El peronismo es una fuerza en la que habita un antídoto y un veneno. Estos conviven en dos comportamientos estancos que se balancean en un equilibrio eficaz y poderoso. El equilibrio se reduce a una fórmula fundida en la homeostasis que da la institucionalidad del poder.
Cuando este estado de dorada medianía desaparece, el veneno y el antídoto se desbalancean y la fuerza pierde el equilibrio.
El antídoto es el todos unidos triunfaremos. Cuando en el peronismo se alinean todas las interpretaciones posibles del movimiento, el devenir es de éxito. El veneno es la pulsión que tiene el peronismo por autofagocitarse con pasión descarnada cuando la institucionalidad del poder desaparece.
Hoy asistimos a ese estado. La institucionalidad del poder desaparece y se ingresa en un estado de ebullición trágico. Trágico porque no tiene solución. Las expresiones hablan desde la creencia de que son portadoras del cien por ciento de la razón. Esto hace que los problemas se transformen en trampas que no tienen capacidad de alcanzar síntesis.
Se evoluciona cuando una explicación se impone. Veamos: Cristina es una dirigente que logró conseguir cosas que pocos políticos lograron. Ese reconocimiento existe y se es consciente de que CFK tiene con qué. Algunos lo aceptan con fanatismo, otros moderadamente o a regañadientes.
A pesar de esa aceptación, hay una etapa de dogmatismo fatigada, sencillamente porque esta nueva coyuntura procesó lecturas que hacen que el método no encastre con la realidad.
Hay que bajar el paladar para ensanchar las bases de sustentación del movimiento que tiene la responsabilidad de representar a un espectro policlasista que va del medio para abajo y de izquierda al centro.
“El episodio del Caras y Caretas es la cristalización de la disputa por un nuevo modelo de conducción que requiere rebalancear las cuotas de incidencia de la lealtad y de la representatividad en la fórmula que porotea las listas”
El método de construcción atraviesa un debate signado por dos posturas: ¿se paga la lealtad o la representatividad? Se puede agregar otra forma y fue la que utilizó Néstor Kirchner entre el 2003 y el 2008: pagar el poder de daño.
En esta etapa, Néstor Kirchner tenía la necesidad de construir hegemonía y empatía en un escenario de mucha dificultad, atravesado por el enojo de la sociedad con la clase dirigente, una situación social muy compleja, y por la disputa y presión de los poderes fácticos por imponer las reglas que iba a tener el nuevo contrato social post 2001.
La modalidad de este proceso dificultoso fue garpar: representatividad (poder sindical y territorialidad), lealtad nacional y popular, y poder de daño (Clarín y Moyano).
Cuando la etapa de hegemonía alcanzó el máximo de la capacidad instalada (54% de los votos en las elecciones presidenciales de 2011), sumado al desarrollo de un proceso de polarización de la sociedad, la necesidad dejó de ser la construcción del cuerpo. Ahora había que darle forma, encontrar y definir un perfil, una identidad.
La tarea requirió la aplicación de un modelo de conducción centrado en pagar identidad y lealtad. La representatividad ahora estaba en la cúspide (CFK arrasó con los votos) y ya no era necesario pagar poder de daño porque la etapa del proceso había mutado a una faz de ofensiva política.
La derrota electoral y el llano generaron que la representatividad territorial de los peronistas que quedaron con vida se transforme en la frutilla del postre. Sin embargo, esa coordinación en red de la territorialidad empoderada convive con la figura de CFK, que a pesar de haber dejado el poder, y como pocas veces ocurrió con los ex presidentes, mantiene altos niveles de adhesión social y centralidad política. El episodio del Caras y Caretas es la cristalización de la disputa por un nuevo modelo de conducción que requiere rebalancear las cuotas de incidencia de la lealtad y de la representatividad en la fórmula que porotea las listas.
“¿Será el peronismo el reflejo de un país postindustrial encerrado en la alegoría de la caverna del conurbano oxidado? ¿Será la respuesta a un mundo que ya no existe?”
Además de los disgustados con el método, están los que vorazmente y con menos modales van en busca de la llave que halle el equilibrio. En este plano, muchos creen que Cristina no va a tener la capacidad de lograr la alquimia necesaria para que antes del 2019 ella sea menos puteada que Macri. Otra creencia es que si no se gana en dos años, Cambiemos puede construir una hegemonía cultural y política que haga que el peronismo hiberne por ocho largos años –the winter is coming– y Massa se transforme en Reutemann, la esperanza blanca del peronismo que nunca llega.
Sin embargo, el problema es otro. Este proceso recién contado es solo un detalle. Es la forma en que el peronismo se destruye y se reconstituye en un mismo acto. Es como un punto y una coma; un proceso doble en un solo caracter.
¿Será el peronismo el reflejo de un país postindustrial encerrado en la alegoría de la caverna del conurbano oxidado? ¿Será la respuesta a un mundo que ya no existe?
El peronismo debe buscar un código y una conexión que logre convencer de que cierta rusticidad siempre es bienvenida en nombre del bienestar. Pero también, debemos entender que en este mundo nuevo las certezas de la modernidad se desvanecen en el aire, y las verdades se mueren y reviven con la rapidez y la inmediatez que marca el compás del lenguaje audiovisual.
El gran desafío, la gran pregunta (más allá de la necesaria revisión estética, corporal y metódica) es: ¿qué debería hacer el peronismo para que su expresión se mire a un espejo que redunde en una alineación armónica entre su realidad y la interpretación social?