El peronismo, esa pereza nacional y popular

Para los que no vivimos el ’45, ni el ’55, ni la resistencia y ni siquiera éramos adolescentes en los ’70, las primeras noticias vivenciales del peronismo remiten al discurso fallido de Bittel en Vélez, la campaña de Luder, Herminio, Lorenzo Miguel y aquel acto de la 9 de Julio de 1983. Imágenes y sonidos salpicados de Sucesos argentinos con el General dando puntapiés iniciales en estadios colmados y con Eva llorando en su hombro ante una multitud rugiente.

La reconstrucción histórica e informativa de esas cuatro décadas precedentes no fueron una autopsia sino el descubrimiento en tiempo real de ese organismo vivo que seguía construyendo su leyenda a caballo de la renovación, con los apellidos de Cafiero, Macaya y Grosso en la cartelera política, y una entrañable cultura sentimental y peruca que enamoraba desde las ediciones de Peña Lillo, el rostro curtido de Carlos Carella y la labia de Dolina en la trasnoche.

Pero el que llegó a caballo y con patillas fue Menem. Entonces, al complejo aprendizaje en reversa se le sumó la imposible comprensión de aquel presente obsceno. Ni el chamuyo proverbial e ingenioso del peronismo, heredero de los dichos campechanos de su líder y de las filosas sentencias de Jauretche, pudieron (ni podrán) justificar aquellos años.

El peronismo chicle

Si ya resultaba difícil encuadrar bajo un mismo paraguas ideológico y político a figuras tan disímiles como José López Rega, Carlos Menem, Néstor Kirchner y Germán Abdala, en el último lustro el surgimiento de un peronismo referenciado en Mauricio Macri incorpora un nuevo e insoportable matiz.

Tamaña elasticidad puede ser vista como una virtud a la hora de la contienda electoral, arena en la que la ductilidad cotiza alto. Pero sin dudas representa un deterioro y una involución en el desarrollo de la representación política y de la consolidación de las organizaciones partidarias. Esta rémora no se limita a una preocupación académica o a un sarpullido republicanista. Su mayor gravedad (la única relevante) reside justamente en que afecta de manera decisiva la participación y la vida de los sectores más desguarnecidos de la sociedad.

El panperonismo o el peronismo todoterreno, ese que se fractura para acompañar candidaturas de catadura disímil y a veces opuesta, es una confirmación por exceso de su vaciamiento y su defunción. Ahora, ¿qué hacer con un país lleno de peronistas si el peronismo ha muerto?

El escudito

En virtud del desafío del diputado empresario Francisco De Narváez, quien se mostró entusiasmado de enfrentar una eventual candidatura de Néstor Kirchner en la provincia de Buenos Aires en la disputa electoral de 2009, el diputado bonaerense José María Díaz Bancalari aseguró que «sólo con el escudo le sacamos el doble de votos a la oposición”.

El escudo del PJ, al igual que la imagen del General y de Eva en las boletas de votación, son los preciados fetiches que mantienen un puente inquebrantable con una porción importante del electorado. Su posesión es materia de disputa en cada comicio y tiene lógica: el valor de los símbolos no hace falta explicarlo en estas líneas. Lo trágico es cuando los iconos congelan o tronchan la discusión, cuando la vuelven inexistente, cuando se transforman en la única herramienta, como si fueran el corazón de la política y no una de sus tantas expresiones.

Detrás del escudito no solo se esconde una considerable caterva de tránsfugas que tratan de colar en algún cargo o pegar un contrato. Hay también un debate congelado que ha convertido al peronismo en una suerte de pereza del campo nacional y popular, como si fuera imposible construir una propuesta superadora de la que nació hace más de 60 años. Como si fuera más cómodo seguir apelando a los greatest hits y esconder bajo la alfombra un listado de furibundas cagadas, antes que tratar de pasar de pantalla.

Detrás del escudito, es obligación decirlo, hay también millones de esperanzas que se expresan elección tras elección. Sin ellas, los caudalosos ríos de tinta electrónica en que se inscribe esta reflexión carecerían de sentido. Por ellas, resulta perentorio encarar la construcción de una política que no siente sus bases sobre la administración de la pobreza sino sobre la participación popular.

Virtudes y defectos del Pejota

Una alternativa bastante chanta de quienes intuyen o asumen que el peronismo no puede ser una chaquetilla para montar cualquier proyecto, y que perciben su agotamiento aunque no puedan dejar de ejercerlo, consiste en diferenciar entre pejotismo y el verdadero peronismo.

En ese esquema, el Pejota encarna todo lo feo, lo sucio y lo malo; es la manifestación institucional de la vieja política, transera y espuria. De allí, la divisoria de aguas que provoca la decisión de Kirchner de presidir el PJ.

Como contrapartida, el verdadero peronismo es una bandera con tintes épicos que luego suele ajustarse al talle de quien la porta, y que la mayoría de las veces termina aglutinando voluntades cuyo escenario final es… pelear en la interna del PJ.

Despojados de falsos pruritos, conviene señalar que, tratándose el PJ de la estructura política y electoral más importante de la Argentina, es a todas luces pertinente meterse a disputar en su seno si lo que se pretende es construir una opción de poder. La pregunta omnipresente que oficia de filtro sería ¿para qué?

Por otra parte, el desdén de cierto progresismo por la opción de batallar en la interna justicialista a veces parece teñido de prejuicio, de comodidad o de incapacidad, pero sobre este punto recomiendo leer este jugoso post de Artepolítica. Lo que nos ocupa acá es, en todo caso, cuál sería el núcleo de ese verdadero peronismo que debería estar en el germen de una nueva expresión política popular, aquella que represente a los millones de peronistas sin peronismo que mentábamos párrafos arriba, independientemente de las tácticas de la vida pejotera.

Peronismo sudamericano

En el fragor de la puja con la patronal agroexportadora, leímos en el blog de Mendieta un párrafo que sintetiza no solo una mirada del peronismo (que hago propia y que extiendo arbitrariamente a muchos de los que nos asomamos a la política entrados los ’80) sino que encierra una postura esencial para trascender la crisis: “Quizás soy más peronista por Evita que por el General, pero sobre todo soy peronista por el pueblo peronista. O sea: si en vez de Perón, el conductor de ese movimiento popular que nacía en los ‘45 se hubiera llamado Garzulo, me hubiera hecho garzulista. Porque pueden cambiar los líderes, pero lo que no cambia es el pueblo .

La opción por los más humildes y la legitimación de sus derechos políticos, sociales, económicos y culturales deben ser el estandarte irrenunciable de cualquier construcción nacional y popular. Si existe el verdadero peronismo, hay que buscarlo por ahí, más allá de bautismos y denominaciones electorales.

Aquella transformación histórica que hoy suena a lectura de manuales escolares es la verdad de Perogrullo que, por la potencia de su proyección, mantiene con vida al peronismo en el siglo XXI aunque se trate de un fantasma embalsamado.

La incorporación de los excluidos de las décadas del ’40 y ’50 es el incómodo espejo que nos interpela ante la marginación de amplios sectores sociales de la actualidad y que debería matar de vergüenza a aquellos que perpetúan la pobreza y la miseria de millones de argentinos con la justicia social en la boca y la mano en la caja.

La integración de los cabecitas negras del 2000 a la vida pública (en todas sus facetas) se impone como una responsabilidad impostergable, pero no se trata, de ninguna manera, de un acto caritativo ni de un emprendimiento solidario. Las experiencias de Hugo Chávez en Venezuela, de Evo Morales en Bolivia, de Rafael Correa en Ecuador y hasta de Lula en Brasil (cuya popularidad se apoya en la movilidad social de franjas gigantescas de su población) nos muestran hasta dónde un proyecto político nacional, popular y de centroizquierda necesita apoyarse en la participación, el activismo y el compromiso de esos hombres y mujeres que abandonan la invisibilidad para movilizarse y ejercer la ciudadanía en pos de una sociedad más justa.

A horas de un nuevo 17 de octubre, los peronistas sin peronismo y los progresistas que buscan salidas alambicadas para no salpicarse las zapatillas deberían poner manos a la obra antes de que no quede ni siquiera el escudito. Y porque ya se ha hecho bastante tarde.

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