El último intento de planificación consensuada: el Pacto Social de 1973

En momentos en que el país debate sobre el rumbo económico y el rol de la política económica, de los empresarios y los trabajadores, resulta útil revisar la última experiencia de construcción de un programa económico basado en los acuerdos entre los actores.

“La Argentina está en crisis”. Son pocas las frases que gozan de tanto consenso como esta. Pero si nos preguntamos “¿cuándo empezó y cómo salir de ella?”, entramos en el terreno de la disputa política estructural, esa que se libra entre los actores socioeconómicos. De hecho, casi que podríamos entender la historia económica a partir de cómo se relacionan los actores con el Estado: ¿pacto social o disciplinamiento? ¿concertación o decisionismo unilateral? ¿acuerdo o conflicto? Algo de este debate flota en el discurso público a propósito de las constantes referencias al Pacto Social del peronismo de los setentas y su ministro de Economía y líder de los empresarios nacionales: José Ber Gelbard. La discusión no es sólo por la historia en sí. Además remite a una cuestión crucial de nuestro presente: ¿de qué manera se construye y legitima el rumbo económico?

El Pacto Social fue la experiencia de concertación más avanzada que tuvo el país y, como casi todo en Argentina, existen dos visiones al respecto. Por un lado, se lo considera una puesta en escena para ocultar una redistribución del ingreso a favor de los capitalistas y así descargar el costo de la crisis económica sobre los trabajadores. Por otro lado, se lo critica con el argumento de que “nunca” en la historia del mundo funcionaron los controles de precios. Lo que se desprende de estas visiones es que no se necesita ningún tipo de acuerdo social, sino que el Estado debe aplicar las políticas correctas, “hacer lo que hay que hacer”, y disciplinar a quienes se opongan a ello. 

El Pacto Social, vigente entre mayo de 1973 y octubre de 1974, bajo la conducción económica de Gelbard, buscaba responder a dos grandes problemas. En el corto plazo, atender la crisis económica heredada del gobierno de Lanusse, signada por una inflación del 60%, caída de los salarios reales, desempleo, reservas del Banco Central por el piso y una balanza comercial a penas positiva. Más estructuralmente, se buscaba resolver las recurrentes crisis cíclicas de stop and go, típicas del modelo sustitutivo industrial y que ponían de relieve el problema de la restricción externa generada por la insuficiencia de divisas. 

Para enfrentar ambos conjuntos de problemas, y teniendo en cuenta la base de apoyo laboral-popular del peronismo, se procuró restituir el poder adquisitivo del salario y operar una redistribución del ingreso para llegar al famoso 50-50 entre el capital y el trabajo. Sobre este impulso inicial, la estrategia de desarrollo se fundó en un decidido impulso a la inversión industrial, la productividad y la promoción de su perfil exportador. Así, se buscaba establecer un proceso virtuoso entre redistribución del ingreso, ampliación del mercado interno, inversión, aumento de las exportaciones (industriales y agropecuarias) y crecimiento económico. Es decir, pasar de la mera sustitución de importaciones a una industrialización autosostenida capaz de superar la restricción externa. 

Pero si bien esta orientación económica en gran medida condensaba los debates económicos de los años sesentas, particularmente la idea de una industrialización exportadora y apoyada por el Estado, la estrategia política de su aplicación resultó innovadora. En un contexto de fuerte radicalización política luego del Cordobazo de 1969, Perón entendió que la legitimidad y efectividad de su proyecto político y económico se vería fortalecida si contaba con el compromiso explícito de amplios sectores de la sociedad. El Pacto Social se proponía generar una gobernabilidad económica bajo el supuesto de que si los actores económicos participan de la planificación económica, ésta tiene mayores chances de lograr y sostener sus objetivos. En el plano más general, la base del acuerdo entre el capital y el trabajo era lograr una mejor redistribución del ingreso a cambio de garantizar la estabilidad del sistema capitalista. Peronismo puro. En palabras de Gelbard: “socializar los ingresos y las utilidades, pero no la propiedad privada. Para eso hay que entender que debemos congelar nuestras ganancias para defender eso otro”. 

El tejido del consenso comenzó en el plano político, con el acuerdo Perón- Balbín y el compromiso democrático de la “Hora del Pueblo” de 1971. En el plano corporativo, los pilares del Pacto Social fueron la Confederación General Económica (CGE), bajo la conducción de Gelbard y la Confederación General del Trabajo (CGT) liderada por José Ignacio Rucci. A fines de 1972 las “Coincidencias Programáticas” sellaron el apoyo de un amplio espectro de dirigentes políticos, sindicales y empresariales. Sobre este núcleo, se fueron sumando el resto de las organizaciones empresarias, desde la Unión Industrial Argentina a la Sociedad Rural Argentina, pasando por la Bolsa de Comercio. Luego de más de mil reuniones de concertación sectorial y regional, en el plano nacional, provincial y municipal, los actores acordaron y se comprometieron por escrito con la planificación estatal. Al respecto, Carlos Leyba, quien participó de las tareas operativas del Pacto Social, recuerda en su libro que “durante la elaboración del Plan Trienal se realizaron consultas, reuniones de trabajo e intercambios de ideas y opiniones con todas las instituciones sociales del país, desde la Sociedad Rural hasta la CGT”. 

El Pacto Social quedó condensado en el Acta de Compromiso Nacional en la que todos los actores se comprometieron a apoyar la intervención del Estado, ya sea en el sistema de precios o en el mercado interno y externo. Los objetivos acordados fueron los siguientes: llegar a una distribución del ingreso de 50-50 entre el capital y el trabajo; vincular salarios a productividad; eliminar el desempleo y la marginalidad a través de políticas activas en salud, educación, vivienda y asistencia social; mejorar la distribución regional del ingreso; terminar con el proceso inflacionario y la fuga de capitales. Sobre la base de estos acuerdos se proyectó el Plan Trienal 1974-1977, que constituyó el último y más elaborado intento de planificación estatal. 

Esta forma de construir gobernabilidad económica se apartaba del decisionismo unilateralista que había imperado desde 1955 –sobre todo bajo los equipos económicos liberales de las distintas experiencias militares– y retomaba la política de concertación de los años cincuenta, cuya manifestación más elaborada había sido el Congreso de la Productividad entre la CGE y la CGT. Perón y Gelbard estaban convencidos de que la única posibilidad de impulsar un capitalismo industrial de base nacional, tenía como condición superar el perverso mecanismo de ajuste devaluatorio del stop and go, que daba lugar a una conflictividad política y social tal que terminaba engullendo cualquier plan económico y multiplicaba la inestabilidad macroeconómica. 

En este contexto, el gobierno peronista entendió que la clave era política: lograr un acuerdo estable entre empresarios y trabajadores que de lugar un esquema distributivo que evitara el explosivo combo inflación-apreciación cambiaria-deterioro del frente externo-devaluación. La punta del ovillo era el ataque a la inflación, para lo cual se propuso un acuerdo de precios y salarios: se aumentaba 20 % el salario y los empresarios se comprometían a no trasladarlo a precios, e incluso bajar algunos productos. Tanto precios como salarios quedarían congelados por dos años. Si bien el sector empresario, que esperaba una política mucho más agresiva, quedó conforme, el sector laboral vio frustradas sus expectativas de un aumento salarial del 100 %. La izquierda combativa criticó al sindicalismo peronista y continuó con sus objetivos revolucionarios. 

No obstante, el plan económico y la política del Pacto Social tuvieron resultados sorprendentes. La inflación se redujo, creció el salario real (un 54% el mínimo y un promedio que superó en un 30 % el de 1970), hubo un fuerte crecimiento del producto, de las importaciones y más aún de las exportaciones que, en un contexto de términos de intercambio favorables, engrosaron las reservas del Banco Central. En resumen, una estabilización económica sin ajuste recesivo, sin ajuste nominal violento del salario, sin devaluación masiva y coronada con un vigoroso crecimiento económico. Mención a parte merecen las exportaciones industriales que en 1974 llegaron al récord histórico de 24 % sobre el total de las exportaciones. 

El resto de la historia es conocida. En octubre de 1973 se produjo la crisis del petróleo que disparó la inflación mundial. Por primera vez se habló de “inflación importada”, la cual desarmó el esquema de costos de las empresas y alteró el acuerdo de precios y salarios. El gobierno aplicó distintos mecanismos de compensación a las empresas, pero la presión sobre los costos exigía flexibilizar la política de precios, lo cual ponía a la ofensiva a un sindicalismo que ya no tenía margen frente a las expectativas de las bases. Sin dudas, un elemento que sumó rigidez en esta olla a presión fue el tipo de cambio fijo, defendido a rajatabla por el presidente del Banco Central, Alfredo Gómez Morales, quien paradójicamente aplicó la primera devaluación en marzo de 1975. 

Luego de la muerte de Perón en julio de 1974, el esquema de gobernabilidad perdió su eje de rotación y se desató una dinámica de comportamiento centrífuga en la que los actores utilizaban su poder corporativo para maximizar ganancias, situación en la que el sector asalariado llevaba las de perder, porque como había dicho Perón “los salarios suben por la escalera y los precios por el ascensor”. Luego de la hiperdevaluación del “Rodrigazo” la economía derivó en una espiral de inflación y conflicto social en la que los limitados intentos de reedición de la concertación resultaron infructuosos. Muchos adaláteres de la ortodoxia sostienen que el Rodrigazo fue la consecuencia lógica del plan de Gelbard, pero esto no solamente es injusto sino que no tiene asidero histórico: tanto las bases sociales y políticas como la orientación económica, los instrumentos utilizados y los resultados obtenidos están en las antípodas uno de otro. Mientras Gelbard había intentado sostener el Pacto Social y una política económica heterodoxa hasta su salida en octubre de 1974, Celestino Rodrigo, quien respondía a López Rega, ensayó un salvaje ajuste ortodoxo, aplicado de forma unilateral y con el objetivo de disciplinar al sector trabajo y construir un nuevo bloque de poder basado en el gran capital y el apoyo de las Fuerzas Armadas.

Las lecciones que deja esta experiencia son varias, pero cabe rescatar algunos puntos. Primero, ninguna política de concertación social puede prosperar si no hay una base de acuerdo sobre el modelo económico a desarrollar, en este caso, la industrialización exportadora. Segundo, dentro de los límites de un sistema democrático y presidencialista, es indispensable la voluntad y fortaleza política del Presidente, tanto para convocar como para garantizar el cumplimiento de los acuerdos. Tercero, los actores deben ser representativos, aunque disponer de una mínima autonomía respecto de las bases, y estar convencidos de que existen mayores beneficios que perjuicios a la hora de concertar, punto en el que los incentivos (positivos y negativos) que impone el Estado resultan cruciales. Por último, pero quizá lo más importante, un Estado con capacidades técnicas y burocráticas que sustenten una autonomía legítima frente a los actores, pues de su funcionamiento depende que se hagan efectivos los acuerdos y las compensaciones. Está claro que en un contexto de lucha política intestina y librada dentro del Estado, ninguna política, de concertación social, o cualquier otra, está en condiciones de construir algún rumbo.

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