El peronismo se encuentra, una vez más, frente a un espejo. Y, como cada vez que la historia lo interpela, tiene que decidir si se queda aferrado a las certezas del pasado o si se atreve a reinventarse. No se trata de negar lo que fuimos ni lo que hicimos. Se trata de algo más difícil y más audaz: superar lo que fuimos sin traicionar nuestras raíces.
Durante los últimos años, el kirchnerismo consolidó un modelo de construcción política que podríamos llamar el paradigma de la resistencia: la política como defensa. Defender las conquistas, resistir al neoliberalismo, sostener los derechos frente a un adversario siempre amenazante. Esa narrativa tuvo sentido especialmente durante los años del macrismo, cuando muchas políticas sociales, laborales y culturales fueron puestas en riesgo.
Pero hoy ese marco resulta insuficiente. La resistencia sin proyecto se vuelve inmovilidad. Y la nostalgia sin actualización, melancolía.
Vivimos en un país y en un mundo que cambiaron radicalmente. El problema ya no es solo la pobreza estructural, sino la nueva desigualdad que generan los algoritmos, la concentración del conocimiento, el monopolio de los datos. Ya no alcanza con discutir Estado vs. Mercado. Sobre todo porque, desde la cúpula partidaria, esa discusión se utilizó más como cobertura de posiciones de privilegio al interior de la fuerza propia que como motor real de cambio desde la base hacia la sociedad.
¿Quién está discutiendo hoy quién diseña la tecnología, quién produce y direcciona la inteligencia artificial, cómo se construye poder en la era digital? Y no podemos abordar la crisis ambiental solo desde el extractivismo: necesitamos una transición justa que no repita viejos errores, centrada en la comunidad y en el trabajo.
A esto se suman dilemas internos no resueltos. El excesivo centralismo, la personalización del liderazgo, la dificultad para construir espacios de participación genuina. Una contradicción con la tradición peronista de articulación con sindicatos, movimientos sociales, organizaciones libres del pueblo. Además, la polarización permanente —esa necesidad de mantener viva «la grieta»— puede servir para ordenar identidades, pero debilita la posibilidad de construir mayorías detrás de un programa de verticalidad nacional.
El kirchnerismo, con su potencia épica, ayudó a reabrir debates históricos. Pero muchas veces quedó atrapado en el símbolo, en la liturgia de la marcha, en la estetización del conflicto. Se romantizó el aguante, como si resistir fuera suficiente. Pero mientras tanto, la pobreza se mantuvo, el salario perdió peso, la inflación se volvió crónica, y la matriz productiva quedó anclada en la exportación primaria. En el momento en el que se agotó la nafta de la transformación, en vez de ir a las fuentes se decidió quedarse en lo hecho, cerrar el espacio, buscar traidores hasta en la sopa y “fingir demencia” social.
No se trata de negar esa etapa. Se trata de reconocer sus límites. El peronismo necesita reencontrarse con su alma transformadora. Con la audacia de Perón al crear un sistema de salud pública, una universidad obrera, un modelo sindical que democratizaba el trabajo. Pero eso no puede ser solo repetición. Tiene que ser creación situada: justicia social con sostenibilidad, soberanía tecnológica, integración regional, nueva economía popular.
Necesitamos una doctrina del siglo XXI. Una que combine:
● Redistribución del ingreso con innovación productiva.
● Cooperativismo digital frente a los monopolios de plataforma.
● Transición energética con cláusulas de desarrollo local.
● Derechos sociales ampliados: conectividad, cuidados, diversidad.
El peronismo del siglo XXI no puede ser un museo de grandes gestas (y derrotas), ni una repetición de lo que alguna vez funcionó. Tiene que ser como el pueblo: capaz de reinventarse sin perder la memoria.
Hay que tomar lo mejor de nuestra tradición —la justicia social, la soberanía, el trabajo como valor colectivo— y mezclarlo con los desafíos de este tiempo: los algoritmos que nos controlan, las plataformas que concentran todo, la soledad de lo individual por encima de lo común, el poder de unos pocos sobre la vida de millones.
Este no es un tiempo para aguantar. Es un tiempo para imaginar. Para crear estrategias que nos devuelvan el sentido de comunidad, de dignidad. Para que la política vuelva a ser herramienta de transformación y no solo de resistencia, ni mucho menos de privilegios de camarilla.
Porque si el presente nos fragmenta, la tarea del peronismo es volver a unir sin uniformar. Como la figura del poliedro, que contiene la diversidad en la unidad. Organizar sin ordenar desde arriba, sino con la oreja en la tierra como los indios. Construir sin nostalgia, con hambre de futuro. Este tiempo no nos pide aguante. Nos pide osadía. No basta con defender lo que se conquistó. Hay que crear lo que falta. Para eso sirve la historia: no como refugio, sino como trampolín. Y nada de eso se construye sin riesgo. Si los generales y los coroneles están cómodos, calentitos en sus sillones, es deber de nosotros, los soldados rasos, los militantes de base, empujar hacia el rumbo que el pueblo nos está marcando. Y si eso implica rupturas, traumas, dolores, serán los sacrificios necesarios que vean nacer lo nuevo por venir dentro del peronismo. Lo contrario es sinónimo de muerte. Y los pueblos no se abandonan mansamente, sin dar pelea, hacia su final; no al menos el pueblo argentino.