Concluía mayo de 2013 cuando mantuve un encuentro casual en Retiro, frente a la Torre de los Ingleses con alguien al que yo había entrevistado unos años antes por motivos periodísticos. Esta vez, aquel sujeto calvo y con una barbita en candado se refirió a su inminente viaje a los Estados Unidos.
– ¿Por razones de trabajo? –pregunte, por pura formalidad.
Él encogió los hombros, y contestó:
–Ojalá. Es por un tratamiento oncológico.
Se trataba de Alfredo Pesquera, a quien, ya por ese entonces, muy pocos recordaban. El paso del tiempo nunca perdona, a pesar de que, en su caso, un episodio tan involuntario como casual supo llevarlo a la celebridad.
En este punto, es necesario retroceder a la madrigada del 24 de junio de 2000, un sábado cargado de neblina. Fue cuando el cantante Rodrigo Bueno, acompañado por cinco personas, perdió el control de su camioneta Explorer a la altura de Berazategui, al volver de La Plata por la Autopista, luego de rozar a otra camioneta, una Blazer con vidrios polarizados. Aquellos diez segundos parecieron transcurrir en cámara lenta y sin sonido. En medio de los chispazos ocasionados por los siete tumbos que dio su vehículo, él salió despedido de la cabina. Su deceso fue inmediato. Allí también murió Fernando Olmedo, hijo del cómico Alberto Olmedo.
A partir de ese momento, en el país no se habló de otra cosa.
Ya a punto de cumplirse el vigésimo cuarto aniversario de esta tragedia, bien vale explorar una historia conexa, sobre la que casi nadie reparó.
La balada del clandestino
El velatorio de Rodrigo, realizado desde el anochecer siguiente en el salón de actos de la Municipalidad de Lanús, convocó a una multitud.
El abogado de la familia del ídolo, Miguel Pierri, de pronto sintió una voz a sus espaldas; la del comisario Claudio Smith, a cargo de la seguridad del evento, quien le soltó la siguiente inquietud:
– ¿Cómo va manejar el tema de las flores, doctor?
– ¿Qué flores? ¿De qué me está hablando?
–De la venta de las flores.
No sin azoro, Pierri contestó:
–Vea, comisario. En este momento tengo otros problemas.
–No se preocupe doctor. Yo me ocupo –fue la frase con la que Smith dio por liquidada la cuestión.
Aquella vez, los “floristas” del jefe policial vendieron unas 20 mil rosas a razón de un peso-dólar por unidad. No hace falta una calculadora para saber lo fructífera que fue tal velada para él.
Durante la mañana del lunes 26, el féretro de Rodrigo fue trasladado al cementerio La Pradera, de Esteban Echeverría.
En ese mismo momento, un televidente hacía zapping en su dormitorio. No era otro que Pesquera.
Todos los canales cubrían esa ceremonia fúnebre sin dejar de sacarle el jugo a una hipótesis del accidente tan antojadiza como inquietante: la acción de “un sicario al servicio de la mafia bailantera”. Claro que se trataba de un cártel únicamente surgido en la imaginación de los cronistas. Aún así, repetían su nombre con suma insistencia, por haber sido el conductor de la Blazer.
–Están hablando de vos –le dijo, de modo innecesario, su esposa.
Y él, ya lívido, asintió en silencio.
Lo cierto es que aquel hombre tenía grandes razones para permanecer en el anonimato.
Cinco años antes, Pesquera residía en La Plata dedicado a la presunta venta de autos importados que decía obtener en un depósito fiscal. Los precios que pedía eran tentadores y se podían saldar en cuotas. De manera que cerró tratos con varios interesados. Pero ellos nunca recibieron nada a cambio de sus pagos. Al principio, él justificaba tales atrasos esgrimiendo variadas excusas; luego, se hizo humo, dejando un tendal de damnificados.
Éstos se fueron relacionando entre sí, mientras trataban de encontrar a Pesquera en los lugares que él solía frecuentar. Así se articuló una megacausa por “estafas reiteradas” en el Juzgado de Transición Nº 4, a cargo de Carmen Palacios Arias. Pero la pesquisa se atrancó en una incógnita de lo más simple: el lugar de residencia del acusado. Por ello, jamás pudo ser citado a declarar. El paradero del Pesquera era un enigma insondable. Y su existencia adquirió una impronta nómade.
Nadie supo que, al principio, Pesquera recaló con su familia –integrada por su mujer y un pequeño hijo– en hogares de Berisso, Ensenada y City Bell. Hasta que, en el mayor de los sigilos, buscó nuevos horizontes en la Ciudad de Buenos Aires. Allí alternó la venta “por derecha” de equipos de computación con otros menesteres “por izquierda”.
Lo cierto es que por aquel añejo expediente debió seguir cultivando un riguroso bajo perfil. En semejante contexto, el azar le jugó la más inoportuna de las bromas: protagonizar un accidente fatal nada menos que con la estrella musical más exitosa del momento.
–Están hablando de vos, Alfredo” –repitió su esposa.
Por toda respuesta, Pesquera apagó el televisor.
La causa contra Pesquera por el accidente fue caratulada como “doble homicidio culposo y lesiones en concurso real”. Una pavada, puesto que las cámaras de seguridad instaladas en el lugar del hecho probarían su ajenidad a la génesis del percance. Pero, en razón a sus contratiempos anteriores con el Código Penal, ese pobre tipo debía continuar en la clandestinidad. Es decir, su nombre ya estaba en boca de todos. Pero no así su rostro. Ni su escondite.
Esta suma de circunstancias favoreció la insistencia de la prensa con la quimera argumental del “sicario de la mafia bailantera”, sin advertir que en las venas de su protagonista corría un thriller de otro signo. Un thriller verdadero. Y con un epílogo –aún lejano– que habría causado la envidia del mismísimo Raymond Chandler.
Pero vayamos por partes.
El hombre sin rostro
Pues bien, la súbita notoriedad de Pesquera inyectó en la jueza Palacios Arias, que seguía al frente del expediente por las estafas, un ramalazo de adrenalina.
Pero el comisario Juan Carlos Ghillino, quien la secundaba en aquella pesquisa, no se mostró muy optimista:
–Quizás es un homónimo, doctora –le dijo.
–Investigue el asunto a fondo –fue la réplica.
El policía cumplió. Aunque para ello tardó dos meses. Recién entonces fue al juzgado para anunciar: “¡Es nuestro hombre!”.
Sin embargo, los intentos de Ghillino de dar con el prófugo resultaron infructuosos. Entonces fue reforzado el personal de la búsqueda con sabuesos especializados en trabajos de inteligencia. Ellos no demoraron en averiguar la dirección de Pesquera. Y una comisión de 16 hombres se lanzó a su captura.
Pero regresaron con las manos vacías.
–El tipo dio un domicilio falso, doctora –se justificó Ghillino.
No fue exactamente así. Porque tras un meticuloso chequeo de datos y fuentes, los “especialistas en inteligencia” descubrieron un pequeño error en su rastreo: en vez de ir a un edificio de la calle Sánchez de Bustamante, en donde Pesquera realmente vivía, allanaron un inmueble habitado por ocupas, en la calle Sánchez de Loria.
Pesquera fue finalmente detenido a las 7:50 del 10 de marzo de 2001. En las esquinas había hombres apuntando con armas largas. Y un doble anillo de contención. Así atraparon a ese hombre en compañía de su hijito, cuando lo llevaba a esa hora al colegio.
El tipo fue alojado en la comisaría 6ª de La Plata.
Allí, un fotógrafo policial lo retrató de frente y perfil. Después filtró una copia a un semanario de actualidad a cambio de unos pesos.
Pesquera fue esa semana la nota de tapa. Su rostro había dejado de ser un enigma.
El desafortunado comerciante estuvo sólo 31 días tras las rejas.
En 2002 fue absuelto en la causa por la muerte de Rodrigo.
Luego sería condenado a un año y tres meses de prisión en suspenso por la causa de los autos.
Superados estos trances, la prensa puso su lupa sobre otros personajes en apuros. Mientras tanto, por motivos inexplicables, la figura de ese hombre seguía concitando mi interés.
La premonición
Pesquera sufría una pesadilla recurrente: unos chispazos en la oscuridad de la autopista y una camioneta Explorer dando siete tumbos. Lo reconoció en una entrevista que le hice, a finales de 2006, para el ciclo Mal entendido, del canal Ciudad Abierta, que hice con el realizador Valentín Javier Diment.
En aquellos días, ya con la pena cumplida, estudiaba Derecho, alquilaba oficinas “por horas” en un edificio de Puerto Madero y también poseía otras fuentes de ingresos sobre los que prefirió no hablar. En cambio, fue expansivo al enumerar las amenazas recibidas. Y se detuvo a describir una en particular: “El tipo me puso en la panza una pistola con una bala en la recámara. Le di un cabezazo y él me golpeó la frente con la culata. Luego, forcejeamos. Al final, salí bien librado del asunto”.
En aquel momento fue imposible imaginar el carácter premonitorio de aquella anécdota. Era como sí, con seis años de anticipación, relatara otra riña que marcó el final de sus días.
Ya se sabe que, al concluir mayo de 2013, me cruzaría con Pesquera en Retiro, frente a la Torre de los Ingleses. Y que, en esa ocasión, se refirió a su inminente viaje a los Estados Unidos para un tratamiento oncológico.
Todo indica que ese viaje jamás se concretó.
Cabe destacar que aquel encuentro con Pesquera quedó casi enlazado en el tiempo con un hecho que mereció la atención periodística: el asesinato de Miguel Angel Graffigna, quien se proclamaba financista. Ese individuo, cuyo cadáver fue descubierto el 7 de junio de ese mismo año, en su lujoso Peugeot RCZ con la cara explotada por un balazo a metros de una esquina del barrio de Chacarita, era el mismo que en febrero de 2011 fue preso –y después sobreseído junto con su esposa, la bailarina de caño, Romina Iddon Silva– por el doble crimen de un matrimonio swinger para quedarse, supuestamente, con un cuadro de Picasso.
La autopsia y la pericia balística lograron determinar que la víctima fue asesinada con su propia arma –una Smith & Wesson calibre 40 que no estaba en el lugar del hecho–, la cual le fue arrebatada durante un forcejeo, cuando le apuntaba a quien sería su matador. Pero éste le dio un cabezazo en la frente.
Un tiempo más tarde, el 21 de diciembre, dentro de una camioneta BMW X6 estacionada en una calle del barrio de Saavedra, fue descubierto el cadáver de Pesquera. Se había volado la tapa de los sesos con la Smith & Wesson de Graffigna.
Se cree que su suicidio se debió a la orden de captura que pesaba sobre él por el asesinato de ese presunto financista.
Dada su calvicie, fue como una ironía que la única prueba en su contra fuera un cabello secuestrado en la escena de aquel crimen.
No era la primera vez que Pesquera sucumbía por una broma del azar.