El poeta, cura y ensayista sostiene que “estamos colonizados por el lucro” y que “entendemos la muerte como un desperfecto que pronto va a ser arreglado.” Lúcido en cada respuesta, habla de su último libro, afirma que “la cultura tiene que generar sentido, porque si no genera violencia” y se explaya: “Que además de robarte te maten porque es gratis, señala la necesidad de dejar una marca.”
Poeta, ensayista y cura, Mujica hace bastante difícil la tarea de entrevistarlo: después de que contesta, con su lucidez para asociar ideas y fenómenos y su personalísimo trato con la palabra, uno naturalmente se quedaría callado procesando; es preciso un esfuerzo para repreguntar.
Habla desde una larga experiencia de estudio y búsquedas vitales: nacido en Avellaneda en 1942, vivió toda la década del ’60 en Nueva York; pintaba, y estudió Filosofía, la Teología, las Bellas Artes, como dice él, disciplinas de lo “inútil”. Fue a la India y se conectó el gurú que revolvía las cabezas de la beat generation, pero luego viajó a Europa, y en el norte de Francia encontró un convento, de la orden Trapense, donde experimentó “sensación de pertenencia”, de manera que allí se quedó, siete años, bajo voto de silencio. Y allí comenzó a escribir poesía. Luego volvió acá, estuvo un año en el campo, donde escribió su biografía y luego la quemó. Hoy, traducido y editado sin cesar alrededor del mundo, da misa los domingos en la Iglesia de Ayacucho y Santa Fe, y sostiene su vida “en el acto de creación”.
La pasión según Georg Trakl, su último libro editado por el prestigioso sello español Trotta, ilumina desde el ensayo y la poesía la obra del poeta austriaco, cocainómano, partícipe de la primera Guerra Mundial y suicidado a los 27 años, inmolado por la desintegración de Occidente. Explica el autor: “Al derrumbarse una cultura, la idea del nihilismo empieza a ser tematizada. Una cultura se trata de un discurso, simbolizado e institucionalizado, sobre un pacto de valores que una comunidad decide poner en marcha. Y el nihilismo expresa la caída de lo Uno, del fundamento legalizador de un sistema que había servido por milenios. Ese Uno fue Dios, fue la Historia. Su caída significó el desmembramiento de la cultura occidental. Y como vemos hoy, sin cultura no podemos vivir.”
—¿A qué se refiere con lo que vemos?
—Desprovistos de cultura, tenemos vivencias pero no contamos con ningún discurso o representación que las signifique. Por un lado vivimos más que nadie, pero por otro no sabemos para qué. Y eso va generando un desierto de sentido. La cultura tiene que generar sentido, porque si no genera violencia.
—¿Ve actualmente más violencia que en épocas anteriores?
—Violencia ha habido siempre. Lo que aparece como novedad es su gratuidad. Que además de robarte te maten porque es gratis, señala la necesidad de dejar una marca, una necesidad de sentido. Para mucha gente, es tal el sentimiento de estar de más en el mundo, que el hecho de poder dejar una marca pasa a serles relevante. Y las marcas siempre tienen que ver con la violencia. Un cuerpo acariciado no tiene marcas, es el cuerpo torturado el que las tiene. Y no es meramente un tema de pobreza. Entendemos la pobreza siempre desde la materialidad, y yo creo que la gran exclusión de nuestra cultura es la exclusión del sentido y no la exclusión de la comida.
—¿Se trataría digamos de “reculturizar”?
—Hemos relegado las vinculaciones que extraían precisamente sentido y significado de la realidad. El ámbito lógico y racional de la funcionalidad, al conseguir sus resultados, fue colonizando casi la totalidad de nuestra cabeza. Ahora nuestro cerebro funciona pero no sabemos generar sentido, y el mundo queda regido cada vez más por esa razón operativa o instrumental.
—¿Cómo es esa razón dominante?
—La quintaesencia actual de nuestra cultura es el lucro. A diferencia del Medioevo en que se preguntaba por Dios, o la Antigüedad en que se investigaba sobre la physis y la naturaleza, nosotros preguntamos por el precio. Estamos colonizados por el lucro, por lograr resultados, y el resultado es siempre material. Eso es lo que nos quedó: el mercado.
—¿Cuál es el rol efectivo de la Iglesia actualmente? Tiene una tradición canalla pero también en los últimos años fue una de las voces que más denunció la degradación de las condiciones de vida. ¿Qué es hoy la institución Iglesia?
—No siempre fue una voz alternativa. En los ’90 la Iglesia estuvo bastante cerca del statu quo. Es más, Quarracino rompió todo protocolo para mostrar que gobierno e Iglesia (él y Menem) estábamos como chanchos. Por otra parte, la iglesia como institución pertenece al mundo que se terminó. Hace rato que los católicos son protestantes, deciden por sí mismos. El Papa podrá decir “no forniquéis”, pero la gente en la cotidianeidad decide ella misma sobre la moral. Lo que queda es esa autoridad generada a partir de los medios de comunicación.
Además, hoy ya nadie lee las escrituras, ni los curas. Pero la gente sigue teniendo una fe dentro de una institución, aunque independiente de ella. Y una fe también colonizada por la época. Si vos le preguntás a alguien por qué está en la Iglesia, te contesta que le hace bien, cuando históricamente la quintaesencia de la religión era estar en la iglesia por Dios y no por mí.
—¿Eso también explica el crecimiento de las iglesias pentecostales?
—No, creo que la multiplicación es la forma es que se atomizan las cosas. Todas estas sectas aparecen como desintegración de una iglesia protestante que era fuerte, y más fundamentalista en el control que la Iglesia católica. Todo eso pertenece a la desmembración del Uno.
El cinismo o la creación
—¿Quién fue Georg Trakl, y qué fue lo que quiso recuperar de su vida en este libro?
—Trakl fue un poeta que vivió a principio de siglo XX la caída del Imperio Austrohúngaro, el momento disolutivo de Occidente. Fue un autor que corporizó ese desgarramiento, expresó una sed de valores frente al desierto que avanzaba y puso el cuerpo realmente hasta el desgarro. Terminó matándose. Pero también hizo creación y poesía, esa fue su apuesta, no entrar en el nihilismo, sino crear aquello que no estaba.
—En un verso del libro, el cinismo aparece nombrado como “la lucidez del nihilismo”. ¿Qué diría que es el cinismo actualmente y cuál su efecto político?
—Creo que hoy hay una forma de realismo que es ser cínico, aceptar una realidad que aliena y tala de forma directa muchas de nuestras dimensiones humanas. El cinismo es la resignación de la frase “es lo que hay”, esa complacencia con la realidad y a la vez la incomodidad política con uno mismo, que impide que la aceptemos desde un sí. Entonces usamos la máscara del cinismo para simular que estamos afuera.
—En cuanto a esa realidad que nos tala, si no se quiere un retorno hacia lo Uno, ni reaccionar cínicamente, ¿qué actitud cabe?
—El cinismo o la creación. Entender que lo que no hay, es precisamente el espacio a llenar. Ya tenemos hecha toda la crítica sobre el sistema, pero sucede que la crítica sigue siendo parte del sistema. Hoy tenemos la posibilidad de darnos cuenta que el vacío no sólo es el lugar de la queja, sino también el momento para dar un salto.
—¿Ese vacío es algo que viene dado, o también algo a producir, en esta cotidianidad tan saturada?
—No, el vacío no se puede producir. Lo que podemos hacer es sacar aquello con que lo tapamos, podemos deconstruir. Una de las inteligencias del capitalismo fue mercantilizar el vacío. Pero el vacío como tal, como se expresa en el silencio y todas esas palabras pasivas, está ahí y somos nosotros los que no lo soportamos. Nuestra tarea es permanecer ahí hasta que algo se dispense, hacer del vacío un espacio de creación.
El dolor y la muerte
—En el libro se insiste sobre el rol del sufrimiento y el dolor como elementos positivos de la vida.
—Hay muchísimas culturas que no tienen una valoración negativa del dolor, somos nosotros los que adoptamos esa posición. Yo creo que el dolor es constitutivo, y lo recibo como un don, como algo otro que está abriendo espacio en mí, algo a lo que estoy atento, para poder oír qué palabra nueva trae.
Creo que así como el amor expande, el dolor es la forma en que la vida ahonda en nosotros. Esos son los dos movimientos de la vida. Nosotros nos anquilosamos en lo dado, en lo ya tenido, y el dolor es precisamente lo otro, tan otro que no podemos racionalizarlo. El dolor es dolor, por el hecho de que no le encontramos el sentido. Y el sentido es precisamente lo que el dolor está creando cuando aparece.
—¿De dónde proviene esa negación del dolor?
—Lo que nos molesta del dolor, esencialmente es que se trata de la alteridad en nosotros. Es de alguna forma, el anuncio de la muerte, esa alteridad última que va a disponer de nuestra vida y con la que no podemos negociar. En el fondo de la negación está la enorme apuesta de occidente, la creencia de que íbamos a terminar controlándolo todo. En ese sentido, la cultura burguesa tiene por antonomasia el deseo de seguridad, trata de tomar decisiones que le permitan dejar de tomar decisiones. Agarrás un pedacito, decís que es todo, y ahí te encerrás.
—¿Hoy continúa ese proyecto de control total? ¿La ciencia y la cibernética apuntan hacia allí?
—Claramente. Entendemos la muerte como un desperfecto que pronto va a ser arreglado. Hemos inventado un sistema que no nos permite darnos cuenta de que estamos mitad muertos. Tenemos la sensación cultural de que al mirar para atrás está nuestro pasado, cuando en realidad en el pasado estamos muertos. Esa metáfora del camino es una falacia. En realidad la vida es una llama que se va extinguiendo. Llegado el momento en que no tiene desde sí misma cómo carburar, se apaga. Vamos muriendo naturalmente, pero la película de la memoria genera en nosotros esa ilusión de que todavía estamos en lo que fuimos.
—¿Qué rol vital vendría a cumplir la muerte?
—La muerte sigue siendo la finitud del hombre, ese misterio último que va disponer de lo que vos creías que era tu vida, y finalmente no lo era: te fue dada, y después te es quitada. Comprender el dolor es comprender esa finitud, y paradójicamente pareciera que en el fondo de esa finitud, una vez aceptada, aparece la gratitud, el sentido definitivo de la vida.