Elogio de la política

Sospecho que no corren tiempos demasiado propicios para ir por la vida, o la blogósfera, haciendo alegatos en favor de la política. Más de uno pensará que es una bella empresa abocada al fracaso, dada la casi universal convicción de que hay que mantener a la política fuera de nuestras vidas, o a la sumo rendirle algún tributo cada tanto para que las cosas sigan funcionando y no se desmadren.

La semana pasada en un debate televisado sobre la legalización del aborto, un diputado expuso diversos motivos para oponerse a ella, todos concernientes a asuntos como el bienestar colectivo, la salud, los derechos de las mujeres y, por supuesto, a los recursos (siempre limitados como se sabe) de que dispone el Estado.

Para mi estupefacción y perplejidad, concluyó su exposición diciendo que él no quería “politizar” el tema, sin atisbar la menor contradicción en sus palabras. Algo parecido ocurrió con la exposición de otro representante nacional sobre la reforma educativa en un programa de radio. Esta vez el hombre creyó que había que dejar las cosas claras desde el principio y empezó su discurso poniendo profiláctica distancia de la política, que a estas alturas parece una enfermedad contagiosa: él tampoco quería “hacer política” con el tema educativo. La política se conjuga en el habla cotidiana con manipular, engañar y robar.

Asistimos, pues, a una ruda competencia por ver quién huye más prontamente de lo que a estas alturas parece ser la peor vergüenza que pueda caer sobre un ser humano: ser acusado de estar politizando los problemas. Nadie que busque incrementar su rating puede hablar bien de un político o de la actividad política.

Hoy a nadie le parece demasiado removedora la afirmación de Oscar Wilde de que adora a los partidos políticos precisamente porque allí ya no se habla de política. Y dicen que el más extremista en este asunto de condenar a la política (como en muchas otras cosas) fue el dictador Francisco Franco, que le recomendó a uno de sus ministros: “haga como yo, no se meta en política”.

La política es (o se supone que es) la esfera de lo público, aquel ámbito en el que las personas han dejado de ser individuos particulares atentos primordialmente a su interés egoísta, como proclama el credo liberal, y ponen en juego su condición de ciudadanos. La política es aquel ámbito en el que estos últimos enfrentan puntos de vista, ideas y propuestas acerca de cómo resolver los conflictos y problemas que necesariamente existen y existirán en cualquier sociedad atravesada por intereses y concepciones opuestos.

Por tanto, la política es casi un sinónimo de conflicto y lo opuesto a la armonía, que es lo que parecen buscar los que siempre andan aclarando que no quieren politizar las cosas, como si dijeran «no me quiero pelear».

La pretensión de que el enfrentamiento político desemboque siempre en un consenso no es más que una ingenua aspiración a suprimir imaginariamente los conflictos y oposiciones que existen en la sociedad. En lo que sí puede haber consenso es en las reglas de juego para lidiar con los conflictos y problemas y las diferentes concepciones de cómo abordarlos. Si esas reglas no son democráticas, es decir si las propuestas que se imponen para lidiar con ese conflicto dependen exclusivamente de la fuerza y el poder de cada cual, entonces en rigor no deberíamos hablar ya de política, sino de pre-política, es decir de meros grupos de interés, clases o lo que fuere, que se desentienden de argumentar y persuadir y se dedican a urdir estrategias para imponerle al resto de la sociedad sus “soluciones”.

Llevar hasta las últimas consecuencias la idea de suprimir la esfera política parece imposible en las sociedades modernas pero cuando se habla de acotar la política asistimos a algo más que a una metáfora.

En su formulación radical la supresión de la política conduce a la ley de la selva, donde, como se sabe, suele triunfar el más fuerte. Por eso desde una perspectiva de izquierda, lo que precisamos es más política y no menos, un ensanchamiento de esa esfera y no un adelgazamiento como proclaman los que le rinden pleitesía al prejuicio popular.

Que los que tienen más poder que razones y propuestas para resolver los problemas colectivos relinchen cotidianamente contra la política, el costo del Estado o la frecuencia de las elecciones se comprende perfectamente. Se imaginan que la mayoría de las instituciones políticas son un asunto farragoso y costoso que sólo hace bajar la productividad de sus emprendimientos, que a su juicio es lo que verdaderamente importa. Pero causa sorpresa que, atentos a la indignación de la tribuna, también se sometan a semejante prédica quienes creen que los conflictos y problemas que desgarran a la sociedad deberían abordarse, no sobre la base de la fuerza, sino de otros criterios, como la justicia, la igualdad de oportunidades, el aumento de la libertad de los seres humanos y la convicción de que cada miembro de la sociedad no debe ser librado a sus solas fuerzas como si todos dispusieran de la mismas capacidades.
La política es la única esfera en la que se le puede poner coto a quienes no disponen de otro recurso que la fuerza.

Porque donde hay individuos desiguales sólo la ley (un recurso coercitivo sin duda) puede traer algo de justicia. Donde reina la libertad absoluta (en el sentido de la ausencia de normas y leyes, de política por tanto) se impone el más fuerte. Con el discurso anti-político a la moda tal vez estemos obstruyendo el único camino que puede llevarnos a introducir más justicia y libertad en la vida colectiva.

El derecho, que no la derecha, es un ingrediente esencial de la política. Y, como se ha visto, no es tan malo que así sea. Lo malo es que habitualmente se convierta el método propio de la política democrática -es decir el criterio de la mayoría- en la esencia de la política.

Si se le pregunta a cualquier político cuál es la característica más importante de la democracia, la mayoría responderá: que los gobernantes son elegidos por la mayoría del pueblo.

Aunque a veces las mayorías apoyan entusiastamente iniciativas injustas o demenciales, debo admitir que no tengo un criterio mejor que el de la mayoría para que las controversias en la esfera política no conduzcan a la parálisis. Pero reconozcamos que levantar la mano o depositar una papeleta en una urna no es el momento esencial de la política, ni mucho menos el fundacional, aunque parece que a eso se la quiere reducir en estos tiempos.

Hay algo mucho más esencial en términos políticos que es el momento de la deliberación, de la confrontación, sí, de la confrontación, de propuestas concretas para los problemas que nos aquejan y de las ideas en las que se basan esas propuestas… ya que las bondades de una u otra propuesta no deberían depender únicamente de su viabilidad práctica como pretende cierto punto de vista tecnocrático, sino también de las ideas acerca de lo que es una sociedad justa y equitativa y a la que se supone que las diferentes propuestas nos deberían acercar.

Ese enfrentamiento es el nervio y el motor de la política. Resulta, por tanto, trivial, ilusorio, cuando no peligroso, pretender que se puede debatir sobre educación, derechos humanos o la legalización del aborto (por poner los ejemplos citados más arriba) sin meterse de cabeza en política. Si se pudiera, como arguyen algunos, hablar de educación, de derechos humanos y del aborto sin politizarlos, francamente no se entiende qué es la política.

Si se despoja a la política de esa deliberación entre portadores de diferentes propuestas, queda un territorio en el que reinan los especialistas, los profesionales de las soluciones supuestamente técnicas, ajenas a cualquier idea de lo justo y lo injusto.

O, como ocurre desde hace unos cuantos años, en un mero torneo en el que se elige a esos “expertos” en función de atributos que nada tienen que ver con la política en sentido estricto: la honestidad del candidato, sus “éxitos” en la esfera de la sociedad civil, su fidelidad a los intereses del grupo al que supuestamente representa; en suma, la colonización del espacio público por criterios valorativos que no son estrictamente los que deberían interesar al ciudadano, sino los atributos del ‘hombre de empresa’, ‘de familia’, del ‘profesional’.

La política es de una entidad diferente, su papel no es someterse a alguno de los intereses particulares pero tampoco encontrar un imposible camino del medio entre la miríada de esos intereses particulares. Las leyes que adopta, siempre provisorias y revisables, casi nunca terminan por contentar a todos y a cada uno de los miembros de la sociedad y a veces a ninguno. Una ley justa, por ejemplo, bien puede perjudicar (y perjudica a menudo) el interés particular de algún grupo de la sociedad.

Además del discurso de los idiotas que pretenden haberse desentendido de la política (aunque casi nunca pueden evitar que la política se ocupe de ellos), ésta tiene otros grandes enemigos (lo de idiotas no es un súbito ataque de furia; los griegos llamaban idiotas a los que se desentendían de los asuntos de la polis o creían, como el individuo contemporáneo, que ese incordio llamado política es apenas el decorado en el que transcurren nuestras existencias particulares, lo supuestamente importante). No sé si estos enemigos son los causantes de que la política haya sido reducida a escombros o si son ellos el resultado de la devastación del espacio público. En el fondo tal vez no sea lo que realmente importe, sino el hecho de que son fenómenos que coexisten y se alimentan mutuamente. Los voy a abordar brevemente sin que el orden en el que los expongo corresponda a su importancia.

La política como espectáculo. Cuando nuestros políticos discuten (en verdad habría que decir cuando se ladran) no están deliberando, no tratan de aportar los mejores argumentos para defender sus respectivas propuestas y eventualmente convencer a los demás políticos y a los ciudadanos de la justicia de sus planteamientos.

El antagonismo “político” en nuestras sociedades es un espectáculo especialmente montado (siempre con focos y cámaras cerca) para disputarse los favores de un tercero ausente: la opinión pública. Los políticos no se tiran los trastos por la cabeza para persuadir a nadie, sino para asegurarse votos, tal vez porque la dirección de las influencias entre políticos y ciudadanos no es la que a priori tendemos a aceptar: los políticos no se proponen “lavarle el cerebro a nadie”, sino todo lo contrario, repetir lo que los votantes esperan escuchar. Seguramente por esto Platón consideraba que esa estructura triádica de la retórica imposibilitaba el auténtico diálogo, sustituido por una competencia por el aplauso.

Hoy consideramos “vencedor” en un debate político, no a quien aportó los mejores argumentos (que en general están ausentes de cualquier debate), sino a quien se “desempeñó” mejor, quien “se mostró” más tranquilo y aplomado, o al que dudó menos.

El reemplazo del ciudadano por el consumidor, mutación a la que han contribuido, por ejemplo, quienes nos quieren convencer de que el Estado debe funcionar como una empresa. La figura del consumidor se caracteriza por la ausencia absoluta de compromiso estable con un partido político o con un modelo de sociedad. Su conducta consiste en optar entre las diferentes “ofertas” que van apareciendo en el escaparate político (tanto en materia electoral -el votante posmoderno- como en otras esferas públicas) según sus cambiantes intereses. Reemplazar la política por el mercado, o el ideal de la deliberación por el del consumo, no es una operación inocente, representa uno de los esfuerzos más consistentes por privatizar la política, que es una forma de terminar con ella.

La idea de que la intervención de los seres humanos es inútil para cambiar el curso de los acontecimientos. Que esa intervención no pueda trascender las circunstancias históricas en las que tiene lugar no demuestra en absoluto que no pueda modificar las condiciones económicas y políticas en las que viven los seres humanos, salvo que se piense que cambiar significa únicamente alcanzar determinados ideales y sólo esos ideales.

En política tienen poco futuro quienes se manejan únicamente con principios e ideales y no están dispuestos a pactar.

Hay dos cosas llamativas en esta resignada visión de la política. La primera es que parecen coincidir en ella, aunque por motivos diferentes, tanto los conservadores como muchos de los llamados progresistas. Los primeros porque sugieren, nada inocentemente por cierto, que los hombres -los mismos hombres que crearon estas instituciones y establecieron esta forma de vincularse entre ellos- al parecer no pueden crear nuevas instituciones y vínculos. Y los últimos porque creen que el curso de la historia ya ha sido diseñado por los poderosos en algún laboratorio ideológico.

Que asistamos a la impotencia de una política básicamente nacional frente a una economía poderosa y globalizada no altera en esencia lo que aquí se afirma. En todo caso requeriría iniciativas políticas más preocupadas por encontrar alguna forma de política trasnacional, que sin duda tiene más posibilidades de resultar exitosa a la hora de ponerle coto a las exigencias de los “mercados”.

El otro fenómeno que llama la atención es que se haya expandido hasta tal punto en la sociedad la idea de que los hombres disponen hoy de menos posibilidades para intervenir en el terreno político que en épocas pasadas, cuando hay muchas evidencias que sugieren lo contrario. Baste con recordar el sometimiento de los seres humanos a los imperativos de la naturaleza y los esfuerzos y energías que tuvieron que dedicar en otras épocas de la historia a satisfacer sus necesidades más elementales.

La extendida queja de que los representantes no reflejan fielmente los deseos y aspiraciones de los representados. El reclamo implícito que hay en este lamento ya ha hecho un largo camino en otras latitudes, pero empieza a darse por legítimo también por aquí cuando se reivindica, por ejemplo, que haya más mujeres que “representen” a las mujeres. Es decir, que se da por supuesto que el papel de los representantes es representar lo más fielmente posible a los suyos, con lo que se erosiona el espacio público como espacio de articulación y síntesis.

Si la representación fuera una traducción exacta de la sociedad civil a la sociedad política, entonces ¿qué vendría a ser exactamente la política? Ésta no es un edificio dividido en habitaciones en las que cada parte es soberana. La política se convierte en una tarea imposible cuando rige la exigencia absoluta de que el sistema político sea una fotografía de la sociedad civil. Y eso ocurre cuando se pide que mujeres representen a mujeres, que gays hagan lo propio con los gays o los extranjeros con los extranjeros y así hasta el infinito. Ese universalismo que está implícito en la idea de ciudadanía no podría siquiera imaginarse si se diera por buena la preeminancia de las particularidades.

La única fidelidad que se puede exigir a los representantes es la que concierne a sus propuestas e ideas acerca de la “buena sociedad”. Hay quienes se lamentan desconsoladamente frente a la constatación de que la representación no coincide exactamente con lo representado y pretenden con ello haber demostrado la impostura de la política. Otros la celebramos porque creemos que es una de las condiciones de la existencia de la política.

Por eso, aunque a más de uno le duelan los ojos cuando lea esto, podría decirse que la crisis de la política obedece menos a la gran distancia que, en este sentido, existe entre los electores y los elegidos, como se suele pensar habitualmente, que a la exigencia de que los últimos sean un calco de los primeros.

A quienes siguen pensando que una postura impugnadora del orden existente pasa por sumarse al coro anti-político de moda es bueno recordarles que en ausencia de política sólo quedan consumidores a merced del mercado, individuos atomizados que, a lo sumo, se quejan.

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