tienen derecho a hacer ni a autorizar nada que pueda afectar la vida de una comunidad, que no cuente con la previa y explícita aprobación de sus habitantes.
Se trata simplemente de un principio cuya validez es reconocida en la Unión Europea, el de la “licencia social”, que entre nosotros -uruguayos y argentinos- carece de existencia en las leyes, en los tratados y hasta en el derecho consuetudinario, tal vez porque lo que en verdad carece de existencia es el derecho a decidir que tienen las personas de a pie.
En el caso particular de la pastera finlandesa pronta a inaugurarse en Fray Bentos, dos cosas quedan claras para cualquiera que quiera mirar el asunto sin prejuicios:
1. El funcionamiento de esa fábrica afectará de algún modo a la ciudad de Gualeguaychú,
2. Los habitantes de dicha ciudad no sólo no dieron su aprobación sino que han rechazado muy explícita y masivamente el proyecto desde mucho antes de que comenzaran las obras.
Va de suyo que el que la construcción comenzase no obstante su oposición y hasta avanzase a mayor velocidad de la inicialmente prevista, no consiguió ni resignar ni mucho menos tranquilizar a los vecinos. Las obras avanzaron contra viento y marea y se sugiere hoy a los vecinos que “reconozcan la realidad”.
Proponerles que se adapten de alguna manera a esa fábrica puesto que la construcción ya está hecha y sería costoso volver atrás, es equivalente a no sancionar los homicidios, las violaciones, los robos o las estafas puesto que el daño ya ha sido consumado y no hay reparación posible.
La política de hechos consumados, predilecta de las grandes empresas y los pequeños tiranuelos tercermundistas -civiles o militares-, es eso, no más que la imposición unilateral y arbitraria de la voluntad del más poderoso sobre la del más débil. Partir de que lo hecho, hecho está, y puesto que está no puede ser deshecho, convalidarlo como uso y costumbre y hasta establecerlo como principio, es una perversión suicida para cualquier sociedad, pues sanciona como norma que los victimarios resultan impunes y omnipotentes, y las víctimas, inermes, carentes de derechos y encima culpables del daño que reciben.
En este punto, a los vecinos de Gualeguaychú les quedan dos opciones: o resignarse o emperrarse. Como para lo primero siempre hay tiempo, se emperran en complicarle lo más posible la vida a la empresa finlandesa y a los gobiernos uruguayo y argentino. Al primero, por creerlo pusilánime, dócil instrumento o cómplice de los intereses trasnacionales; al segundo, porque sienten que los ha dejado solos, y volverá a abandonarlos al menor descuido. El gobierno de la provincia, por otra parte, le tiene sin cuidado a nadie.
El corte del puente internacional San Martín, sobre la ruta 136, reanudado luego de ocho meses durante los que los vecinos comprobaron que sus razones eran campanas de palo, los cortes esporádicos en el puente Artigas, la interrupción siempre confusa del paso entre las ciudades de Concordia y Salto, frustrada en más una oportunidad por un centenar de matones a sueldo del gobernador Jorge Busti, y la explícita amenaza de bloquear el acceso a los ferries en el puerto de Buenos Aires, son las formas de fastidiar que encuentra la asamblea vecinal, mostrando que está muy lejos de la resignación.
Como suele suceder, los perjuicios no recaen sobre quien debieran, sino sobre los más débiles del otro lado, los habitantes de las ciudades ribereñas en el Uruguay, muy afectadas por la interrupción del tránsito vecinal y del arribo de los turistas.
El corte del puente es incapaz de moverle un pelo a Botnia -al menos en esta etapa de las obras- y permite que el gobierno uruguayo disimule la enorme responsabilidad que le cabe en el conflicto, colocando a los vecinos de Gualeguaychú, víctimas de las omisiones gubernamentales -particularmente las de las autoridades uruguayas-, en el papel de victimarios de sus vecinos del otro lado del río.
Los daños evidentes que el corte de rutas provoca a las gentes sencillas, a trabajadores y pequeños comerciantes, sumados a una sistemática manipulación informativa, transforma, a los ojos del pueblo uruguayo, en acción agresiva lo que es apenas reacción defensiva de Gualeguaychú.
Puestos en la opción de “emperrarse o perecer”, a los vecinos de Gualeguaychú parece importarles bien poco la opinión que su empecinamiento pueda merecer, particularmente en el pueblo uruguayo, al que ven resignado ante lo que ellos no se resignan y contra lo que se empeñan con gran sacrificio personal.
Demandando una solidaridad que no reciben, sólo abrigan despecho hacia sus parientes del otro lado. Pierden de vista, en esa confusión propia de una escalada de acciones y reacciones, que, de estar en lo cierto con sus demandas y reclamos, sus vecinos son también víctimas de lo que ellos denuncian, para peor, más inocentes y más débiles e inermes, en tanto ignoran su condición.
La asamblea vecinal ambiental de Gualeguaychú es lo que su nombre indica: la reunión de vecinos de la ciudad preocupados por el medio ambiente y las condiciones en las que se desenvuelven sus vidas. Este es su punto de partida, su razón de ser, y a la vez el límite de sus propuestas, sus reclamos y sus acciones.
Resulta absurdo y sumamente injusto pretender de la asamblea vecinal otra cosa que lo que es: instancia de deliberación e instrumento defensivo contra lo que se ve como agresión a su medio ambiente y su forma de vida. No puede haber en el ámbito de esa reunión colectiva ninguna otra consideración por encima de aquella que la convoca, por lo que no es lícito reclamarle que subordine su acción y su pensamiento al interés nacional, a la integración regional, al derecho a la circulación o, mucho menos, a ideas tan abstracta como la del “progreso” o “las inversiones”.
Se trata de planos diferentes y en permanente tensión, la que se produce entre lo general y lo particular, entre la hipótesis de un futuro y las necesidades del presente, entre “la idea” y “la realidad”.
No son los vecinos de una localidad los responsables de transformar esta tensión en complementación; a lo sumo, pueden apenas exigir -que es lo que están haciendo- que ese “proyecto” general contemple sus necesidades y resuelva su problemática particular en forma superadora.
Ese “proyecto” general es, para el caso, la Argentina, y tenderá a ser el Mercosur o, ya más remotamente, la Unión Sudamericana. Su construcción, hasta su mera vigencia, no radica en la simple suma de todas las exigencias y necesidades particulares, ni tampoco en su supresión, su sacrificio en aras de algo “superior”. Ni lo uno ni lo otro, sino la construcción de un camino común en la que las necesidades y problemáticas particulares se resuelvan en una perspectiva más amplia.
No es una asamblea vecinal la responsable de preservar la unidad nacional, ni proteger el interés general de los argentinos, ni diseñar la política exterior ni encontrar los caminos de integración regional. Las atribuciones y responsabilidades de una asamblea vecinal empiezan y terminan en la defensa del derecho popular a decidir sobre cualquier asunto que afecte a la vida del conjunto de los ciudadanos de una localidad determinada. En consecuencia, las propuestas, ideas, proyectos que de ahí surjan tenderán a ser excéntricos a un conjunto mayor y presumiblemente divergentes de los de otras localidades similares. Es lógico que así sea, y es también saludable.
Las propuestas, ideas y proyectos que surgen de la asamblea de Gualeguaychú, del almacén de ramos generales, de la peluquería de señoras o de las cantinas de los clubes, son múltiples, variadas y, según se las mire, en gran parte de los casos, disparatadas. Los vecinos pueden proponer cualquier cosa, ideas más o menos coincidentes con las de otros vecinos, propuestas que en algunos casos está en sus manos llevar a cabo y en otros requieren ser aceptadas por otras instancias de decisión. Así, cualquier paisano se despachará con la necesidad de cortar relaciones con el Uruguay, la peluquera reclamará la interrupción del suministro eléctrico, el mecánico automotriz, el corte del gas, demandas a las que, para disgusto de los vecinos, el gobierno nacional no le ha dado -afortunadamente- la más mínima bolilla.
En otros casos, la decisión está al alcance de los vecinos. Una manifestación, una caravana, un corte de rutas, medida de dudosa legalidad pero de incuestionable legitimidad.
La asamblea ha llegado incluso a proponer formalmente al gobierno de Venezuela su mediación en el conflicto sin por ello incurrir en delito alguno: los ciudadanos de a pie tienen derecho a decir lo que quieran y a pensar cómo se les antoje. Son ciudadanos, nomás. De haber sido una provincia, por ejemplo, la responsable de semejante pedido, violatorio de un principio fundante de la organización nacional y de la misma Constitución (la delegación de las relaciones exteriores en el gobierno nacional), la ocurrencia habría merecido al menos la intervención federal.
En esa oportunidad, el gobierno venezolano respondió como correspondía, explicando a los asambleístas que carecía de incumbencia en la materia y, fundamentalmente, del derecho a inmiscuirse donde no fuera invitado por las autoridades pertinentes. Para el caso, los gobiernos argentino y uruguayo, ambos y de consuno.
No siempre los interlocutores de la asamblea tienen la misma sensatez.
Entre los vecinos se llegó a la conclusión de que la pastera finlandesa carecería de materia prima si sólo contara con los eucaliptus plantados en Uruguay, por lo que promovieron la presentación en el senado nacional de un proyecto de ley prohibiendo la venta al Uruguay de rollizos de eucaliptus oriundos de Argentina. Una suerte de derivado local de este proyecto es lo que en esta semana Jorge Busti, gobernador de Entre Ríos, aceptó promover en la legislatura provincial para poder sentarse a conversar con los asambleístas.
La intervención del gobernador Busti en el conflicto suscitado por la pastera finlandesa ha sido, en todos los casos, de mala a desastrosa, agregando confusión cuando se requería claridad, sin jamás medir las consecuencias de lo que hacía o dejaba de hacer, y abriendo la boca en cuanta oportunidad tenía a la mano. Para decir algo, siempre distinto, con la previsible consecuencia de que, ansiando quedar bien con quien fuere acaba quedando mal con todos, del gobierno nacional al uruguayo, pasando por el pueblo de Gualeguaychú y particularmente con la asamblea ambiental, a la que procura conformar apelando a cualquier disparate y haciendo como que hace suyas las propuestas más descabelladas.
Como para dejar aclarado que el señor Busti no está solo, vale puntualizar que un pequeño opositor suyo, el diputado radical Osvaldo Fernández, es el responsable de haber llevado a la legislatura provincial ese proyecto de la asamblea, tan carente de legalidad y de utilidad, como ofensivo del buen sentido.
Acompañar, apoyar, hacer propio el reclamo del pueblo de Gualeguaychú no implica de ninguna manera hacer propias las propuestas y las opiniones de ciudadanos que carecen de responsabilidades y, por lo tanto, de la obligación de pensar en términos nacionales y no vecinales. Ya bastante tenemos con el terreno absurdo e irracional en que se desliza el conflicto debido a la renuncia de ambos gobiernos a la política, y a la imposibilidad de ambos Estados de determinar sus propias decisiones nacionales. Y sin hacerse cargo, exponiendo ante sus respectivos pueblos las razones de su impotencia, requisito indispensable de una eventual recuperación de la capacidad de decisión.
También en el Uruguay se cae en el oportunismo y la jugada cortita al alentar en el pueblo un nacionalismo de campanario mientras se procede a ceñir aún más los nudos de la dependencia.
En Entre Ríos se estaría por dar un paso todavía más grave, aunque relativizado con el «como que» propio de los oportunistas: Busti hace como que convocará a sesiones extraordinarias de la legislatura para hacer como que se aprueba una ley inoperante y a la que él mismo explícitamente considera inconstitucional… pero luego de un fallo de la Haya que tal vez vuelva ociosa esa y cualquier otra ley.
Cree que engaña a «la gente», haciendo como que hace lo que parece que le piden que haga, y en efecto, le piden los vecinos, sin medir ellos las consecuencias que una autoridad gubernamental o un diputado deberían medir, las consecuencias de una ley violatoria del tratado de Asunción que dio origen al Mercosur.
Se trata de un proyecto de ley ofensiva, ilegal, diparatada y fundamentalmente inútil: la provincia de Entre Ríos no vende rollizos de eucaliptus sino madera elaborada.
El propio subsecretario de Industria, Comercio, Pymes y Relaciones Económicas Internacionales de la provincia lo explica: «Entre Ríos exportó el año pasado alrededor de 53 millones de dólares de madera industrializada y solamente el 2,5 por ciento de ese total es de madera en bruto» anunció el ingeniero José Gómez a los medios de prensa.
Para tener alguna efectividad, la ilegal ley debería ser nacional, de manera de impedir la venta al Uruguay de rollizos de eucaliptus oriundos de Corrientes y Misiones.
Si los oportunistas Busti y Fernández serán muy probablemente seguidos en la legislatura provincial por otros oportunistas, es muy remota la posibilidad de que el disparate sea tomado por diputados y senadores nacionales, por el sólo hecho de estar más atentos a las veleidades de otras «opiniones públicas» para las cuales la planta de Botnia es un asunto remoto.
La asamblea de Gualeguaychú lo sabe, y es capaz de advertir la pequeña trampita del pequeño Busti, cuya pobreza intelectual y moral se ve incrementada por la cercanía de las elecciones, que en Entre Ríos son a mediados de marzo. Cualquier cosa con tal de llegar hasta ahí con el menor daño posible, por más que eso implique provocar en el pueblo de Gualeguaychú una mayor sensación de soledad, de incomprensión, de impotencia y de desesperación, la que nace de ver a la razón ahogada por la sordera y la estupidez.
Que los partidos políticos -y muy particularmente sus dirigentes- se quedaron un día sin rumbo y desde entonces boyan al garete de la «opinión pública», es cosa sabida, pero que no por reiterada carece de gravedad. Al contrario: la repetición profundiza los daños que esa trivial superficialidad provoca tanto en la conciencia de la sociedad como en la realidad misma.
El oportunismo, la jugada cortita y taimada, la astucia como recurso en desmedro de la inteligencia, y la enfermiza avidez por saber «qué se piensa», en cada momento y sobre cada cosa, en vez de pensar por su cuenta y riesgo, son la regla de conducta de la práctica totalidad de las dirigencias políticas y de las estructuras que supuestamente representan y conducen, y que se han ido amoldando a esa modalidad.
Todo es igual y nada es mejor, o más bien, todo da igual y lo mejor resulta responder a cada instante al humor de «la gente», cualquiera sea éste. La «gente», uno de esos abusos de traducción que carecen de significado, como no sea el de haber transformado al pueblo en público idotizado.
«Quien quiera oír que oiga» dijo alguna vez uno que tenía algo qué decir, una idea, una convicción, un propósito, que podía o no coincidir con las convicciones profundas y las verdaderas necesidades del pueblo. En el fenómeno de que ambos factores coincidan radica el hecho artístico de la política y su valor como instrumento de transformación.
Esta es la hora de la política, en tanto sea proyecto de transformación, síntesis superadora de los conflictos sociales, sectoriales, ideológicos y regionales. Es en un proyecto común donde las tensiones excéntricas, surgidas de las diferentes necesidades, se resuelven y sin anularse. Por el contrario, sólo existe un proyecto común si las distintas particularidades tienen la suficiente potencia y encuentran el modo de expresar sus exigencias, que no es con pueblos infantiles o infantilizados con los que se construyen las sociedades libres.
Es la hora de la política, no de esta política, de estos pequeños hombres que medran a ambas orillas del río, gracias a cuyo oportunismo, superficialidad y cortedad de miras, un diferendo vecinal de carácter ambiental se ha ido convirtiendo en un peligroso conflicto binacional, de consecuencias imprevisibles y en cualquier caso, desgraciadas.
Para cuando otras autoridades gubernamentales, otros dirigentes políticos, otros pueblos atinen a reaccionar como hoy lo está haciendo el de Gualeguaychú, ya será demasiado tarde, hasta para lágrimas.