Por Teodoro Boot
Finalmente, después de tres meses de discusiones, en los próximos días sería aprobada la ley que establece la creación de la Empresa Nacional de Energía (Enarsa). La iniciativa gubernamental mereció, desde un principio, las más variadas objeciones desde casi todos los ángulos de la oposición, a las que se sumaron -a medida que se conocía el contenido del proyecto, se desarrollaba el debate y se introducían modificaciones al original- las de asociaciones de mayor idoneidad en la materia y más preocupadas por la recuperación de la soberanía energética que, al calor de diferenciarse del gobierno mediante el recurso de descartar -de antemano- que sus intenciones puedan ser serias.
Así, el grupo Moreno, que había considerado auspiciosa la creación de una empresa estatal de energía, centró sus críticas en la figura jurídica que ésta adoptaría: primero, la sociedad anónima estatal y luego de sociedad anónima “a secas”, una enmienda del Senado que el ministro De Vido hizo suya y defendió, sin argumentos convincentes, ante los diputados. Va de suyo que si una empresa es propiedad de una sociedad anónima, no es estatal, y que la capacidad decisoria del Estado se mantendría sólo en tanto y en cuanto éste conservara en su poder la mayoría accionaria, cuyo traspaso no estaría bajo el control de ningún organismo oficial.
Al parecer, las razones por las que el Senado introdujo la reforma y el Ejecutivo la aceptó con tanto entusiasmo, pasarán a formar parte de los insondables misterios que rigen el comportamiento de los seres humanos, y le hacen un flaco favor a la credibilidad de un gobierno cuyas intenciones son diaria y casi deportivamente puestas en duda por una oposición tan variopinta como por una uniforme “opinión pública”, que viene a ser aquello que los grandes medios de comunicación entienden que debe opinar “la gente”.
Tal vez, la modificación del Senado obedezca a que -como había objetado el MORENO- una sociedad anónima del Estado es un invento jurídico fácilmente anulable mediante cualquier procedimiento judicial.
Como sea, el compromiso del ministro de enviar a diputados un proyecto modificatorio, prohibiendo al Estado nacional vender sus acciones o perder la mayoría mediante aumentos de capital, así como de variar el porcentaje accionario de las provincias, estableciendo asimismo el control de la Sindicatura General de la Nación (SIGEN) sobre las actividades de la empresa, vuelve irracional -y sospechosamente arbitraria- la figura de sociedad anónima “a secas” que sería finalmente adoptada.
Ninguna de las dudas, ambigüedades y omisiones del proyecto de creación de Enarsa serán aclaradas y/o precisadas en la ley que surgirá del Congreso, tanto en lo atinente a su objeto (tan amplio y difuso que puede ser cualquiera o ninguno) como a los recursos con los que contará o a la valoración de los activos que reciba.
Sin embargo, resulta extravagante la presunción de que el propósito “real” e inconfesable que persigue el gobierno nacional sea enajenar los pocos recursos naturales que nos quedan: según ya se ha visto, para eso no es necesario tomarse el trabajo de crear una empresa, ni anónima ni estatal ni comandita por acciones. Alcanza con una asociación ilícita.
La compulsión gubernamental al secreto, la letra chica o directamente escrita con tinta invisible, así como a esconder cartas en la manga y sacar elefantes de la galera, es ya proverbial y habilita las conjeturas más tremebundas o entusiastas, según sea el caso y quien las haga. Para la oportunidad: la actual discusión sobre el presupuesto 2005 y los poderes especiales solicitados para el Jefe de Gabinete Alberto Fernández, que vuelven relativas las precisiones del presupuesto en discusión y, por lo tanto, ociosa la discusión en sí.
No hay que ser muy imaginativo para concluir en que lo único que merece la clase dirigente argentina, sin distinción de banderías o pertenencia social, es ser engañada. La “oficialista” exhibe un entusiasmo asombroso en borronear con la lengua lo que con igual entusiasmo durante más diez años tachó con el codo, mientras la “opositora” abusa del doble discurso para acusar al gobierno de practicar… el doble discurso.
Sin ir muy lejos, quienes objetaron la ley de responsabilidad fiscal por considerarla una odiosa imposición del FMI harían bien, en función de un elemental decoro, en abstenerse de acusar al gobierno de incumplirla. Asimismo, los que parten para cualquier análisis de que el actual es un gobierno engañabobos, que dice una cosa y hace otra, no deberían cuestionar el presupuesto por no contemplar aumentos en los salarios públicos y presumir que las superatribuciones del Jefe de Gabinete serán utilizadas para aumentar inconsultamente los pagos a los acreedores externos.
Si lo importante es lo que se hace y no lo que se dice, debería por lo menos admitirse que en lo que respecta al año en curso, las modificaciones de partidas presupuestarias -vale decir, lo que se hizo- tuvieron por destino aquello que ellos mismos exigen: obras de infraestructura, incremento de jubilaciones y aumentos de salarios a los empleados públicos.
Existe una gran incoherencia y cinismo en eso de criticar prospectivamente al gobierno basándose en conjeturas y al mismo tiempo disimular que, retrospectivamente, las anteriores conjeturas en base a las cuales se lo criticó en su momento no resultaron corroboradas por los acontecimientos.
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A primera vista, más coherente parece ser la crítica a la compulsión gubernamental por el engaño y a la acumulación de facultades basada en principios político-filosóficos. Es incuestionable que de esta manera se lesiona gravemente el adecuado funcionamiento de “las instituciones”, que es como se acostumbra denominar a la división de poderes (y a la que se suele confundir con “democracia”, término que en modo alguno refiere a ningún sistema político en particular sino que significa “gobierno del pueblo”, un concepto un tanto más amplio que el de “régimen republicano representativo y federal”).
Los principios son principios y no necesitan demostrarse, pero, mirando las cosas con alguna objetividad, no puede decirse que el funcionamiento de las instituciones suponga necesariamente una efectiva democracia, un “gobierno del pueblo”, aunque debe reconocerse que lo contrario también es cierto: el no funcionamiento de las instituciones en modo alguno implica una defensa de los intereses populares.
Sin embargo, el excesivo hincapié en las formas en la creencia de que éstas determinan los contenidos remite al mismo principio de razonamiento de aquellos que piensan que con los adecuados afeites, implantes de siliconas y minifalda se obtiene mágicamente una mujer. En ese sentido, que hagan su experiencia, pero que no pretendan que la compartamos.
Es verdad que las cosas no se pueden hacer de cualquier manera y que no hay diferentes maneras de hacer la misma cosa, pero no por conservar las maneras adecuadas arribaremos a las cosas deseadas.
Pero así parecen creerlo numerosos legisladores de la oposición que cuestionan la concentración de poder en manos del ejecutivo, proponiendo en cambio un estricto control parlamentario de todos los actos de gobierno.
Es por lo menos curioso pretender que los actos de gobierno sean controlados por el mismo parlamento que mayoritariamente vota la cesión de sus atribuciones de control a otro poder del Estado.
Y si a esta rareza le sumamos que en tanto esos legisladores de la oposición consideran que la mayoría de sus colegas oficialistas son venales, no representativos y hasta mafiosos, se da la paradoja de que, según sus reclamos, en aras de la trasparencia pondríamos los asuntos públicos en manos de lo más turbio de la clase política. Y luego hay quien se asombra de que no haya una verdadera opción opositora.
Más delicado resulta que tampoco parece haber una “opción” oficialista.
Huelga aclarar que no aludimos con eso a una opción desde el justicialismo al actual presidente. Dios nos libre y guarde de algo semejante.
Tampoco a la pretensión de que legisladores o dirigentes oficialistas aporten alguna luz a la incoherencia opositora. Unos y otros han transformado el necesario debate en torno al rumbo y destino nacional en artículo de fe. Se trata de “creer” o “no creer” en “las intenciones” del presidente.
Y si en tren de no creer la oposición llega al disparate, para lo contrario los oficialistas se valen del cinismo más ramplón. No cabría esperar otra cosa, habida cuenta los antecedentes.
Algo muy serio ocurrió en el país tres años atrás cuando Fernando De la Rua –símbolo por excelencia de una Argentina hipócrita, oportunista, braguetera y mediocre– se eyectaba en helicóptero. El poeta y sacerdote Mujica lo definía en su oportunidad como “el comienzo del final de la dictadura militar”, el momento en que empezaban a morir los valores sociales que fueron causa y consecuencia de la época más negra de nuestra historia.
El final de una era no implica el principio de otra, pero hay algo innegable: a partir de entonces, la mirada, los requerimientos y las expectativas de los argentinos, son otras.
Es otro el rumbo general del país, y es mucho mayor la decisión del actual gobierno que la del anterior de avanzar por un camino diferente al recorrido durante las últimas décadas. La suposición de que es todo “jarabe de pico” habla muy mal de la percepción que muchos opositores (y no menos oficialistas) tienen de las expectativas populares, de cómo la palabra oficial las alimenta y, mucho más significativo aun, de hasta qué punto esas expectativas modelan y ciñen la acción gubernamental.
Sin embargo…
Sin embargo muchas cosas. La enumeración de los peros, de los asuntos pendientes, de la deuda social y humana con millones de excluidos, con jóvenes sin futuro y adultos transitando sin dignidad la última recta, sería casi interminable y ni falta hace.
La destrucción de nuestro país tuvo una extensión y una profundidad que a veces cuesta concebir.
Cualquier arquitecto o albañil sabe que resulta más simple y rápido construir una nueva casa que reconstruir una en ruinas, pero cuando esa ruina es donde uno vive, no hay más remedio que optar por lo difícil y tratar de reconstruirla.
Todo está por hacerse y lo que hay, hasta los escombros, a la vez molesta y sirve, porque es con lo que contamos. Pero hay un sin embargo: la nueva casa no puede hacerse como la que se vino abajo, porque volvería a caerse.
Y es en este punto donde el gobierno no atina a concebir una opción a ese país que fuimos y que resulta insensato tratar de serlo nuevamente. Y si bien los escombros son necesarios, es preciso usarlos para construir una estructura diferente.
Gran parte de las dificultades “de gestión” obedecen al empecinamiento gubernamental en ignorar, en los hechos, que la causa del derrumbe fue una estructura de poder económico que permanece incólume y de la que los sistemas de poder político, jurídico, institucional, cultural, social y comunicacional -hoy colapsados- son sus excrecencias.
El colapso mayor es el sufrido por el aparato del Estado, que no es solo raquítico, desarticulado e inoperante. Tras décadas de labor paciente y sistemática, la clase dirigente ha logrado una hazaña digna de Ripley: aunque usted no lo crea, en la Argentina, la burocracia estatal es… antiestatal.
Si alguna vez los proyectos privatizadores de Martínez de Hoz se vieron frustrados en todos sus alcances por la resistencia ofrecida por la burocracia del Estado (razonablemente estatista), hoy sucede exactamente lo contrario. A lo que debe sumarse que el conglomerado empresario que parasitó al Estado apoderándose de gran parte de su renta (particularmente la petrolera), engordó con los contratos leoninos y la más lucrativa “industria del juicio” de que se tenga memoria y de la que poco se habla, se apoderó de sus activos durante las privatizaciones y multiplicó su poder adquisitivo tras la devaluación, será la principal beneficiaria de las imprescindibles obras de infraestructura para las que el Estado aportará la financiación y correrá los riesgos.
Es indudable que, por razones de escala y habida cuenta la inexistencia de instrumentos estatales adecuados, determinadas obras sólo pueden ser llevadas a cabo por grandes empresas, pero no es inevitable que sea así en todos los casos. Y si a algunos funcionarios, para no caer en manos de los de siempre, de les da por “inventar” empresarios amigos, será más de lo mismo.
Hay algunos intentos, más o menos exitosos, de alterar el sistema de contratación de la obra pública. En numerosas localidades del interior del país y algunas áreas del Gran Buenos Aires, la rara eficiencia municipal y la activa participación de las organizaciones sociales dan lugar a procesos que, dicho sea de paso, apuntalan mejor una democracia que el mero funcionamiento de las instituciones: La construcción de viviendas mediante cooperativas de trabajo. Con fondos provistos por el Ministerio de Planificación, gestión municipal, en terrenos provistos por los municipios, cooperativas integradas por ex desocupados construyen viviendas con materiales comprados en los corralones locales, lo que incrementa, exponencialmente, la reactivación que esas pequeñas obras provocan.
Sin embargo (hay muchos, pero este de ahora es el mismo de antes) tanto el diseño de las casas y barrios, como el sistema de construcción y los materiales utilizados son exactamente los mismos que si la obra fuera ejecutada por la más grande y concentrada de las empresas.
Es así, que ocasionalmente los trabajos se ven interrumpidos por falta de materiales, siendo que con frecuencia se dispone a la mano de materiales alternativos o podrían aprovecharse ventajas comparativas de ciertas particularidades regionales, para lo que sería preciso, como primera medida, no sólo ejecutar las obras en forma descentralizada y con la más activa participación popular, sino concebirlas de la misma manera.
Es cierto que hay urgencias, demasiadas, y estas suelen llevar a repetir lo conocido, y falta de imaginación y pereza intelectual, pero en la base de repetir lo mismo, por conocido y no por bueno, existe un problema conceptual: la tendencia generalizada a pensar en los mismos términos, con la misma escala y semejante sistema de prioridades que nos llevaron al colapso.
Hoy, como diez años atrás, el principio y fin de todas las cosas parece ser el económico, ayer, en la versión de un “modelo” de mágica abundancia y eterna prosperidad; hoy, con una reactivación que tendría esas mismas consecuencias.
Desmintiendo a Bill Clinton: No es la economía, estúpido. Es la sociedad.
Aun con toda su debilidad, el Estado es la principal palanca de trasformación de que hasta el momento dispone la sociedad, y debería ser utilizada para fortalecer, para promover la organización social y desarrollar su poder, que va mucho más allá del control: es acción y es gestión.
Cuando lo urgente nos impide ocuparnos de lo importante, el resultado será repetir una y otra vez los mismos errores.
Volviendo al principio: el núcleo central de la propuesta del grupo Moreno habla de una empresa cogestionada sujeta al control social.
Cogestión y control social. Nadie parece haberle dado la mínima bolilla, siendo que es la sociedad la propietaria básica de los recursos energéticos y su beneficiaria última, y los trabajadores, sus representantes activos en la gestión.
Unos y otros están ausentes del proyecto oficial y de la empresa que será resultado de un debate parlamentario donde nunca se discute lo que se discute.
Tendremos una empresa nacional de energía que nadie sabe qué es ni qué se propone, navegando en la estratosfera de las grandes empresas. El gobierno vuelve así a transformar en artículo de fe lo que debería ser una creación colectiva.
Mucho mejor le iría, mucho más fácilmente se salvarían los obstáculos y se vencería la resistencia de quienes están cómodos en su abundancia y omnipotencia, de tener confianza en la capacidad de creación popular, por más tumultuosa y desprolija que pueda parecer.
Tal vez vengan a cuento las palabras de Raúl Scalabrini Ortiz:
«Estas no son horas de perfeccionar cosmogonías ajenas sino de crear las propias. Horas de grandes aciertos y grandes yerros, en que hay que jugarse por entero a cada momento. Son horas de biblias y no de orfebrerías» .