Aguardientes. Segunda temporada.
Sabía que cuatro lo estaban esperando en la biblioteca, como sabía que cualquiera de los otros estaría tirado en algún rincón de la casa, agazapado para sorprenderlo, para hacerle lamentar el olvido, para demostrarle que con él no hay distracciones.
Le había costado mucho, cada día de los últimos cinco, eludirlo sin por eso dejar de andar por los lugares acostumbrados. Porque lo mejor que hay para envalentonar a ese hijo de puta es cambiar la vida, no hacer lo que se hace acostumbradamente, de cotidiano. Lo peor es hacerle saber que tiene poder, que le tenés miedo, que te aterra el sólo pensar cruzártelo en cualquier esquina de la vida.
Por eso se sentó como siempre con los muchachos en el café el lunes a la tarde, e hizo como que no lo vio. Y almorzó el martes con el Beto en la taberna vasca y él estaba firuleteando con una mina en la mesa contigua. Y el miércoles fue religiosamente a la Facu y el muy turro andaba por todos los pasillos, provocando como un gallito de riña. No le dio pelota. En realidad fingió no darle pelota, porque tenía muy clara su presencia. El tenía que retrotraer la relación a la que fuera durante catorce años: nula, inexistente, de real y absoluta indiferencia.
Porque la culpa la tenía, aunque no lo supiera, ella. Claro, ella lo había dejado hacía seis meses. Y el desamparo, el hueco de soledad que había cavado con su ida, hizo que de nuevo se hiciera amigo de ese asesino. Amigo. Primero se te hace amigo y después te traga completo, pensó.
Esa tarde la había vuelto a ver, para comprobar que el tiempo estaba abriendo la distancia.
Llegó al barrio y él lo estaba esperando en la esquina, debajo de las luces rojas del kioskito de Bernardo. Compró, abrió, encendió, pitó. Se rindió pensando: es muy jodido dejar de fumar.