El legado de una estrella que no cesa de brillar

Si hablamos de cine, música o peronismo en nuestro país, es obligado el paso por Leonardo Favio. A una década de su fallecimiento, recordamos su vasta trayectoria, sabiendo que su olvido es imposible.

Por Agustina Cabrera
En colaboración con Grupo de estudio Pensar con imágenes

A diez años de su partida, celebramos la existencia y la huella imborrable de un artista que ha marcado, de distintas maneras, la memoria y la historia de todo un pueblo, Leonardo Favio. Un hombre que supo atravesar generaciones e intereses; aquel que, en su singularidad, logró construir un camino que invita a nutrirnos cultural y políticamente como argentinos. Fue un ejemplo de cómo llevar la bandera por encima de todo y no renegar de ella, en tiempos que requerían refugiarse en las sombras. Indudablemente, si los más jóvenes preguntan a aquellos más grandes quién era Favio, fácilmente aparece una canción de espesa melodía, y un sentido de nostalgia hacia un pasado mejor, como Fuiste mía un verano o Mi tristeza es mía y nada más. En otras ocasiones, al preguntar por Favio, también se lanzan al aire nombres de personajes cinematográficos que marcaron un antes y un después en nuestro cine nacional. Juan Moreira o Nazareno Cruz son los primeros en ser enunciados en boca de aquellos que alguna vez se toparon con sus imágenes en salas de cine de antaño, salas que probablemente ya han dejado de existir. Las bandas sonoras de sus películas han tomado tanto protagonismo que incluso se desprenden de su nombre, siendo tarareadas por aquellos que ni siquiera han visualizado su obra.

Quizás este nombre que hoy recordamos con cariño sea también la construcción de un gran personaje. Nacido en 1938, el mendocino Juan Jorge Jury Olivera borró su apellido paterno luego de que este lo abandonara, optando por Favio -apellido de su madre, de la cual incluso siguió su camino en la actuación, camino que lo marca de tal forma que terminará definiendo su destino–. Estos desvíos tempranos fueron tal vez los que lo hicieron divagar por distintas instituciones de encierro, de un lugar a otro, siempre en movimiento, en un acto

errante que luego se constituirá como característico de su producción artística. Ver y hacer cine desde muy joven fue acaso el espacio que fue encontrando como refugio sin paredes carcelarias, refugio a cielo abierto, donde se proyectaban las más diversas imágenes en movimiento. Para él, la actividad de actuar “la hacía para subsistir”(1). Encontrando amparo simbólico bajo los brazos de Babsy -el vanguardista y gran director Leopoldo Torre Nilsson (1924-1978)-, se destacó como joven promesa del cine. En ocasiones, haciendo pequeños personajes, aparecía solamente cinco minutos en la pantalla grande; incluso esos cinco minutos bastaban para que el joven Leonardo, con su mirada brillosa, otorgara una frescura y perspicacia inigualables. Allí lo podemos ver en El Secuestrador (1958), Fin de fiesta (1960), La mano en la trampa (1961) y La terraza (1963), entre otras. Su presencia hacía que, por momentos, se dislocara la consistencia opaca y la atmósfera ensombrecida, característica de las historias de Nilsson. Su presencia agraciada generaba un corte en la corriente de aire pesado que inundaba la narrativa de aquellas películas. Resulta un punto interesante para pensar cómo su figura puede transcribirse fácilmente a los efectos que también generaba fuera de la pantalla. No por nada lo apodaron El juglar de América. Si nos remontamos a la Europa de Edad Media, el juglar era aquel hombre que se disponía a alegrar y entretener al pueblo mediante sus canciones, su romance y sus historias. Favio supo ser un emblema de la creación artística, pero más aún, vivió para compartirlo y hacerlo circular entre nosotros, incluso para aquellos que no llegamos a apreciarlo en su contemporaneidad.

Favio fue un hombre extremadamente perfeccionista que se encontraba siempre abierto a aquello que podía aprender. Lo hacía particularmente de sí mismo, de sus errores en la filmación, y con ello lograba transformar sus faltas para constituirlas como virtud.

Impulsado por aquello que en un momento no funcionó, se pedía revancha y apostaba, otra vez, a lograr algo más pulido.

Para conocerlo, basta con prestar atención a su trayectoria: su música, con un dejo de melancolía in crescendo, en raras ocasiones le canta a la alegría. En cambio, construye melodías que pugnan por la añoranza de algo mejor, son sinfonías de un deseo que no se deja de bordear, de un borroso amor siempre distante, cuyos brazos no logran alcanzar. Basta con ver su cine, para identificar también allí el amor, en este caso quizás amor por los ídolos, amor por el pueblo, un amor por el otro, indefinido, donde la masa deja de ser un negativo y se constituye como sinónimo de unión ante la lucha. Favio fue un hombre entusiasta, un hombre sin edad, que no temía en dejar traslucir su mirada política en sus imágenes tan lúcidas y bien dirigidas. Favio que, a través de sus ficciones y grandes hazañas, logró representar la historia de un país siempre en movimiento, siempre en construcción; un país
cuyo pueblo grita constantemente por su liberación. En este punto resulta imprescindible no descuidar el siguiente detalle: el auge de su trabajo nos lleva desde los 50s, pasando por los 60s, hasta la década de 1970; décadas de caminos sinuosos y acontecimientos explícitamente oscuros de nuestra historia. Represiones incesantes, revueltas violentas y golpes de Estado interrumpían la continuidad de una democracia que se veía amenazada constantemente. Ante un escenario incierto y manchado de sangre, la mirada perspicaz de Favio continúa persistente. La insistencia sobre su mirada no es azarosa: no todos pueden ver la realidad concreta con ojos abiertos, y nuestro juglar era un digno espectador emancipado(2), aquel que miró con vista panorámica primero las escenas en el cine, y luego, las escenas políticas que transcurrían en nuestro país. Una mirada privilegiada, por su alcance y su nitidez.

Su labor parte del retrato de vulnerabilidades en existencia. A pesar de filmar héroes, como así también hombres condenados, no se trata sino de un intento de traducción de la realidad que, con sus ojos, podía capturar. Desde esas infancias desvalidas de Crónica de un niño solo (1964), su primera película, Favio relata experiencias propias de su niñez en reformatorios, quizás a modo de no olvidar de dónde vino y en dónde está. Resulta sorprendente, a pesar de su queja por el perfeccionismo, cómo en su ópera prima hay un dominio por la técnica cinematográfica que nada tiene que envidiarle a los planos del francés Robert Bresson (3), cuya influencia en nuestro artista fue explicitada por él mismo. Contemporáneos, Favio rescata “la ternura con la que traza sus cosas. No la comprensión, sino el entender que uno puede ser el otro, que es meramente una circunstancia que uno no sea el otro, tanto el que hizo daño como el que hizo el bien” (4). En el modo de ver el mundo entonces, principalmente él mira con ternura, ante aquello que se precipita como incierto y sin forma alguna.

Su cine va ingresando en una paulatina oscuridad que se establece paralelamente al contexto violento que vivíamos en nuestro país. Desde la recién comentada Crónica de un niño solo a El dependiente (1969), se desliza la aparición de lo tétrico ante la sensación de que algo horrible está aconteciendo, sin que podamos verlo, sin que sea dicho. Muchos lo vemos demasiado tarde; Favio, lo ve en el momento en que transcurre, y con ello, construye -sin temor- historias desde un terreno movedizo cargado de eufemismos y metáforas que, sin embargo, no desdibujan el horror. Este se mantiene inamovible. De a ratos, se pregunta por la figura de la esperanza, como en Soñar, soñar (1976) con las actuaciones de Carlos Monzón y Gian Franco Pagliaro. Allí, se interroga por la promesa de un mundo mejor, un mundo totalmente ilusorio que hace a sus personajes toparse con un camino sin salida. Acaso esta sea su lectura de un contexto que se presentaba en ruinas: estrenada una semana después del último golpe de Estado, fue prohibida su difusión y proyección. Con el paso arrasador de la Revolución Libertadora, un artista que hasta entonces había dedicado su trabajo a la resistencia y a la apuesta por la creación, se vio obligado a exiliarse a Colombia. Resiste desde el desarraigo, en la lejanía hasta su retorno, más de 10 años después.

Es probable que, sin saberlo, Favio haya encontrado en el hacer artístico una pequeña vía posible ante el dolor agobiante de ser sujeto en una coyuntura que violenta, desaparece y mata a aquellos que se expresan libremente. Idear con ritmos musicales -o con el ritmo de la imagen- una ínfima abertura a tanto dolor, sólo es posible gracias a figuras maravillosas como la suya. Nos enseña que, en instancias de vulnerabilidad humana, de despojo simbólico y arrasamiento de toda dignidad, todavía hay algo por hacer y decir. Al menos el esbozo horizonte se forja cuando la violencia, en vez de suscitar más violencia, posibilita que el arte y la producción política se postulen como freno, como corte inquebrantable ante tanta ceguera. Lo vemos explícitamente en Perón, sinfonía del sentimiento (1999) -su único documental- donde configura un retrato de cinco horas que reflexiona sobre la fascinación que el peronismo suscita en él. Allí, nos acerca a pensar cómo el peronismo no es un movimiento homogéneo, en tanto que históricamente se han abierto múltiples derivas de militancia. Lejos estaba él de inducir sentido o hacer propaganda, sino que, a través de estas imágenes de archivo y collages en movimiento, nos despeja un camino para mirar con más claridad aquello que las figuras de Perón y

Evita movilizan, el amor que han evocado y la importancia política de seguir reivindicando sus discursos. En palabras de Favio: “no es que yo piense en el peronismo cuando estoy filmando (…) pero eso que está en mi interior va a brotar así en mi cine. Sea una ternura con los personajes… ser comprensivo con los personajes. No hay, que yo conozca, una ideología, por lo menos en la que yo me formé, que entienda tan claramente al ser humano” (5).

Acaso toda su obra sea una oda a la sinceridad que lo muestra a Favio como un hombre crítico y transparente, quien ha brindado su integridad a una causa que nos invita a hacer propia. No sólo nos deja entonces producciones de todo tipo, sino la enseñanza de ser

fiel y honesto con aquello que uno percibe como propio. Cuidar lo de uno y obrar para construir un horizonte donde no haya miedo que logre quebrantar las convicciones subjetivas y colectivas. Si hay un legado en Favio, hablamos de trazar horizontes. Y hacia allí caminamos. Con este sol


Notas:

  • Pinto, E., (2007) Entrevista a Leonardo Favio. Youtube. https://www.youtube.com/watch?v=44UziCWsJ5k
  • Ranciere, J. (2019) El espectador emancipado. Manantial.
  • Robert Bresson (1901-1999) fue un cineasta francés cuyas obras Pickpocket (1959), Mouchette (1967) y L’Argent (1983) instauraron un modo disruptivo de crear imágenes en movimiento, mucho más sobrias, que apuntaban a un retrato espiritual e interior de lo humano.
  • Martín Peña, F. (2003) Generaciones 60/90. Cine argentino independiente. Colección MALBA.
  • Rosenfeldt, P. M, [TV Pública] (2010, 1ero de septiembre). Leonardo Favio

[Entrevista al cineasta]. Youtube. https://www.youtube.com/watch?v=L1xYpE8Cujo

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