El tiempo, ¿está después?

Una canción y ese asunto de todos los tiempos: el tiempo. Por Carlos Zeta

¿No les pasa que, por alguna razón (o por ninguna), una canción se aparece de pronto y los persigue todo el día? A mí, sí. Y hoy le tocó a una muy hermosa del uruguayo Fernando Cabrera: no hay caso, no me suelta. Así que, en lugar de exorcizarla escuchándola cien veces —que es lo que suelo hacer— vine aquí a compartir con ustedes unas reflexiones sobre el tiempo (que es el asunto de la canción), a ver si eso me ayuda.

El tiempo es, también —cuando lo notamos y cuando no— un asunto del poder. O, para decirlo de otro modo, son las coordenadas que impone el capitalismo las que van haciendo una cosa u otra con el tiempo. Puede ser, por ejemplo, un recurso económico: algo que se puede invertir, ahorrar, perder o malgastar, y responder, así, a una lógica de producción y rendimiento. ¿No hemos escuchado, acaso, que el tiempo es oro? Esa cuestión de la “productividad”, que viene a “ordenar” ese otro tiempo: el del ocio, el descanso, el de las relaciones personales, subordinadas a la expectativa de ser siempre más eficientes, más rápidos, más útiles.

De ese modo, el tiempo ya no es experiencia: se convierte en medida, y no afecta a todos por igual, impone una jerarquía: quienes más poder tienen, compran tiempo ajeno (en forma de servicios, trabajo, cuidados), mientras que otros venden su tiempo para sobrevivir. Así, el tiempo también se convierte en un símbolo de desigualdad.

¿El siglo de la prisa?

El siglo que corre (¿más que nunca corre?, ¿hubo, acaso, una aceleración tan brutal del tiempo?, ¿será recordado, este, como el siglo de la prisa?) asomó con una marca que, en su primera década, parecía acentuarse: ya no estaríamos ante un poder que prohíbe, reprime o disciplina —al modo foucaultiano— sino ante un poder que invita, motiva, exige rendimiento. En este nuevo régimen —que un filósofo coreano, residente en Berlín, llama “la sociedad del rendimiento”— el sujeto deja de ser obediente para convertirse en su propio empresario: el explotador de sí mismo. A través de la digitalización, la multitarea, la hiperconectividad y la autoexplotación, se ha destruido la negatividad del tiempo: la pausa, el vacío, la espera, el silencio. El tiempo ya no es un espacio de acontecimiento, sino una secuencia continua de actividad. Todo momento debe ser productivo, mensurable, aprovechable. Hemos perdido la contemplación en favor de la aceleración.

¿Cómo recuperar el tiempo perdido?

El tiempo, en su sentido más profundo, no es una serie de instantes que se consumen, sino una morada del sentido. ¿No?

Nos gobiernan en nombre de una libertad cooptada por el mercado, y han producido un sujeto que cree que elige, cuando está sometido a una lógica de autoexplotación permanente. Ya no hay un patrón externo que oprima: es uno mismo quien se presiona, se exige, se agota. Y este agotamiento no es una falla del sistema: así funciona.

¿Así funciona?

Hay quien piensa que la resistencia ante esta colonización del tiempo, puede ser una reapropiación a través de la contemplación, la lentitud, la atención plena. Un tiempo que no se deja acelerar ni monetizar. Un tiempo abierto a lo otro: a lo que no puede ser capturado por el algoritmo ni la métrica: una reivindicación filosófica del silencio, de la belleza, del ritual, del cuidado, es decir, de formas de temporalidad que el sistema ha marginado por improductivas.

Ponele.

Vanas promesas

Walter Benjamin, en sus Tesis sobre el concepto de historia, advierte contra una concepción lineal y progresiva del tiempo: esa visión heredada de la Ilustración y alimentada por el capitalismo, según la cual la historia avanza inevitablemente hacia un futuro mejor. Esta narrativa ha servido —y sigue sirviendo— para justificar el sufrimiento presente en nombre de un mañana que lo redimirá todo. La historia, dice Benjamin, se convierte así en un tren que avanza sobre los cuerpos de los vencidos, mientras el progreso —¿y los progresistas?— promete, pero nunca cumple.

Frente a esto, Benjamin propone una forma distinta de pensar el tiempo: no como una línea recta, sino como posibilidad de detener la máquina del progreso y abrir un momento de oportunidad mesiánica. El tiempo verdadero no es el que se acumula, sino el que se carga de ahora, de sentido, de memoria.

El discurso de la máquina de destrucción masiva que mora en Balcarce 50 de «dinamitar» el Estado, de volver a cero, de eliminar intermediaciones, expresa un deseo de aniquilar el tiempo histórico: de empezar de nuevo, como si no hubiera pasado nada, como si las conquistas sociales, las luchas populares, la memoria política, fueran lastres del progreso (¿y de los progresistas?).

Así, el presente se convierte en campo de supervivencia individual, sin red, sin garantías, sin futuro común. El tiempo deja de ser compartido: ya no hay proyecto colectivo ni historia nacional, solo trayectorias privadas, competencias individuales y un culto tecnocrático del “ahora”. Que, contradictoriamente, convive con una ¿promesa?: en cuatro décadas vamos a ser no me acuerdo qué, pero va a estar buenísimo.

La historia —esa testaruda— no es una línea que progresa (y si no, miren a los progresistas), sino un campo de ruinas. En la famosa imagen del “Angelus Novus”, el ángel de la historia ve el pasado como una catástrofe continua, y es arrastrado hacia el futuro por una tormenta que llamamos progreso. Esa tormenta, ¿no es el capitalismo desenfrenado, sostenido por una ultraderecha que se disfraza de innovación, pero opera como máquina de olvido y repetición?

El desafío es detener esa tormenta: impedir la narrativa dominante del tiempo, abrir grietas en el presente, recuperar la memoria de los vencidos, y pensar el futuro no como continuidad, sino como ruptura y posibilidad.

Milei, en su desprecio absoluto por la historia nacional y por lo social, destruye el tiempo político: reemplaza el debate público por la lógica de mercado y el conflicto democrático por la “mano invisible” de algoritmos y gráficos. Su propuesta no es avanzar: es dinamitar todo lazo temporal con lo común. Un vaciamiento del tiempo histórico como espacio de lucha y de sentido. Mientras hablan de futuro, instalan un eterno presente de competencia, miedo e hiperindividualismo, en el que ya no hay memoria ni proyecto, solo mercado y supervivencia.

La memoria como interrupción

La memoria no es un archivo muerto: es una fuerza política viva, que irrumpe en el presente para reclamar justicia y sentido: ¿qué, si no, ha sido —y continúa siendo— la lucha de nuestras Madres y Abuelas? Las derechas buscan desactivar esa potencia: vacían el pasado de conflicto, lo reducen a “relato”, lo declaran “superado”. Responder con memoria activa no es nostalgia: es reabrir el tiempo histórico.

¿Acaso no estamos proponiendo una forma otra de la conversación? Una política emancipadora, no puede limitarse a prometer futuros abstractos (“cuando vuelva el Estado…”, “cuando crezca la economía…”). Debe operar (otra vez, Benjamin), en el instante de peligro: como oportunidad, como interrupción del curso destructivo. No se trata de negar el futuro, sino de reconquistarlo a partir del pasado y del ahora, lejos de todo cálculo económico.

El tiempo de la política es el tiempo del acontecimiento, no el del algoritmo.

A propósito: la canción que no me suelta es “El tiempo está después”.[1]  Y es tan hermosa. No sé si estos desvaríos les habrán servido para algo, pero tengo un consuelo, para mí y para ustedes: si escuchan la canción verán que paga con creces el tiempo que perdieron leyendo este artículo.


[1] El tiempo está después es un disco del músico uruguayo Fernando Cabrera. Fue publicado en vinilo y casete por el sello Orfeo en 1989. Contiene el tema homónimo que aquí les comparto en la bella versión de Perotá Chingó: https://www.youtube.com/watch?v=mir_-h_0_II&list=RDmir_-h_0_II&start_radio=1

COMPARTÍ ESTE ARTÍCULO

Share on facebook
Share on twitter
Share on linkedin

Recibí nuestras novedades

Puede darse de baja en cualquier momento. Al registrarse, acepta nuestros Términos de servicio y Política de privacidad.

Últimos artículos

Se pronostica una polarización entre La Libertad Avanza, encabezada por un desconocido abogado, y Juan Schiaretti, poniendo en vilo su proyecto nacional. El factor Natalia de la Sota aparece como lo más disruptivo del panorama. Por Lea Ross
Un cuerpo hallado en una demolición, un sospechoso señalado cuatro décadas después y una trama que conecta la dictadura con un crimen aún sin cerrar. Por Ricardo Ragendorfer
Candidato a primer concejal por el Frente Futuro en General Rodríguez, Aliaga apuesta al comunalismo vecinal, la seguridad y la infraestructura para romper con los viejos esquemas. Entrevista de Carlos Mackevicius.