Por Teodoro Boot, especial para Causa Popular.- El lector Patricio Bastos, comentando el artículo publicado en este sitio “El regreso de una infamia: Perón, Evita y el oro nazi”, hace una afirmación (“Me parece bien que le reprochen a Menem pero mientras él gobernaba no me enteré de que algún peronista se le resistiera y lo negase como compañero suyo”) que desde donde se la mire no sólo es inexacta sino que implica tender un manto de sospecha sobre los firmantes de dicha nota o declaración, lo que de por sí constituiría -esa también- una auténtica infamia, de no haber sido presumiblemente dictada por la juventud del lector.
Sin embargo, la juventud no justifica la ignorancia ni autoriza la arbitrariedad ni, mucho menos, la injusticia, ya que si Patricio se hubiera tomado el trabajo de averiguar quienes son los firmantes (una somera búsqueda en Google -que de paso le sugiero realizar- hubiera sido suficiente) se habría librado de perpetrar esa elíptica afrenta a personas con quienes se podrá disentir o decirse de ellas muchas cosas, menos que no hayan mostrado una notable coherencia a lo largo de sus vidas, algunas tronchadas prematuramente y otras tantas malogradas por las vicisitudes del destino, o amputadas en su enorme potencialidad precisamente a causa de esa coherencia con la que supieron sostener sus ideas y convicciones.
A ninguno de ellos la coherencia le resultó gratuita ni le supuso ventaja alguna, excepto el respeto de sus amigos y adversarios, y el odio y la persecución de sus enemigos, que, no por casualidad, son los enemigos del país y de su gente.
No me parece, por otra parte, que decir “(El peronismo) es el único capaz de impugnar este modelo político, económico y cultural que hoy sumerge en la postración, en la pobreza, en la ignorancia, en la inseguridad y en la frustración a la Argentina”, signifique lo que el lector, “en otras palabras” interpreta como “el peronismo es lo único que puede sacar adelante al país”.
Para dar un ejemplo al paso, sería equivalente a recoger una afirmación, tal vez inexacta, del estilo “Mascherano es el único capaz de marcar a Ronaldhino” para interpretar que el autor quiso decir que “Mascherano es el único capaz de sacar a la selección adelante”, pero sería demasiado comedimiento de mi parte pretender aclarar qué significado quisieron darle sus autores a esa afirmación.
De todos modos es fácil comprender (y tal vez compartir) las prevenciones del lector, confundido por el hecho de que personas de tan disímiles pensamientos apelen a una misma identidad política, arrogándose, además, la facultad de establecer la “auténtica” versión de esa identidad.
Por un lado, parafraseando al Dr. Johnson, el peronismo parece haberse transformado en la última coartada de los canallas. Por el otro, la discusión sobre el “verdadero” peronismo es una pérdida de tiempo: si es necesario polemizar tanto, y desde posiciones tan opuestas, sobre la verdadera naturaleza de un fenómeno político en el que unos y otros dicen participar, es que ese fenómeno no existe en absoluto como fenómeno político: se trataría, en todo caso, con suerte, de una adhesión histórica, a menudo un recurso propagandístico y, en el mejor de los casos, de una identidad de naturaleza cultural.
Además de inútil, esa imposible discusión conceptual lleva a esterilizar los mejores esfuerzos por “sacar el país adelante”, enreda a unos y a otros en un debate abstracto, sin relación alguna con la realidad actual, sus riesgos, dificultades y posibilidades, mediante apelaciones de carácter más folclórico que político y más evocativo que histórico, en el que los conceptos, las ideas y los proyectos suelen ser reemplazados por consignas fuera de momento y lugar.
Por otro lado, de mirarse la actual composición del peronismo -o de las distintas variantes que dicen serlo- desde un pensamiento nacional, un pensamiento que se dirija a reconstruir las posibilidades nacionales, eliminando la injusticia social, las nefastas desigualdades que han llevado a millones de compatriotas (que viene a querer decir vecinos, hermanos y parientes) a la exclusión, a volverse material de descarte, sin perspectivas ni siquiera de largo plazo, podría decirse que, en el peronismo, “no son todos los que están ni, mucho menos, están todos los que son”.
Hay que mirar hacia delante, desde acá y desde ahora, pero para que eso sea posible es preciso estar conciente del pasado, de cuáles fueron los acontecimientos que nos llevaron a este acá y este ahora.
No se trata de un ejercicio para estudiantes o curiosos de la historia, pues con los pueblos ocurre lo mismo que con las personas: alguien con amnesia, o confundido respecto a su propio pasado, en el que los hechos reales se entremezclan con los mitos, con fantasías o con falsedades que, pongámosle, al estar amnésico le ha contado el psiquiatra, no puede saber realmente quién es, y en consecuencia, tampoco es capaz de saber qué quiere o qué le conviene.
El futuro no es posible sin identidad, sin una verdadera conciencia de uno mismo. Y uno no es lo que es, sino lo que fue, lo que de ello recuerda, lo que quiere y lo que finge o pretende ser.
El lector ha mencionado algunos hechos de nuestro pasado, tal vez como interrogantes, puede que como afirmaciones. Tomemos alguna: “el Banco central estaba lleno de oro…”, hija de un mito que, por su propia enunciación, da cuenta de su absurdo: “Los pasillos del Banco Central estaban tan llenos de oro que no se podía caminar”, como si alguien fuera a dejar hipotéticos lingotes apilados en los pasillos.
Es verdad que por ese entonces los peronistas tenían fama de ser medio bestias (prejuicio originado en la procedencia obrera de gran número de sus diputados y senadores) pero convengamos que si así encontró Perón tan mal cuidado el oro al asumir su presidencia, los bestias habrían sido en todo caso los que lo precedieron.
Ni unos ni otros, ya que se trata de una falsedad: la Argentina tenía importantes reservas… pero en su mayor parte acumuladas en bancos británicos y, en especial, en acreencias: esa tan denostada neutralidad durante la guerra le había permitido obtener un notable superávit comercial. Al mismo tiempo, y conviene insistir cuantas veces sea necesario a fin de aclarar una estupidez sobre la que se vuelve una y otra vez para influir sobre nuestra política exterior, esa neutralidad que libró a nuestras mercaderías de posibles embargos por parte de los bandos beligerantes, no fue “germanofilia” ni prueba del supuesto fascismo de los gobiernos argentinos, por otra parte, anteriores al de Perón, sino que, además de lo importante -esto es: obtener un saldo comercial favorable-, fue muy beneficioso para Inglaterra, prácticamente bloqueada por el poderío submarino alemán.
Es curioso cómo, mientras el gobierno inglés agradecía la neutralidad argentina, los “aliadófilos” la criticaban, lo cual sugiere que más que “aliadófilos” eran “argentinófobos”.
Hacia el final de la segunda guerra, Argentina era un país acreedor, ya que le había vendido a Inglaterra a crédito. Contra lo que a primera vista parece, ser acreedor supone varias dificultades, desde luego, no tantas como las de ser deudor. Pero convengamos que no es un lecho de rosas, ya que una cosa es que a uno le deban y otra muy diferente que le paguen, lo que, por un lado, Inglaterra no estaba en condiciones de hacer y por el otro, gracias al apoyo norteamericano, se encontraba en posición de no hacer.
Ni lingotes de oro estorbando el paso ni esas fantasías de Perón revolcándose en monedas como el tío Rico.
Apenas un deudor insolvente y remiso, al cual fue posible cobrarle con lo que sería “la nacionalización” de gran parte de las empresas públicas, entre ellas, los ferrocarriles. Se los pagó caro, decían los críticos, olvidando de que no se compraban fierros sino capacidad de decisión. Olvidando además, por imbecilidad o mala intención, que de otro modo hubiera sido imposible cobrar.
Pero no son sólo aquellos antiguos críticos quienes olvidan. También lo hacen quienes, apelando a la brutal redistribución del ingreso a favor de los trabajadores que llevó a cabo el primer gobierno peronista, objetan ácida y tajantemente la lentitud del actual, que no ha tenido éxito en la materia y al que por eso se lo imputa de “manejar un doble discurso”. Habiendo acumulado en tan breve lapso tantas reservas ¿por qué no las redistribuyen, siendo que es indispensable aumentar los ingresos populares?
El superávit primario siempre se obtiene mediante el sacrificio popular: ese dinero que queda en las arcas del Estado para acumular reservas o pagar deudas, es dinero que se le quita al consumo, al sistema previsional, al educativo y al de salud.
Es tan injusto acumularlo cuando se disponen de grandes reservas y un saldo acreedor, como disparatado no hacerlo cuando las reservas son pocas y el saldo es una deuda descomunal. Es lo que va de ayer a hoy, aunque muchos finjan demencia y no lo tomen en cuenta.
¿Cuál fue la estrategia elegida por ese primer gobierno peronista?: redistribuir los ingresos, aumentando la capacidad de consumo popular, no mediante el aumento de salarios sino fomentando la creación de empleo.
En palabras del propio Perón, a quien los peronistas suelen apelar sin prestarle la debida atención: “¿Para que íbamos a aumentar los sueldos? Si cuando todo el mundo tiene trabajo, los salarios suben solos”.
¿Pero cómo redistribuir el ingreso y aumentar la capacidad de consumo, lo que supone aumentar la demanda, y por lo tanto la producción y en consecuencia el empleo, sin aumentar los sueldos?
Por vías indirectas: mediante la acción social, el mejoramiento del sistema de salud, incentivando la educación, construyendo viviendas, reduciendo los costos del transporte y los servicios, y realizando las necesarias obras de infraestructura. No es sencillo eso cuando no se dispone de un Estado, tal vez la única justificación que puede esgrimir el actual gobierno para explicar la lentitud, la ineficiencia, la dispersión, en suma, la inconsistencia en las políticas públicas.
Puede que se deba al desmantelamiento del aparato estatal (fíjese usted que el Ministerio de Educación no tiene escuelas ni el de Salud, hospitales), a la falta de un plan o, más peligrosamente, a la ausencia de un objetivo claro, a no entender que el principal sentido de todas y cada una de las políticas públicas debería ser la redistribución indirecta del ingreso, ya que en un país tan extenso y con tan pocos habitantes, sin un pueblo en condiciones de consumir, de educarse, de cuidarse y de divertirse, comer afuera o salir de vacaciones, no es posible hablar seriamente de ninguna otra cosa.
Dice Patricio: “…o de los libros de texto escolar para los niños de la primaria que contenían frases al estilo \»Mamá y Papá son peronistas\…».
Decían más que eso. Hablaban de la Marina Mercante, de YPF, de Agua y Energía, de la construcción de represas o de la nacionalización de los ferrocarriles.
¿Es propaganda política?
Efectivamente, y de la peor calaña, pero tiene otras implicancias: la que va de la “composición tema, la vaca”, a “mi papá es un trabajador. El general Perón es el primer trabajador”. De la Argentina pastoril que giraba en torno a “la vaca” a un país industrial en que el principal protagonista era el trabajador.
Digamos que el nombre de Perón entraba ahí de contrabando, por obra de una irritante, injustificable y estrambótica identificación de un proceso con una persona, de un grosero e innecesario culto a la personalidad.
El peronismo tuvo la extravagante política de hacer todo lo posible por malquistarse con la clase media, y así le fue, cosa insólita si las hay, ya que, sin exagerar, podría decirse que la clase media como gran masa poblacional y como sistema de valores y perspectivas de progreso, como imaginario social, fue una creación peronista.
Pero a no confundir teta con mamadera, lo esencial, que es un cambio de mirada, una profunda transformación en el modo de mirar el país y en pararse frente al futuro, de lo secundario, la adulación, el endiosamiento, el abuso de propaganda, por más importante que ésta haya sido en la caída del gobierno de Perón. Y no vaya a creer Patricio que nadie se lo dijo. Por ejemplo, se lo dijo en 1954 el diputado peronista John William Cooke: “General, hay tantas fotos suyas que ya nadie las ve”.
En fin, y no es por defenderlo a Perón (que por culpa de Patricio, al fin de cuentas acabo en la incómoda posición de hacerlo), pero todos tenemos nuestras pequeñeces y debilidades, y al final las terminamos pagando caras.
Dice Patricio: “que me van a decir de lemas como \‘Perón o muerte’, \‘Por cada uno que caiga de los nuestros caerán cinco de ellos’.
Infortunada frase ésta, fuera de oportunidad y de libreto, que Perón improvisó en un discurso dejando de lado el que tenía preparado.
¿Le tengo que explicar en qué contexto fue dicha?
De haber prestado atención a algunos documentales exhibidos hace un par de semanas, ahora que por fin los argentinos parecemos en condiciones de mirar nuestro pasado con algún sentido de la equidad, de la justicia o de la decencia, tendría idea de la atrocidad que acababa de perpetrar un grupo de opositores al bombardear la Plaza de Mayo, a las doce del mediodía de un día laborable, ametrallando de paso a la multitud y lanzando sobre ella los tanques de combustible que llevaban de reserva.
Perón se había comportado en varias oportunidades como un jactancioso matasiete, pero prueba de que jamás se le cruzó llevar a cabo su absurda amenaza es el hecho de que tres meses después, teniendo en sus manos todas las chances de derrotar a la sublevación, optó por retirarse.
Cabe suponer que para un hombre de su generación, el recuerdo de los horrores de la guerra civil española debía estar dolorosamente fresco en su memoria. Y no quería volver a verlos, y menos en su propia tierra.
Tal vez se haya arrepentido en más de una ocasión, habida cuenta lo que sucedería.
Se le ha objetado a menudo su intemperancia con la oposición, pero ¿qué oposición era esa? Con mucha elegancia suele obviarse el hecho de que en 1946, cuando el recién electo Perón debía dar su consabido discurso ante la Asamblea Legislativa, la entera bancada opositora, encabezada por Ricardo Balbín, se ausentó del recinto.
¿Y qué les había hecho Perón, fuera de ganar las primeras elecciones limpias desde la segunda presidencia de Yrigoyen?
Se trató de una oposición que desde el principio, en realidad desde antes mismo del principio, cifraba sus expectativas políticas en un eventual golpe militar, un magnicidio o un desastre nacional que arrastrara al descrédito al flamante presidente.
Convengamos que es imperioso respetar los derechos de las minorías, pero sin exagerar, porque con el retintín del respeto al derecho de las minorías se nos quiere hacer creer que el derecho de las minorías es superior al de las mayorías.
Y no es que la mayoría tenga necesariamente la razón; lo que tiene es derecho, el derecho que le otorga precisamente su condición de mayoría. Es la regla básica de la democracia. Deberíamos recordarlo siempre, en especial cierta clase de opositores «democráticos» que reproducen aquello de lo que el doctor Balbín también habrá tenido más de una ocasión de arrepentirse.
Si se arrepintió Perón de sus arrebatos verborrágicos, vaya uno a saberlo. Pero varios le hicieron notar su equivocación. Un año después, desde su exilio en Montevideo, Arturo Jauretche le escribió “General, déjese de joder con eso del cinco por uno, que al final por cada uno de ellos que cae, terminan cayendo cinco de los nuestros”, lo que de paso da cuenta de cómo fueron los hechos.
Atribuirle a Perón, como parece hacerlo Patricio, la destrucción de la estructura productiva argentina, es una enormidad a la que no se atreverían ni Manuel Solanet ni André Bretón. ¿Si el peronismo la tuvo?
En cierta manera sí, ya que Carlos Menem hizo mucho al respecto, como darle el golpe de gracia a un proceso destructivo iniciado décadas antes, y hasta donde se sabe gobernó en nombre del peronismo y con el entusiasta apoyo de la mayoría (no de todos, Patricio, no de todos) de los peronistas, cuyos diputados llegaron a festejar la enajenación de YPF como si se tratara de un gol de Maradona; para quien se dice peronista, aberración sólo comparable a ovacionar la violación de un niño, pecado del que jamás conseguirán redimirse.
Pero Patricio dice otra enormidad: “Si de verdad defienden a estos peronistas por favor díganme así me voy del país lo antes posible. Soy joven y quiero cambiar el país que amo y en que vivo pero cada vez parece más difícil”.
Ignoro si se refiere a los firmantes del artículo de marras o a los editores de Causa Popular. No hablo en nombre de ninguno de ambos ni los he consultado al respecto.
Pero presumo que en modo alguno defienden a “estos peronistas” que enumera en su carta. Y en todo caso, no creo que esa opinión deba incidir de alguna manera en una decisión de semejante naturaleza, hija de una errónea percepción de las cosas.
Alguien le ha hecho creer a los jóvenes que no cortan ni pinchan, y en razón de ello, se desentienden, se ausentan (y no me refiero a una ausencia física), se amparan en la ignorancia y, lo peor, se creen en la impotencia.
No es así.
De alguna manera asistió usted al final de un proceso y asiste al principio de otro. Del uno seguramente se le escapen las causas; del otro, ignora las consecuencias, pero puede transitarlo dotado de lo que Graham Greene llamaba “el privilegio de la juventud”: la esperanza, que viene a ser aquello que, con otras cosas, va menguando según avanzan los años.
Cabe a otra generación, específicamente a otra generación política, co-protagonista y co-responsable de muchos desaciertos del pasado, expresada de alguna manera por el actual gobierno -en lo que menos se valora y más importancia tiene de entre los actos del actual gobierno-, el marcar para el país otro rumbo, el ponernos a mirar en otra dirección, con otro sistema de valores, otras categorías morales y diferentes objetivos de los de ese proceso de cuyo final viene siendo usted testigo, para lo cual es imperioso reconocernos en el pasado a fin de no repetir errores, sin escudarnos en una oportuna y peligrosa amnesia que, junto a la tendencia a la hipérbole, a la exageración y al catastrofismo, son los principales defectos argentinos.
Lo demás, amigo Bastos, depende de usted; es su responsabilidad y su privilegio.
En tributo a su juventud y ya que unos párrafos más arriba mencionamos a España, lo despido con estos versos de Antonio Machado, que usted sabrá interpretar según mejor le aproveche.
A una España joven
Fue un tiempo de mentira, de infamia. A España toda,
la malherida España, de carnaval vestida
nos la pusieron, pobre y escuálida y beoda,
para que no acertara la mano con la herida.
Fue ayer; éramos casi adolescentes; era
con tiempo malo, encinta de lúgubres presagios
cuando montar quisimos en pelo una quimera,
mientras la mar dormía ahíta de naufragios.
Dejamos en el puerto la sórdida galera,
y en una nave de oro nos plugo navegar
hacia los altos mares, sin aguardar ribera,
lanzando velas y anclas y gobernalle al mar.
Ya entonces, por el fondo de nuestro sueño -herencia
de un siglo que vencido sin gloria se alejaba-
un alba entrar quería; con nuestra turbulencia
la luz de las divinas ideas batallaba.
Mas cada cual el rumbo siguió de su locura;
agilitó su brazo, acreditó su brío;
dejó como un espejo bruñida su armadura
y dijo: “el hoy es malo, pero el mañana… es mío”
Y es hoy aquel mañana de ayer… Y España toda,
con sucios oropeles de carnaval vestida
aún la tenemos: pobre y escuálida y beoda;
más hoy de un vino malo: la sangre de su herida.
Tú, juventud más joven, si de más alta cumbre
la voluntad te llega, irás a tu aventura
despierta y trasparente a la divina lumbre,
como el diamante clara, como el diamante pura.