El país de las pasajeras fantasmas y los juguetes rotos

De Tucumán a Buenos Aires y viceversa: el calvario de tarjetas para el transporte público y la inocencia armada hasta los dientes. Por Rossana Nofal

¿Un cuento? ¿Qué es eso? A mí no me vengan con el cuento de un cuento. Lo único que nos interesan son las monedas de oro. O de plata.

Gustavo Roldán, Un barco muy pirata

La seducción del cuentero compromete la gestualidad del sí mismo como un otro. Se cuentan los recuerdos que llegan desde algún lugar, invitados por una pregunta circunstancial o provocados por el olvido que —necesariamente— organiza el pasado en el presente. La temporalidad de los relatos cotidianos se cruza con las experiencias de los cada día en la cada escena de la ciudad SMT a la que intentamos pintar con campañas de publicidad que apenas imaginan lo que piensa y siente una mujer que la camina.

Primera imagen de una visita: de la extranjería en la tierra de una

Mi amiga porteña vino de visita a Tucumán. Como es lógico en la cultura local de anfitriones, fuimos a “picar algo”. Desde San Miguel de Tucumán “viajamos” a la otra ciudad que queda después del puente “pasando El Cristo”. Nos fuimos a Yerba Buena en un precioso día con sol de otoño. Como dijo Martín Caparrós en los años noventa, cuando escribía su diario de viajes al interior: “Tucumán me confunde. Le doy vueltas y vueltas, pero me sigue confundiendo. Tiene su zona californiana sanisidro tan bonita Yerba Buena, con su cerro de fondo”. Pero Yerba Buena no es ni San Isidro ni los bosques de Palermo. Es una extraña ciudad sin veredas, personas, ómnibus y autos compartiendo las calles para caminar, rodar y echar a correr mundo.

Cerca de las cuatro de la tarde, a la hora de regresar a nuestro centro de negocios baratos y aspecto triste por los tiempos que corren desde que llegó Milei (hace unos dieciocho meses que “se me hace cuento” que es una eternidad), subimos a un ómnibus. Para eso superamos la lógica de los cruces sociales que diseñan las tarjetas para pagar nuestros pasajes: mi amiga tenía SUBE con voluntad de libre circulación; pero aquí, para cruzar la ciudad tuvimos que usar la Independencia, palabra bastante imponente para nuestra comarca oral.

Subimos y nos sentamos en el primer asiento. A poco de “andar”, miramos atrás en el mismo ómnibus. Todas las pasajeras eran mujeres, solo que venían dormidas en un viaje hasta la Terminal, que queda en “el barrio bajo arrasado que se llama El Bajo”, diría Caparrós. Seguramente, allí tomarían su próximo ómnibus para llegar, un par de horas más tarde, a sus casas de pueblo en el interior del ya insondable interior que somos. Eran las mujeres que limpian las casas de los countries, a esos que no se llega desde ninguna caminata de calle. La imagen no deja de tener algo de fantasmática tristeza frente a un cansancio que las pinta de gris. Esas mujeres batallaron sus tarjetas entre por lo menos tres municipios. El año pasado con la Ciudadana bastaba.

Vuelvo a pensar en las palabras y esa nostalgia de una carta de ciudadanía y la utopía de la libre circulación de los pueblos. O algo así. Una ciudad a sus espaldas, una ciudad para los que viven adentro.

Segunda imagen de una visita:

de la reciprocidad fui a visitar a mi amiga porteña

Como tucumana que quiere ser porteña, pero es ruidosa y llena de paquetes con colores, llevé arropes de chañar, de tuna y miel de caña con una escarapela de randa. Con las cosas que viajamos —porque no está bien ir “con las manos vacías”— llegué el día de las elecciones a la Ciudad de Buenos Aires. Esa parecía una historia de otros (“de otro/ será de otro/ como antes de mis besos”, en palabras de Neruda), aunque yo estaba más cerca de los embelecos fraguados del viejo Borges. Lo cierto es que fuimos a caminar por el Palermo de verdad: bosque y lago con patos y el precioso sol de otoño.

Era domingo. En la orilla estaba un hombre que parecía un papá con un niñito que parecía su hijito. Jugaban con los patos del lago. Pero había algo extraño en la imagen: en esa caminata insegura, y a la vez salvaje de los primeros pasos cuando no conocemos ni el miedo ni el golpe ni el vértice de la mesa, el niñito jugaba con una motosierra: el juguete con el que perseguía los patos. Yo quería tomar una fotografía para que me crean o para creer lo que veía. Pero pensé en mí y en las cosas que creo. Quería la foto para validar frente a mis ojos que la tierra de uno había cambiado. Nadie me va a creer. O sí.

Los días anteriores habían inundado Buenos Aires con tormentas y el diluvio que vendrá. Ese domingo de sol podía ser también el primer día en tierra del Arca de Noé, solo que me parece que hubo un desvarío en los patriarcas. En el arca de las especies estaba el niñito y su papá. Sin embargo, Palermo no era la tierra prometida o los que se salvaron andan en algún infierno o en el Edén por un jardín imposible de caminar. No se entiende lo que sucede o lo que sucede no es lo que veo o lo que veo no es lo que debería estar o lo que me esquiva está en otra parte. Las mujeres dormidas en el ómnibus o una motosierra de juguete en un bosque de árboles y de patos es el mundo en el que estamos, casi laberinto sin salida.

Lejos de las morales de una infancia conceptual la estética carnal de María Elena Walsh hizo del apelativo libertario el núcleo central de la propuesta creativa que dirigió “deliberadamente” a los chicos. Desde la lógica del disparate, cantó como la cigarra en los Cuentopos de Gulubú con la historia de una mariposa que se convierte en príncipe (o al revés), como en el “reino donde nada el pájaro y vuela el pez. Nadie baila con los pies y estudiaron mucho inglés esos gatos que no dicen miau, dicen yes. Usan barbas y bigotes los bebés y un perro pekinés se cae para arriba y una vez no pudo bajar después”. Y Graciela Montes, en su memorable Casiperro del hambre, define la libertad como un “olor” a partir de las posibilidades liberadoras de una imaginación con sentido de cuerpo. En este punto: es un escándalo de palabras con la sangre en las ruinas.

Empiezo a pensar que quizá nos faltó contar el cuento con nuestra voz sin crispaciones, que estamos muy cansados ahora, que seguramente no tomaríamos el ómnibus con un montón de tarjetas de independencia para ir a votar en nombre de una ciudadanía. Pero también que somos las mujeres del programa “Ellas hacen” en la cornisa de la vida que vuelven. La exterioridad fue nuestro equívoco y la maldad se nos coló por la ventana. Es un tiempo de bisagras: una nueva tensión ante nuestros ojos y un impúdico saqueo instalado en nuestro lenguaje: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento…”. Ahora parece que las armas de los Montoneros fueron complejas y cercanas al delito y la motosierra de regalo en la infancia es justa y libertaria. Y confirmo que, sin ese gesto vital y apasionado del deseo de las mujeres del ómnibus en la contraescena de los derechos, los movimientos de la acción social son una instancia vacía, una retórica a contrapelo y devenir del sinsentido.

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