El incómodo recuerdo de Rosas

El autor contrapone su punto de vista al del sociólogo y director de la Biblioteca Nacional, Horacio González, que publicó un polémico artículo en Página/12 el pasado martes 23 de noviembre.

A raíz de un nuevo aniversario de la batalla de Vuelta de Obligado y su conmemoración por parte del gobierno nacional, Juan Manuel de Rosas ha vuelto a colarse en los debates contemporáneos. Bienvenido sea: resulta muy auspicioso que al menos se debata algo en este erial de pavadas en que se ha convertido nuestra vida política. Aunque vale recordar que Rosas es una figura del pasado que puede analizarse pero nunca juzgarse, porque ¿qué es eso de “juzgar” a un tipo que actuó hace más de 150 años con las categorías y conflictos que no fueron los de su tiempo, ni aislado de sus circunstancias históricas?
La historia no está cerrada -y nunca lo están las interpretaciones del pasado-, pero en nuestro caso no lo está en la medida en que lo que se entiende comúnmente por Historia Argentina es apenas un gran relato propagandístico cuyo propósito fue instalar en nuestro inconsciente lo que la Constitución de 1853-60 sancionó en las leyes: el pliego de condiciones que los vencedores de la guerra civil impusieron a los vencidos. En este sentido, bien puede decirse que ese relato no es de ningún modo un relato histórico, y mucho menos una historia. Y siendo mera propaganda, fue lógico contraponerle una propaganda igual, aunque de significado diferente y hasta opuesto. “Emparejemos y largamos”, exigió Arturo Jauretche en tiempos en que se pedía mayor ecuanimidad a los historiadores revisionistas o a sus difusores.
Pasó bastante de eso y como (en parte) bien dice Horacio González en un desconcertante trabajo publicado en Página/12 bajo el título La batalla de Obligado, “el revisionismo histórico rosista (…) es un movimiento publicístico ampliamente vigente en la conciencia pública y en los medios de comunicación. De ser la segunda voz, nunca endeble, de las interpretaciones historiográficas, ha pasado a ser ya la primera”.

Bien dice, en parte, y si por revisionismo se entiende cualquier interpretación no mitrista de la historia, si bien, profundamente instalados en los cacúmenes de “docentes y educandos”, así como en el de los cualesquiera que anden por las calles, refulgen, turgentes e intocables, las enormes tetas de Mitre y sus epígonos, continuadores y mejoradores, cuya dulce sabiduría hemos libado desde la más tierna infancia de los pechos más magros o modestos de nuestras madres, maestras y directoras. ¿De dónde, sino, tanta gente grande, cuerda y a primera vista competente, podría exigir, en voz airada, hoy, ya trascurrida la décima parte de un siglo que estará signado más que ningún otro por la sofisticación tecnológica, la virtualidad y la instantaneidad, que nuestro país vuelva a cumplir su destino de “granero del mundo”, que nunca debiera haber abandonado en pos de quimeras industriales y tecnológicas?

Liviandades desconcertantes

De todos modos, hay que darle -siempre en parte- razón a González, al menos en lo que atañe a la falta de rivales que den la talla de los historiadores y difusores revisionistas. Si bien ciertos publicistas, en tren de lo política o históricamente correcto, se han vuelto más livianos que limonada con edulcorante y arman un rejunte de próceres presentables, decentes y eternamente del lado del bien, la justicia y la patria, que más parecen extraídos de Marvel Comics que de una existencia de barro y sangre. Porque los publicistas y divulgadores históricos de la actualidad deben atravesar todavía un abismo para acercarse a Jorge Abelardo Ramos, Rodolfo Puiggros o José María Rosa.

Desconcertante, dijimos de la nota de Horacio González, y tal vez lo que desconcierta lo hace por inesperado y acaso por extemporáneo, ya que en el referido trabajo nuestro sociólogo predilecto se cree en la obligación de ajustar supuestas cuentas con Rosas o al menos no darle nada gratis, lo que lo arrastra a asombrosas desmesuras. Aunque no lo quiera, Horacio termina “juzgando” a Rosas, e inadvertidamente acaba tratando al personaje con bastante “forzamiento y reduccionismo”, porque, ¿qué importancia tienen tanto la opinión de Rosas como la de San Martín sobre las revoluciones europeas de 1848 o aun la de Rosas sobre la comuna de París? ¿O acaso esas opiniones han tenido alguna influencia en nuestra historia?

Un viejo amigo radicado en Tarragona se ha vuelto súbitamente kirchnerista desde que recuerda haberse cruzado con Néstor Kirchner en las calles de Barcelona y encontrarlo “muy campechano” (sic), detalle que lo sorprendió muy agradablemente. Es una razón tan buena o tan mala como cualquier otra para oponerse o adherir a un dirigente político, pero carece del menor fundamento y seriedad cuando se trata de evaluar o analizar la actuación y propuestas de ese político. De igual manera, hay quienes adoran -o detestan- a Rosas ya por su temperamento ascético, o por su manía por el orden, su autoritarismo, su socarronería, su habilidad diplomática, su picardía, o su carácter taimado y ladino. Allá ellos, porque no se trata de adorar o detestar -y menos, muchísimo menos cien o ciento cincuenta años después- sino de analizar y situar históricamente.

Autoritarios y libertarios

No es en este reduccionismo en particular en el que cae González, pero lo hace en otros parecidos, como puntualizar la “formación absolutista” de Rosas y sus lecturas del teórico monárquico Gaspard Réal de Curban. Hasta aquí seguimos en el campo de la tontería, pero el dislate ya se vuelve espeso cuando afirma que “la razón absolutista de Rosas no significa lo mismo que la imaginación libre del vasto Bolívar”, sin haber explicado en qué se manifestó “la razón absolutista” de Rosas más allá de en algunos intrascendentes escritos, que en un hombre de hechos y no de libros tienen relativa significación, y, en el mismo tren prejuicioso, cómo la “imaginación libre del vasto Bolívar” pudo seguir siendo tan libre y Bolívar tan vasto luego de la constatación de que el único modo en que su proyecto político se volviera medianamente viable fuera mediante una férrea dictadura militar.
Desde luego, es tan injusto como tonto “culpar” a Bolívar por los límites de su proyecto político así como por los alcances relativos de su concepción político ideológica, pero es necesario reconocer esos límites, pues de otro modo resulta imposible comprender el por qué de su fracaso. Así como el de San Martín, cuyo proyecto era similar, si bien en lugar de la dictadura militar para San Martín era preferible una igualmente improbable monarquía constitucional, que habría de regir los destinos americanos con mano de hierro, porque sino, no. Porque ¿qué clase de monarquía o dictadura que se precien pueden soportar las rebeldías y veleidades separatistas de las oligarquías portuarias o mineras? ¿Y cómo sujetar a esas oligarquías excéntricas, evitando la balcanización continental? No con cartas de persuasión, precisamente.

Nada de esto -ni el carácter odioso que para nuestra mirada pudieran eventualmente adquirir algunos aspectos de los proyectos de los libertadores, ni su fracaso- quita mérito a quienes lucharon por un ideal que compartimos y por una necesidad que sigue tan vigente como entonces. Pero de igual manera, ni su concepción ideológica ni los alcances relativos de su proyecto político, quitan el menor mérito a Juan Manuel de Rosas. Ni siquiera se lo quita su postrer fracaso que, según se lo mire, es menor que el de los libertadores: Como Bolívar, Rosas pudo haber dicho: “He arado en el mar”, sin embargo, el país que mal o bien consiguió conformarse treinta años después de su expulsión, lo hizo en base a las líneas esenciales del “sistema rosista”, que era finalmente insoslayable por basarse en un reconocimiento objetivo de la realidad.

Pero Horacio no se detiene ahí, y arremete: “La batalla de Obligado hay que verla eminentemente ‘desde el sable de San Martín’ (…) Pero no puede ser vista desde las propias opiniones de Rosas y su mundo cultural de terrateniente exuberante, con su gauchocracia aúlica y ritualista”.

¿Cómo? ¿Y por qué? ¿Quién estaba ahí, comandando la defensa de la soberanía de la Confederación (que el propio San Martín calificó de tan importante como la independencia de España)? ¿San Martín, su sable y sus granaderos? No. Estaba Rosas. Estaban Rosas y su “mundo cultural de terrateniente exuberante, con su gauchocracia aúlica y ritualista” defendiendo la soberanía. No San Martín, exiliado en Europa luego de que ese sable, bajo el que González pretende que deba ser vista la Batalla de Obligado hubiera sido derrotado en su patria veinte años antes.

No es desdoro para San Martín haberse apartado de las luchas políticas, pero sí es mérito de Rosas haber estado ahí, en el momento de la decisión, donde había que estar y en el momento en que había que estar.

Evidentemente, a González no le gusta Rosas. Y está en su derecho, pero eso no lo autoriza a absurdos como el del párrafo anterior ni arbitrariedades del estilo: “Por eso (Rosas) libra batallas de autonomía territorial pero sin concepción antiimperialista o libertaria, sino más bien autocrática”, como si fuera González o cualquiera de nosotros los autorizados a dispensar carnés de antiimperialista o libertario.
¡Y libertario, nada menos!

Algarabiados y genocidas

Pero por sobre todo, el querido González debería detenerse un minuto a reflexionar antes de prorrumpir en esta clase de barbaridad: (Rosas) Había escrito un diccionario de lenguas pampas porque el mundo del orden, que era el suyo, implicaba saber el idioma en que se debía garantizar la sumisión de los vencidos”.

Se trata de una afirmación de la que lo menos que puede decirse es que es aventurada y, en cierto aspecto, completamente disparatada: los genéricamente llamados pampas no habían sido vencidos por nadie, y mucho menos por Rosas, excepto en algunas refriegas y un par de intrascendentes combates. En efecto, en 1833 Rosas había dirigido una de las tres columnas que marcharon hacia el sur a fin de apaciguar a las tribus ranqueles y mapuches. El propósito final era incorporar tierras productivas a la esfera de las provincias de Buenos Aires, Mendoza y San Luis, siendo la única que pudo cumplir los objetivos la dirigida por Rosas, que llegó hasta Choele Choel y firmó varios tratados con numerosas tribus “enemigas” o, mejor dicho, beligerantes.

La clave de la campaña no fueron las batallas sino los tratados, ya que la política rosista respecto a las tribus indígenas era antagónica con la propuesta en el Facundo, que acabará llevando a cabo Julio A. Roca. Sería una enormidad decir que Rosas es el anti-Sarmiento debido a la diferente envergadura política de los aludidos, de manera que al dividir la sociedad en tres clases, la de los civilizados, la de los bárbaros que debían ser civilizados y la de los salvajes a los que era necesario exterminar, lo que hizo Sarmiento fue erigirse en anti-Rosas. De hecho, es el propio Sarmiento, en persona y ya presidente, quien desautoriza el tratado con los ranqueles firmado por Mansilla, en lo que puede calificarse como el último intento de integración “rosista” de las tribus, antes de la “solución final” de inspiración sarmientina ejecutada por Roca.

Una política de negociación, pactos e integración requiere de la comprensión del habla de los involucrados. Para el exterminio alcanzan las balas. Pero uno de los mejores rasgos de la política rosista -la paciencia, la diplomacia y la negociación como forma preferencial de resolución de conflictos intestinos-, el que mejores luces podría haber proyectado al porvenir ya que habría evitado no sólo el genocidio indígena, sino también el de los gauchos y el de los afroargentinos, queda caprichosamente convertido por Horacio González apenas en un rasgo más de su autoritarismo: Rosas no hace un diccionario de lenguas pampas ni por curiosidad intelectual ni para entenderse con los vecinos, sino apenas para imponer condiciones a los vencidos.
Convengamos en que se tomaba demasiado trabajo el hombre para algo tan sencillo, para lo que no es necesario hablar el mismo idioma sino apenas tener en la mano el palo más grande.

La dispersión

No se entiende bien la pretensión de González de poner en su sitio a Rosas, o, más exactamente, a su evocación. Pareciera ser que teme la posibilidad de cierto revival “rosista”, eufemísticamente de nacionalismo derechista, ultracatólico y ultramontano. Efectivamente, además del anacronismo, la evocación histórica del rosismo tuvo esas características, lo que no autoriza a ninguna persona de la habitual inteligencia y lucidez de Horacio González a desbarrancar en anacronismos opuestos.

Rosas debe ser visto en su tiempo, que es el inmediatamente posterior al del fracaso de los proyectos independentistas de aspiración continental, y su lugar, una provincia de Buenos Aires en la que la burguesía comercial controlada por los británicos se había impuesto definitivamente sobre una plebe levantisca y de inspiración artiguista, que primero había resistido la invasión inglesa, luego hecho la revolución y finalmente había tenido en Dorrego a su último caudillo. La burguesía comercial rivadariana, que había desencadenado y promovido la dispersión nacional, deseaba organizar lo que pudiera del país para acoplarlo como un gran mercado interior de las manufacturas británicas, para lo que era necesario aniquilar las resistencias del interior, alzado en armas contra esa autoridad “central” que se proponía fundir las industrias artesanales y domésticas, como condición necesaria para vender el poncho tejido en Glasgow o el vino elaborado en Francia.

Un segundo sector económico de la provincia, que había desertado de los asuntos públicos o descansado para ello en los afanes liberales de la facción rivadariana, era el de los ganaderos bonaerenses, que con los saladeros se disponían a conquistar su propio mercado: no era el del interior sino el de Brasil, las Antillas y Estados Unidos. Los ganaderos bonaerenses no tenían ningún interés ni en organizar ni en dejar de organizar el interior, en imponer una constitución centralista o federalista ni abrir -ni cerrar- los mercados a la industria europea. Lo que no existía en el país -y si se nos permite, jamás pudo existir- era una fuerza económica que produjera y vendiese en el propio territorio argentino. No podían serlo las industrias artesanales, en palabras de Jorge Abelardo Ramos “demasiado inconexas como para decidir la política económica nacional y como por otra parte, el núcleo de poder estaba en Buenos Aires, eran incapaces por sí mismas de subordinar al interés argentino los recursos cuantiosos de la gran ciudad. Sin un elemento de centralización económica y sin un ejército nacional, las provincias aisladas sólo atinaban a rebeliones episódicas”.

Esas rebeliones, desencadenadas principalmente por las pretensiones hegemónicas del sector rivadaviano, eran suficientes como para poner en riesgo la actividad ganadera bonaerense y la pacífica marcha de sus negocios. Advirtiendo esta circunstancia, Rosas entiende que la única salida para la prosperidad de su provincia era una transacción con las provincias mediterráneas en base a la protección de sus industrias y una eterna e inestable negociación con las provincias del litoral, como Buenos Aires, eminentemente ganaderas, pero subordinadas y tributarias del puerto bonaerense. Para esto era imprescindible cesar toda intervención armada en las provincias, dejar que cada caudillo resolviera los conflictos de su lugar y garantizar el dominio de Buenos Aires por medio del manejo del puerto, la aduana y los ingresos que de ellos derivaban, confiando, siempre, en la sutil diplomacia de Rosas, que por sus dotes acabó volviéndose -tal vez hasta a su pesar- el artífice irreemplazable de ese complicado e inestable equilibrio.

Más allá de su clase

Pero este jefe político de los ganaderos bonaerenses acabó siendo mucho más que la expresión de un sector económico, tal vez por sus propios talentos, capaz que por veleidades y ambiciones, y seguramente también por aquello de que el personaje acaba comiéndose al actor. Es verdad, como también dice Ramos, que mucho habíamos retrocedido desde los momentos de la independencia, que habíamos ido de “Artigas, que sólo ansiaba organizar una patria grande, a Rosas, que ni siquiera quería organizar una nación pequeña”. Pero el retroceso no se había producido sólo ahí, en lo que va de las cuchillas litoraleñas a las llanuras bonaerenses: el proyecto subcontinental sanmartiniano había corrido la misma suerte que el bolivariano, estallando ambos en tantos pedazos como elites portuarias se encontraban activas. Artigas había sido traicionado por su segundo, al parecer en consonancia con los intereses porteños, y su provincia invadida por tropas del imperio del Brasil, “invitadas” por Buenos Aires para así librarse del jefe popular más prestigioso. Una vez independizado del Brasil, el Estado Oriental ya no fue parte de un mismo proyecto nacional sino apenas una ficha más de la diplomacia británica. Y no obstante el entusiasmo del joven Sucre, no fue sino a disgusto que Bolívar aceptó la secesión de las provincias altoperuanas, pergeñada de consuno entre la oligarquía comercial porteña y la elite minera de La Paz, que acabó traicionando al Libertador. El Paraguay se debatía entre el aislacionismo, la incorporación a las luchas civiles argentinas o una “independencia” prohijada por Gran Bretaña y el Imperio. Sólo gracias a la protección de noveles jefes populares -Estanislao López, Bustos, Quiroga-, San Martín había podido atravesar como un prófugo, en la clandestinidad, el territorio nacional para conseguir finalmente embarcarse rumbo al exilio a fin de salvar la vida. Los granaderos, que liberaran “medio continente”, regresaron derrotados, dispersos, en calidad de vergonzantes zaparrastrosos, tan en silencio, en el oprobio y en la noche como los soldados de Malvinas. La decadencia, el retroceso, no era únicamente el que va de Artigas a Rosas: era más vasto y más terminante.

Es en esa dispersión, en ese retroceso, en ese vacío es que Rosas da un golpe de timón a la política porteña, desplazando del poder a la facción rivadariana. Y factor determinante del frágil equilibrio en que se sostiene la unidad, Rosas se ve obligado a defender al conjunto de la Confederación frente a las amenazas y bloqueos de las potencias colonialistas, siempre coaligadas con la facción unitaria. Y habrá sido nomás que el personaje se comió al actor o que el tipo era mucho más que lo que dicen, porque en esa defensa de la integridad territorial de la Confederación, Rosas se enfrentó violentamente con su clase de origen, de la que era jefe político. Así, el bloqueo francés de 1838 significó la interrupción del comercio exterior de la Provincia de Buenos Aires, impidiendo las exportaciones ganaderas y provocando una abrupta caída de los precios. El bloqueo desencadenó una violenta ofensiva unitaria, que entre otras hazañas desplazó de la presidencia oriental a Manuel Oribe colocando en su lugar al impresentable Fructuoso Rivera, entregó a Francia la isla Martín García, propició la invasión de Lavalle y, más peligrosamente, una sublevación de estancieros “rosistas” del sur bonaerense que pretendían acabar con Rosas y el bloqueo de manera de proseguir pacíficamente con sus negocios. Como le era proverbial, Rosas no dudó al momento de aplastar este movimiento, no obstante estar encabezado por prominentes estancieros como Pedro Castelli o Ramón Maza, hijo de Manuel Vicente Maza, presidente de la legislatura bonaerense, abogado y amigo personal de Rosas.

La justificación del bloqueo fue la negativa del gobierno de Rosas a asegurar a Francia el tratamiento de Nación más favorecida por parte de la Confederación, a aceptar la exigencia de exceptuar a los súbditos franceses de las obligaciones del servicio militar y a dar satisfacciones por supuestas ofensas a ciudadanos franceses. Para los unitarios, una arrogancia imperdonable propia de un bárbaro ignorante. Para los estancieros, un disparate que por un asunto intrascendente ponía en juego sus negocios y la prosperidad de la provincia.

Conclusión

A no ser que entremos en el terreno de la parapsicología, es imposible discernir si la airada respuesta de Rosas a estas descabelladas pretensiones colonialistas fue inducida por su “espíritu autocrático” o “su vocación antiimperialista”. Lo que es seguro es que en esa oportunidad no actuó como jefe político de un sector económico bonaerense sino como el máximo dirigente de la Confederación, más allá de su sempiterna negativa a convocar a un congreso constituyente o de entregar la aduana al manejo del conjunto de las provincias.

Las razones de Rosas para esta negativa son curiosamente similares a las de Rivadavia: que primero las provincias se organizaran para recién después entregarles la aduana. La trampa de la argumentación era que el manejo de las rentas de aduana bien podía ser visto como una condición necesaria para lograr la unidad de las provincias.
Pero ahí estaba Rosas, con sus más y sus menos; no Rivadavia, ni Lavalle, ni tampoco Thomas Jefferson.

Son demasiados los ejemplos de esta clase como para tan siquiera enumerarlos, pero estos pocos tal vez alcancen para dar a Rosas una dimensión mayor, o al menos más ajustada, de la que le dan los desconcertantes juicios de González.

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