El kirchnerismo y la oposición de los sectores medios

Las clases medias, luego de resolver su situación económica y social, ¿dan vuelta la espalda al proceso popular por resentimiento social contra “la negrada”? Cómo volver a seducir a estos sectores en una coyuntura nacional donde ningún actor logra imponer su hegemonía a los demás.

Es útil recordar que desde 1945 en adelante ningún Presidente pudo ejercer el poder por más de 10 años. De los que fueron elegidos por el voto popular, Perón gobernó del ‘46 al ‘55 y fue desalojado del poder por un golpe sangriento (con el apoyo masivo de la clase media) ante el cual, con la oposición de un gran sector de su movimiento, entre el tiempo y la sangre, optó por el tiempo. En el caso de Menem, que gobernó del ‘89 al ‘99, el sueño de continuar en el ejercicio del poder en forma ininterrumpida se frustró por la conformación de una fuerza social y política opositora de mayor poder que la coalición gobernante. Con la decisiva participación de los sectores medios, estas fuerzas contuvieron intereses sociales diversos e incluso contradictorios, pero encontraron la forma de unirse en torno a algunos denominadores comunes. El más importante, sin lugar a dudas, el fin de la convertibilidad. Desde 2007, amplios sectores de clase media manifiestan en forma sistemática su oposición al gobierno por múltiples razones: algunos porque dicen “busca eternizarse en el poder y es autoritario”, otros porque es un gobierno “filomontonero y a favor de los piqueteros”. Poco les importa, parece, que desde 2003 a la fecha haya impulsado el proceso más fuerte de reindustrialización de Argentina del que tengamos memoria desde el primer peronismo y que el mismo se realice con creciente distribución de la renta.

El campo nacional y popular ha elaborado un discurso que argumenta y le da respuestas al fenómeno antes señalado. Tanto los proyectos de restauración conservadora, decimos, como aquellos que buscan frenarlos y redistribuir la riqueza a favor de los sectores más humildes, tienen el contenido de verdaderas revoluciones, dada la profundidad de las transformaciones emprendidas, aunque es bueno aclarar que esas revoluciones se dan en el marco de lo que Ricardo Rouvier llama “el matrimonio entre la democracia y el capitalismo”, porque ya no es necesario el golpe de estado tradicional para restituir el poder a manos de los sectores conservadores, ni la insurrección o la guerra popular prolongada para que un gobierno popular represente las necesidades de ascenso social de los trabajadores.

De la crisis de 2001 y el fin de la convertibilidad surgió un gobierno de transición capaz de reconstruir el funcionamiento del sistema capitalista mediante la creación de millones de empleos, la recuperación de una envidiable tasa de ganancia por el empresariado, la renegociación de la deuda externa, la recuperación de la negociación paritaria entre trabajadores y empresarios, la creciente recuperación del poder adquisitivo de jubilaciones y pensiones, y la reconstrucción de la autoridad presidencial en el marco del fortalecimiento del rol del Estado como articulador de políticas, moderador de conflictos y conductor de un proyecto de reindustrialización con reparación social. A estos datos esenciales hay que agregar el nombramiento de una Corte Suprema independiente del Poder Ejecutivo y la decisión de revisar los delitos de lesa humanidad cometidos durante la última dictadura, mediante la acción de la Justicia, en virtud de la derogación de las leyes de obediencia debida y punto final.

Pero luego del triunfo de Cristina en 2007 el gobierno decidió confrontar con el sector agropecuario, dando fin a la transición. Se ha especulado mucho en el origen de esa decisión. Algunos la atribuyen, no sin razón, en las señales poco amistosas recibidas desde los Estados Unidos, expresadas en el affaire de Antonini Wilson y las valijas de PDVSA. Pero, obligadamente, en el análisis político debemos incluir el creciente proceso inflacionario, la falta de inversiones privadas y las señales dadas por el kirchnerismo anunciando la profundización del proceso de redistribución (renuncia de Lavagna). Durante el conflicto, las clases medias urbanas y rurales percibieron que el intento de apropiación de una parte de la renta extraordinaria del sector iba en contra de sus intereses, dando poco crédito al relato distribucionista del gobierno. Esta percepción alimentó el resurgimiento de un gorilismo que fomenta el resentimiento social y político, y que pretende sepultar como si nunca hubiese existido la enorme adhesión que cosechaba el esquema desarrollista y transgresor de Néstor Kirchner, indudablemente favorecido por la recuperación del período 2002-2007.

El gobierno de Cristina ha profundizado el proceso de redistribución del ingreso y ha avanzado en nuevas decisiones dirigidas a definir un modelo aún más independiente de acumulación en el cual los recursos económicos están al servicio de un proyecto colectivo de Nación, como lo demuestran la estatización de los fondos de pensión, la asignación universal por hijo, el plan nacional de obras públicas (para los seguidores de la cuestión medioambiental, comenzó la construcción de la planta de líquidos cloacales de Berazategui, viejo reclamo del conurbano bonaerense), y el uso de las reservas del Banco Central para pagar deuda y liberar fondos presupuestarios dirigidos a las provincias y al gasto social. Esta estrategia ejecutada contra viento y marea no ha logrado concitar el apoyo de los sectores medios, que a su vez han profundizado su resentimiento, lo que en términos políticos, nos ha llevado a un callejón sin salida.

Algunos compañeros, con cierta razón, atribuyen esta oposición a un fenómeno que ya ocurrió en el primer peronismo. Las clases medias, dicen ellos, luego de resolver su situación económica y social, dan vuelta la espalda al proceso popular, porque en ellas anida un resentimiento social contra “la negrada”, a la que sólo imaginan mansamente subordinada a su bienestar. Esta observación, sin embargo, no termina de explicar la rebelión del 2001, protagonizada por sectores medios y medios bajos de Capital Federal, Conurbano y Rosario, y equivocadamente atribuida por el relato radical a los punteros del PJ bonaerense, que diera fin al interregno de De la Rúa.

En un reciente Seminario organizado por el INAES (Instituto Nacional por el Asociativismo y la Economía Social), el escritor Eduardo Jozami recordó, sobre el tema que nos ocupa, el debate que mantuvieron el General Perón y don Arturo Jauretche, acerca de la ausencia de una política para los sectores medios en el final del primer peronismo. “Un gobierno que gobierna es lo mejor que nos puede pasar a los argentinos”. La frase del escritor Mario Bertelotti sintetiza una de las caras de la moneda. La otra es la que le da forma a la crisis política que vive Argentina en estos días: “Nadie es capaz de imponer su hegemonía a los demás sectores de la vida nacional”, del consultor Ricardo Rouvier.

¿No habrá llegado el momento de abrir el juego y llevar a la práctica una de las máximas del General Perón, “la organización vence al tiempo”, institucionalizando la participación de todas las fuerzas aliadas que comparten el proyecto de transformación, como él lo hizo en 1972 con la Hora del Pueblo y el FREJULI?

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