El inglés

Aguardientes.

Llegó al barrio en el verano de 1963. Para nosotros un viejo que, si dan bien las cuentas en la memoria, sería unos diez años menor que mi padre. Un cuarentón o menos, de los de ahora. De modos cuidados, aliño perfecto y una circunspección encantadora, el nuevo vecino llegó prontamente a pasar del misterio de su personalidad a una reputación diferenciada por ese vecindario de clase media creciente en donde pasé muchos años de mi vida.

Su castellano, escaso y afectado, fue pronto reconocido en el acento por la maestra de la cuadra, Doña Inés, quien dictaminó en el ágora de la feria de los jueves que ese hombre correcto, confiable y de modales recatados era, sin duda, un ciudadano británico.

Ella lo sabía, porque representaba el espíritu del hombre gentil que Sarmiento tanto había ponderado de los ingleses. La maestra recordaba como una infidencia perdonable dado el carácter loable de la idea, que el prócer sanjuanino había condenado la Reconquista, aduciendo que esa victoria sobre los ingleses en Buenos Aires, había condenado nuestro destino de progreso y civilización. Maia, la húngara de Olazábal, corrigió según su experiencia europea diciendo que se trataba, sin dudas, de un irlandés educado; el “seseo” le parecía inconfundible. Tal vez hasta un aristócrata de Belfast.

Con los primeros meses que se hicieron un año, “el inglés” no abundó en tratos ni en sociabilidad, pero acumuló deferencia y consideración de todos los que componían con derecho de pertenencia eso que llamábamos el barrio.

En menos de ese tiempo se constituyó en la antítesis de “El alemán”, un viejo cascarrabias, septuagenario, que nos maldecía cada vez que la pelota, tomada de aire, pasaba el alto de la tapia de su casa, separada por ella del baldío. El gallego Osquita, que siempre fue vasco y bueno para los números, contabilizó doce pulpos y tres número cuatro de cuero apuñaladas por el nazi. El nazi resultó ser, muchos años después, un judío alemán refugiado de Auschwitz, y según Andreíta, la panadera, un héroe de la resistencia en Berlín. Pero Andreíta nunca fue confiable, y si no que le pregunten a su ex marido.

Lo cierto es que el inglés llegó justito para contraponer la imagen miserable que daba el degollador prusiano de pelotas.

Austero de palabras, siempre sonrojado, más bien bajo, pero elevado en su estatura por esa postura erguida que le aprovechaba hasta el último centímetro de columna, el inglés se inscribió rápidamente como parte indispensable del paisaje vecinal.

Todos daban por sentado que, día más día menos, el inglés habría de toparse con Carmen, la solterita de las cinco esquinas, una preciosura que tocando los treinta amenazaba con hacerles de sastre a los santos.
El inglés entró en la zona de la leyenda. Salvaba perros no identificados de accidentes que no ocurrían, auxiliaba cardíacos en trance, se ofrecía a mandados que nadie sabía quién mandaba. Todo un inglés, un educado y civilizado ejemplar de hombre que demostraba (una vez más diría Doña Inés) que el padre del aula no se había equivocado ni un ápice en la valiosa esencia de la condición humana de la Gran Bretaña.

El encuentro con Carmen tuvo lugar.

Doce carillas llevó la denuncia mecanografiada por el suboficial escribiente Miguel González, en la que constaba el ataque sexual de Gualtemir Pérez, de nacionalidad argentina, natural de Florencio Varela, con señas particulares labio leporino y dificultades en el habla, contra Carmen Ignacia Belaúnde, de treinta y dos años.

El sábado siguiente, Jaim Zilber, “el alemán”, nos regaló una pelota de cuero, de esas con costura escondida, igualita a aquella con la que el Chango Cárdenas le diera tres años después el campeonato del mundo a Rácing.

Del inglés no supimos más nada. Y Carmen se juntó con el suboficial González, lo que motivó que mi hermano mayor amenazara durante cuatro días con meterse a cura.

Pero esa es otra historia.

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