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El pueblo sin voz y el movimiento sin rumbo

La derrota es otro capítulo de una caída que no termina en un movimiento que perdió la humildad de escuchar, el coraje de pensar distinto y la grandeza de representar a su pueblo antes que a sus dirigentes. Por Nico Descalzo.

En estas horas de sorpresa, angustia y bronca se abren dos caminos. El de quienes se aferran al enojo con el pueblo y a la voluntad popular —incluso recurriendo a fantasmas de fraude—, y el de quienes, sin esperanzas, se resignan a un gobierno dispuesto a profundizar el ajuste, la especulación financiera y el recorte de derechos. 

Como en todo análisis postelectoral, el paso de las horas aporta nuevas claves para pensar causas, consecuencias y lecturas posibles. Pero hay certezas que no necesitan tiempo; son las que nacen del corazón y de la cabeza de quienes elegimos ser parte del movimiento político más trascendente de nuestra historia nacional y regional, el peronismo. Por eso creo que hay una tercera opción, tan legítima como urgente: animarnos a repensar nuestro movimiento sin ataduras, sin censuras, sin miedos ni prejuicios. O vamos a fondo o corremos el riesgo de parecernos a nuestros primos —el radicalismo—, un espacio que sobrevive de la nostalgia, que ya no convoca a militar y que hace décadas dejó de renovar su dirigencia.

Existen el movimiento y el partido. Dos realidades distintas, pero profundamente vinculadas por una misma raíz. El primero, origen y corazón; el segundo, estructura y herramienta. El movimiento, donde se gesta la fuerza vital de nuestro pueblo; el partido, donde esa energía debería transformarse en organización política.

El Movimiento Nacional es mucho más que una estructura o un espacio político, es la corriente viva de un pueblo en marcha. No pertenece a una fracción ni a una coyuntura, porque su naturaleza es abrazar todas las expresiones que trabajan por la justicia social, la independencia económica y la soberanía política. Es el lugar donde conviven las ideas, las fuerzas sociales y las tradiciones que, con sus matices, reconocen que el pueblo es siempre el sujeto principal de la historia. Su tarea es mantener encendida la llama de lo nacional, lo popular y lo humano, incluso cuando los partidos, las estructuras o los dirigentes se agotan. Por eso el Movimiento Nacional es lo primordial, porque trasciende los calendarios electorales, los sellos y las disputas internas. Cuando el movimiento respira, el país avanza; cuando se detiene y no interpreta la época, la Nación sufre.

Y el segundo, al que Perón definió como la herramienta electoral, se fue vaciando de contenido hasta volverse un espacio que despierta solo cuando hay que cerrar listas. El partido no puede seguir siendo un calendario de efemérides; tiene que volver a ser la casa viva de los y las justicialistas. Un ámbito donde se discuta de frente, se formen cuadros y se construyan ideas de gobierno, no solo consignas de resistencia. Si el partido no vuelve a pensar, a escuchar y a interpelar a su tiempo, dejará de ser una herramienta de la militancia para convertirse en algo obsoleto. 

Es desde ahí, donde ese aroma de urgencia siempre me lleva al mismo lugar. Un grito nacido de negarse a la resignación, que cada vez que lo escucho me hace pensar en lo mismo. Una señal de alerta que me llama y me devuelve, una y otra vez, a aquel instante que —por mi edad— solo puedo ver en registros audiovisuales: el cabildo abierto del peronismo bonaerense de 1996, donde Antonio Cafiero, con el cuerpo encendido y la voz cargada de verdad, hablaba desde la vocación de quienes entregan su vida al servicio de una política transformadora, y desde el atril de un dirigente que no quería que su partido perdiera el rumbo histórico.

Aquel día, frente a cientos de afiliados y afiliadas, lanzó un llamado que hoy resuena con la misma fuerza:

“No podemos seguir manejando la forma de representación de la política como lo hemos hecho hasta ahora. Tenemos que renovar la vida interna del partido.
El partido ha sido creado como un órgano de la Constitución, como elemento insustituible de la democracia.
¿Qué hacemos con un partido que no vive?
¿Qué hacemos con un partido que no debate?
¿Qué hacemos con un partido que no moviliza?
¿Qué hacemos con un partido que duerme?
¿Qué hacemos con un partido que no se anima a criticar?
Que no se anima a criticar. Yo me siento más peronista que nunca en las asambleas, en el debate.”

Era el grito de los renovadores.

En estos días, en los que veo culpas echadas, visiones acotadas al Área Metropolitana de Buenos Aires (AMBA) y preocupaciones que buscan responsabilizar al otro en lugar de construir respuestas ante la crisis terminal de una fuerza que sigue siendo el Frente de Todos, pero ahora desde la oposición —una fuerza desorientada, desconectada de las necesidades de la gente, enfrascada en internas de oficina, en fotos y contrafotos, en actos y contraactos, en tweets y en cartas—, creo que llegó el momento de pararse y animarnos a decir lo que pensamos con honestidad, con sinceridad y con el valor de quienes somos hombres y mujeres entregados a una causa que solo persigue la felicidad de nuestros compatriotas y la grandeza de la Nación.

Es tiempo de poner un freno a esta caída, de pararnos y gritar a viva voz lo que pensamos desde los territorios.

Un mapa alarmante y una construcción de minorías

El 2023 dejó la elección con la menor cantidad de provincias gobernadas por el peronismo-kirchnerismo en más de una década. Del pico de 19 en 2011 —entre gobernadores propios y aliados directos del Frente para la Victoria—, se pasó a apenas 8 en 2023: Buenos Aires, La Rioja, La Pampa, Tierra del Fuego, Santiago del Estero, Catamarca, Tucumán y Formosa.

El mapa se achicó porque también se achicó el proyecto, encerrado en una lógica “ambacentrista” que dejó a las provincias libradas a su suerte. Fuimos a una elección legislativa con 24 estrategias sueltas, donde cada cual hizo lo que quiso. Y si algo las unificó, fue el tipo de candidaturas, más preocupadas por representar su identidad interna que por interpretar las demandas del pueblo. En muchos casos, no hubo vocación de construir poder real, sino de reafirmar pertenencia en minorías que ya no convocan a nadie.

En los últimos meses, el Partido Justicialista nacional intervino las conducciones partidarias de Jujuy, Salta, Misiones y Corrientes, con la intención de ordenar estructuras que se consideraban desarticuladas y atravesadas por corrientes internas sin acuerdo. Pero el resultado fue otro: fragmentación, candidaturas débiles y pérdida de representación legislativa. En Jujuy se compitió con dos listas que obtuvieron 15,51% y 15,13%; en Salta, con otras dos que alcanzaron 12,23% y 6,53%; en Misiones, con una lista unificada que apenas llegó al 9,42%; y en Corrientes, tras una extensa intervención, el 28,32% permitió obtener una banca y ubicó al espacio en el tercer puesto.

A esto se suma Neuquén, donde, con el 13,13%, también se perdió representación, y Córdoba, el segundo distrito electoral del país al que seguimos sin hablarle, donde un sector del peronismo continúa sin construir una propuesta con identidad provincial, alcanzando apenas el 5,08%, frente al 8,75% de Natalia de la Sota con un armado local y el legado del Gallego.

El saldo es innegable. Intervenimos para ordenar y terminamos achicando; perdimos representación, territorio y, lo más grave, la voz de millones de argentinos que alguna vez confiaron en nosotros.

Un Partido Justicialista que pierde federalismo, un proyecto nacional que pierde al interior. 

Es hora de abrir los partidos justicialistas de cada distrito y también las puertas del Consejo Nacional para llenarlos de debate, de discusión y, si hace falta, de votos. Sin etiquetas, sin la lógica de leales o traidores con los que después se pretende ganar elecciones en cada provincia. Porque de las últimas siete elecciones nacionales se perdieron seis. Si aún no entendimos que el problema no está en la gente, sino en nosotros, es que todavía no empezamos la verdadera reconstrucción.

Tenemos que reconocer lo que somos y lo que hacemos para poder pensar lo que viene. O se le sigue hablando solo a la tercera sección electoral de la provincia de Buenos Aires y se lidera a una parte del peronismo, o volvemos a construir un movimiento que abrace a todo el país, con representación real de las provincias, las intendencias, el movimiento obrero y las diversas militancias del campo nacional.

La conducción agotada. Una crisis transversal

Estamos en una época en la que casi todas las dirigencias, recostadas en su propia comodidad, atraviesan un proceso de estancamiento absoluto. Al mismo tiempo, las instituciones que deberían encarnar y representar a cada sector quedaron envejecidas, obsoletas, incapaces de leer y mucho menos de transformar la realidad.

La dirigencia sindical ya no conduce al conjunto de los trabajadores y las trabajadoras; cada uno se refugia en su sindicato y, ante la primera advertencia o persecución del gobierno nacional, se repliega. Conducciones con más años que legitimidad. La dirigencia industrial, ausente en la defensa de su propio entramado productivo, se limita a asistir a cócteles y foros para la foto mientras cierran decenas de PyMEs cada día.

¿Y la dirigencia política queda afuera de esa crisis? Solo señalamos con el dedo mientras evitamos mirar el pago propio. No, señores y señoras: también nosotros formamos parte del problema.

Volver a animarse, a interpelar y a representar 

El peronismo no nació de la comodidad, nació del encuentro entre un pueblo movilizado y un líder que supo interpretarlo. El camino hacia 2027 tampoco surgirá del confort ni de una dirigencia que se habla a sí misma, que prefiere construir poder sectorial en lugar de poder político, y que hace tiempo dejó de subirse al transporte público y de caminar los barrios donde la gente piensa distinto, para hacer lo primero que debe hacer quien quiere conducir: escuchar.

Hace unos días, el escritor y periodista Martín Rodríguez en el stream Gelatina dijo: “El peronismo no sé cómo va a volver, pero necesita quince minutos de contemplación. No que te miren, sino mirar. Ver qué es hoy el pueblo argentino, cómo trabaja la gente, por qué no estalla, cómo consigue el dinero, qué son las aplicaciones, cómo es el movimiento diario de las personas”.

Justamente eso. Hace años que hablamos de “agendas nacionales” alejadas de los problemas reales, mientras crecen las urgencias del bienestar económico de corto plazo y las demandas locales de cercanía, la calle, la plaza, los servicios básicos. En ese escenario, los territorios y las intendencias, esas que muchos solo recuerdan cuando hay que buscar votos, serán el verdadero punto de partida de la etapa que viene.

Recién a partir de Milei muchos comprendieron que, en la sociedad, había un cansancio profundo. Que no se trata solo de enojo, sino de agotamiento ante un sistema que promete derechos pero no garantiza respuestas. Que “la inflación es un fenómeno multicausal”, sí, pero al cual no se supo combatir. Además, cuando hay 9 millones de trabajadores y trabajadoras informales, cuando el pluriempleo se vuelve la única forma de llegar a fin de mes, y cuando la inseguridad golpea primero a los laburantes a las seis de la mañana, la agenda de la vida cotidiana no puede seguir reducida a consignas. Ni mucho menos podemos seguir creyendo que “la unidad” alcanza para representar un proyecto político.

Si hay algo que desde el peronismo deberíamos entender mejor que nadie, es que el Estado no puede ser una carga: tiene que ser una herramienta eficaz, cercana y justa, capaz de responder rápido y bien. Esa fue siempre su razón de ser. Recuperarla no es nostalgia; quererla no es una posibilidad, sino un deber y una urgencia histórica.

El domingo 26 de octubre no solo expuso un resultado, sino que cristalizó y profundizó dos grietas. Una vertical, entre representantes y representados; y otra horizontal, entre el peronismo y su pueblo, entre el movimiento y la sociedad argentina.

Amigos, amigas, lectores, lectoras, compañeros y compañeras: a discutir, sin miedos, sin tutelajes, sin condicionamientos. Con respeto, con responsabilidad y, ante todo, con compromiso. Porque la mayor condena sería destinar a nuestro pueblo —a nuestros compatriotas, a quienes alguna vez les prometimos una vida mejor— a tener que elegir entre opciones que no representan sus sueños, solo por sostener una dirigencia que se defiende a sí misma en lugar de volver a representar a su gente.

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