El primer plano de aquel rostro sangrante, con la mandíbula destrozada por un escopetazo, dio la vuelta al mundo como una elocuente postal de la Argentina del presente. Era el rostro de un poblador de la comunidad mapuche asentada en Cushamen, un caserío cordillerano del noroeste de Chubut.
Ya se sabe que allí, entre el 10 y el 11 de enero pasado, se llevó a cabo un “sentido” homenaje a la Campaña del Desierto, auspiciado por las máximas autoridades de la provincia con apoyo logístico del Ministerio de Seguridad de la Nación. Su consejo organizador fue encabezado por el juez federal de Esquel, Guido Otranto, y su par en la justicia ordinaria, José Colabelli. La programación del evento ofreció tres espectáculos de categoría; a saber: el martes a la mañana, apaleamiento de “indígenas” -incluidos mujeres y niños- por 200 gendarmes en un tramo de las vías del tren La Trochita; el martes a la tarde, saqueo de los animales de la comunidad y cacería de “indígenas” por patotas de la policía local; miércoles a la noche, prácticas de tiro al blanco -con postas de goma y plomo- sobre objetivos “indígenas”, también a cargo de esa policía. El saldo de ambas jornadas fue fructífero: 11 detenidos y 15 heridos; dos de gravedad. Y al cierre de la celebración, el gobernador Mario Das Neves se lució con una rima: “Entre los mapuches hay violentos que no respetan las leyes, la Patria y la bandera, y que agreden a cualquiera”.
Tales fueron sus exactas palabras. Una frase en cuya terrorífica simpleza se desliza la “flexibilización” actual de las garantías constitucionales en todo el país. Y referida a un acontecimiento -el ataque a dicha etnia en el marco de su litigio por tierras con el grupo Benetton- que deja al descubierto el lado más oscuro de la “seguridad” como política de Estado.
Bien vale entonces reparar en sus circunstancias y personajes.
Danza con lobos
La represión en Cushamen fue una especie de pogrom en clave telúrica. O sea, técnicamente, un delito de lesa humanidad. ¿En algún momento habrá tenido Das Neves en cuenta ese detalle? Todo indica que sí, aunque de modo tardío, ya que dos días después supo esgrimir: “Fue el juez federal quien originó todo esto; fue él quien ordenó reprimir”. Se refería al doctor Otranto.
Lo cierto es que la réplica del magistrado le agregó al asunto una cuota de incertidumbre institucional, dado que -según un comunicado distribuido por él en esas mismas horas- su orden a la Gendarmería solo se limitaba a “remover y secuestrar los obstáculos materiales que se encuentren colocados sobre las vías del Viejo Expreso Patagónico, sin que ello contemplara detenciones”.
Sin embargo, al tomar conocimiento del cariz que habían tomado los hechos, ni siquiera se acercó a la comunidad mapuche de Cushamen para constatar los daños. En cambio, dispuso alojar en la Unidad 14 del Servicio Penitenciario Federal a las tres personas arrestadas el martes a la mañana, a quienes recién excarcelaría 72 horas después.
En semejante zigzagueo procesal incurrió aquel juez de 43 años con fama de “garantista”. De hecho, el año pasado no le había temblado el pulso al declarar nulo el pedido de extradición a Chile del líder mapuche Facundo Jones Huala, al probarse que el único testigo en su contra había aportado datos bajo tortura.
“La represión en Cushamen fue una especie de pogrom en clave telúrica. O sea, técnicamente, un delito de lesa humanidad”
A raíz de tal resolución, el gobernador Das Neves denunció a Otranto en el Consejo de la Magistratura. De ahí, la enemistad entre ambos, una enemistad cargada de recíprocos reproches.
“Fue el juez federal quién armó todo este lío”, insistía Das Neves ante todo micrófono que tuviera a tiro. No obstante, nada dijo sobre las dos intervenciones de su propia policía. Estas fueron ordenadas -en una causa por usurpación y robo de vacas- por el juez penal de Esquel, José Colabelli, un viejo pájaro de cuentas en los tribunales chubutenses.
Su figura alcanzó cierto renombre a nivel nacional en 2004, al ser destituido por el Consejo de la Magistratura por desalojar dos años antes a una pareja de mapuches de manera brutal. Pero la suerte no le fue esquiva, ya que al tiempo fue restituido en el cargo por un tecnicismo: uno de los consejeros que tramitó su caso no reunía los requisitos para integrar ese cuerpo. Otro refucilo de fama lo iluminó en 2012, al ser denunciado cuando pretendía interrumpir el aborto no punible a una niña mapuche de 12 años, víctima de una violación. No es exagerado decir que Colabelli es el magistrado anti-mapuche por excelencia, dado que las víctimas preferenciales de sus fallos pertenecen a esa comunidad. Tanto es así que fue él quien en 2015 detuvo a Jones Huala para ofrecer su cabeza a Chile en base a una falsa secuencia de acontecimientos urdida por la policía. Por tal motivo, dos comisarios, dos fiscales provinciales y un agente de la AFI fueron procesados. Pero Colabelli se mantuvo a salvo del escándalo. Y ahora volvió a la carga. Los resultados ya están a la vista.
Aún así, el entramado secreto de esta historia es como una mancha venenosa que también se extiende por ciertos despachos del Poder Ejecutivo nacional.
Mar de fondo
“Quedate tranquila; este es un tema de Mario”, susurró Mauricio Macri al oído de la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich. El tal Mario, obviamente, no era otro que Das Neves.
Aquellas palabras fueron dichas el martes por la tarde en el Salón Blanco de la Casa Rosada, minutos antes de que el Presidente les tomara juramento a los nuevos ministros Nicolás Dujovne y Luis Caputo.
Y muy tranquila -como bien quería Mauricio-, la señora Bullrich aplaudía a rabiar los chascarrillos vertidos por él durante la ceremonia.
En ese mismo momento, los noticieros y las redes sociales comenzaron a dar cuenta de los graves sucesos en Chubut.
Eso, en realidad, no pudo ser más inoportuno, porque coincidía en el tiempo con el estentóreo desalojo de manteros en la Plaza Miserere. Y, para colmo, a horas de cumplirse el primer aniversario del encarcelamiento de Milagro Sala. Un combo algo incómodo ante los ojos de la prensa mundial. Hasta el propio Macri se percató a último momento de aquella circunstancia.
Así fue como al día siguiente se asomó al ruedo Claudio Avruj, su bombero de cabecera en tales encrucijadas. El sinuoso secretario de Derechos Humanos dijo estar preocupado por lo ocurrido e instó “al diálogo y la reconciliación”, no sin informar que ya trabajaba al respecto con el Ministerio de Seguridad, a pesar de que precisamente allí anidaba el huevo de la serpiente.
Por lo pronto, la naturaleza arrebatada del operativo de la Gendarmería en la localidad de Cushamen habría formado parte de las previsiones oficiales, lo cual se desprende de un episodio notable: la visita efectuada previamente por un jefe de esa fuerza al hospital de El Maitén -a unos 70 kilómetros de la base mapuche- para consultar si su infraestructura estaba en condiciones de recibir heridos de gravedad. Su presencia allí fue denunciada por la red de apoyo a los pobladores en lucha, tal como lo consignó el periodista Horacio Verbitsky en el diario Página/12 el día anterior a los ataques represivos. Una lástima que aquel lunes el juez Otranto no leyera las noticias.
“La naturaleza arrebatada del operativo de la Gendarmería en la localidad de Cushamen habría formado parte de las previsiones oficiales”
A esta altura no existe ninguna duda sobre el carácter doctrinario de tamaña bestialidad punitiva. Un “estilo de trabajo” debidamente desarrollado en la papelería del Ministerio de Seguridad. Y -según un elocuente informe de gestión fechado el 30 de agosto pasado- con el siguiente sustento teórico: los reclamos de los pueblos originarios por sus tierras no constituyen un derecho garantizado por la Constitución sino un delito federal, porque “se proponen imponer sus ideas por la fuerza con acciones que incluyen la usurpación de tierras, incendios, daños y amenazas”. Una dinámica cuasi subversiva, puesto que -siempre de acuerdo a la letra ministerial- “afectan servicios estratégicos de los recursos del Estado, especialmente en zonas petroleras y gasíferas”.
En resumen, una construcción conceptual que encaja con las definiciones del Comando Sur de las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos, que incorpora al indigenismo en su variado menú de las “nuevas amenazas”.
Por lo pronto, esa visión ya alimenta cierta literatura periodística empeñada en relacionar a organizaciones de los pueblos originarios con la guerrilla y los cárteles de la droga. Su manifestación más reciente: una increíble nota firmada por una tal Cecilia Moncalvo en el diario Perfil con un título que lo dice todo: “Denuncian vínculos de grupos mapuches con las FARC”. Dicho brulote fue publicado en la edición dominical del 8 de enero.
Dos días después, se desataron los dramáticos acontecimientos en Chubut.
Al respecto, una escena digna de evocación: una de las mujeres detenidas en las mazmorras de la Policía de Chubut ingresó menstruando al calabozo. Los uniformados advirtieron eso, y uno le gritó: “¡India sucia! Tomate tu propia sangre”. Después, cuando ella declaró el episodio en la audiencia judicial que trató el caso, un policía de origen mapuche que custodiaba la sala rompió en llanto y se tuvo que retirar.
Arduo trabajo evangelizador tendrá por delante el capellán de la fuerza.