El loco

Aguardientes.

El primer circo que pasó cerca del barrio se estacionó en el campo de la maestra, potrero de manzana y media que lindaba con la casa de Irene, la madre de Aquiles, maestra particular que explica la toponimia. Era un circo rasposo, con un león desteñido y medio asmático y una carpa que podía albergar a cuarenta espectadores, una trapecista gorda, un payaso que también hacía de domador, un gitano y un oso. La compañía la completaba un enano medio alto, una yunta de perros malabaristas y la atracción del espectáculo: Ignacius…el mentalista.

Por esos días de verano en retirada, la chiquillada del barrio vimos interrumpidos nuestros habituales campeonatos de fútbol maratón, que ocurrían de sol a sol, porque el terreno de juego había sido invadido por la troup circense. Sin que fuera lo mismo, la veintena de pibes nos trasladábamos del otro lado de la laguna, en territorio enemigo, en donde solamente se podía jugar un par de horas dado lo disputado de las improvisadas canchas.

Cuando la luz empezaba a menguar volvíamos al barrio, y en ese rato merodeábamos el circo. Que ya a dos semanas de instalado había perdido para nosotros su original interés.

Pero una tarde fue la tarde de la vez que cuento.

A la vuelta del campito vivía el loco Mario. El loco se había ganado el apodo por un asunto muy lejano a la pérdida de la cordura, aunque resultara demencial el hecho de haber estallado un día, luego de nueve años de noviazgo, dejando a Adela, la preciosura más emblemática del género femenino de la zona, sin dar ninguna explicación ni aún entre sus escasas relaciones, ya que esa manera de ser impedía que a esas vinculaciones se la llamaran amistades tal como se las concebían.

Colamos esa tarde por el paredón de la maestra, al que accedíamos en fila por la entrada de la casa sin que nadie pudiera evitar el fisgoneo. Éramos diez: el Pato, Dany Marciano, el gallego Santitos, Osquitar, Abraham, Cicatriz, Rulo, mi hermano Corcho, el negro Sturla y yo.
La sorpresa fue que en la primera fila estaba el loco Mario. Lo vimos, vestido de negro como siempre, y con ese extravío habitual que me hacía pensar que sabía qué cosa iba a suceder en el minuto siguiente. Nos acomodamos casi en el preciso instante en que Ignacius iba a empezar su número.

Sobre la esquina en que yo solía pedírsela a gritos al morfón de Sturla había una tarima, y sobre ella Ignacius hacía espamentos en el aire, dibujando grandiosas curvas pretensiosas de un misterio que sólo parecían entender los grandes.

—En esta sala —dijo— hay alguien que verá su destino cambiar providencialmente.

Se tomó las sienes con el pulgar y el índice izquierdos, formando una vincha digital sobre su frente.

El gesto y la determinación lograron concentrar la atención de los treinta y nueve (contándonos nosotros) que atestiguábamos la función.

—Se llama María— aseguró, para luego relajar el cuerpo como resultado de un singular esfuerzo.

El silencio nos invadió a todos. La única María conocida por alguien en el barrio era mi tía, que vivía en Rosario y de la que nadie tenía siquiera un conocimiento de referencia.

Como no había María que se fuera a parar, Ignacius derivó la atención confusa brincando desde la tarima hasta el piso y, para desgracia suya, asestando con el pie derecho en esa piedra puta que sobresalía del imaginario borde del área que daba a Álvarez Thomas, y que Santitos usaba para hacer rebotar la pelota de manera que un centro de rastrón terminara siendo un ollazo. Digresión: ¡Que calidad la de ese gallego, solo se la vi parecida a Gallardo, ese diez de River que todavía juega!

Lo cierto es que Ignacius se pegó un golpe bárbaro, pobre.

Al bochorno, sucedieron los silbidos, y a los silbidos los gritos prepotentes de Saverio, que quería que le devolvieran la plata de la entrada. La única piedad en el abucheo fue la de Adelita, que sentada en la primera fila, corrió a auxiliar a Ignacius que no podía superar ni el rubor del alma ni el dolor del tobillo esguinzado.

Fue entonces que el Loco Mario se paró y se dirigió al centro de la escena.

Pensamos que se iba a armar la podrida por la actitud de su ex novia, pero no. Mario se puso de rodillas y elevando los brazos al techo de la carpa dijo: «Este año Racing va a salir campeón del mundo, se cae el gobierno y Adelita va a quedar embarazada”.

A lo largo del año predicho, el loco Mario, pero mencionado como Marius salió en la sección de espectáculos de Crónica considerado el mentalista más importante de Suramérica. Por su parte, Ignacius, desde casi un año atrás vive querido en el barrio como Don Nacho, se casó con Adela y tuvieron a Tomás; el chango Cárdenas le rompía el arco al Céltic en Montevideo y el demente de Onganía iniciaba otro interregno de dictadura y farsa republicana en la Argentina.

¿Qué loco, no?

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