El imperio se deteriora

Por Enrique Oliva, especial para Causa Popular.- “Nosotros no somos odiados porque practicamos la democracia, la libertad o los derechos humanos. Somos odiados porque nuestro gobierno niega esas cosas a los pueblos de los países del tercer mundo, cuyos recursos son codiciados por nuestras corporaciones multinacionales…Somos blanco de los terroristas porque, en la mayor parte del mundo, nuestro gobierno defendió la dictadura, la esclavitud y la explotación humana”. (Palabras de monseñor Robert Bowan, obispo de Florida, en carta dirigida a George W. Bush en setiembre del 2005).

La vida de los imperios, con el correr de los tiempos, tienen menos duración. Hitler pensó en un “nuevo orden” por varios siglos, basado en el poder militar germano, pero el sueño fue efímero. Hoy Estados Unidos está haciendo exactamente lo mismo con el abuso de la fuerza; la prepotencia desalmada, suponiendo que las multinacionales son una especie de raza superior y solo ellas deben organizar al mundo en su provecho.

Más como el apetito viene comiendo, no se detienen en su glotonería. Bush busca hacer creer a su pueblo que está triunfando con la imposición de la democracia en Afganistán e Iraq, cuando nadie ignora que, de seguir así, va derecho a otro vergonzoso Vietnam.

El gobierno no puede hacer ignorar las bolsas de plástico negro que llegan ininterrumpidamente de remotos países donde los persistentes bombardeos siguen matando en pueblos ya reducidos a escombros. Las deserciones de militares propios y de las “alianzas”, fundadas no en convicciones sino en las exigencias yanquis, ya suman más de 2.600 en Estados Unidos y pasaron los 1.000 en la Gran Bretaña.

Para demostrar firmeza, se están deteniendo para juzgarlos a quienes huyeron de la guerra de Vietnam, terminada más de 30 años atrás. También insisten en reclamar a Canadá la extradición de los desertores actuales refugiados en ese país. ¿O la Casa Blanca y el Pentágono, no desertaron asimismo de aquella aventura colonial?. Las imágenes filmadas de las peleas a puñetazos para escapar en el último helicóptero que abandonó la embajada norteamericana en Saigón, son aun imborrables heridas en el orgullo nacional.

Lecciones de historia desestimadas

Nunca a los imperios les fue difícil engrosar sus ejércitos en marchas de conquistas con soldados de los mismos pueblos que iban dominando. Así lo hicieron tanto los venidos de oriente como los idos de occidente. Hasta los nazis encontraron colaboradores y combatientes “voluntarios” en casi todos los países europeos ocupados. Alejandro Magno demostró una gran habilidad para crear fuerzas mercenarias dándoles participación en los botines de guerra.

Pero a medida que avanzaba para agrandar su imperio, se hacía más lerda la progresión de sus soldados porque llevaban mucha carga de objetos y metales provenientes de esos repartos. Ante tal problema, la historia escrita como literatura nos cuenta un “gesto” del griego, quien ordenó a punto de entrar en la India, el amontonamiento de todos los botines que llevaban sus militares, quemándolos, incluyendo los propios. A la pregunta de qué quería guardarse para él de esos tesoros, respondió: “Para mi la esperanza”.

Desde Alejandro hasta el Imperio Británico, todo siguió igual. Recuérdese que Inglaterra, al hacerse dueña de los mares, ningún poder de la tierra podía negarse a aceptar en sus puertos el libre comercio, que en el fondo era monopólico para el agresor. Las armas sirvieron también para imponer a la gigantesca China la legalización del tráfico y consumo del opio, pese a intentar resistirse a ello con dos feroces guerras, donde los ingleses bombardeaban indefensas ciudades con la marina real.

Lo sorprendente es que los norteamericanos no hayan aprendido nada de cómo se fueron pudriendo por dentro los imperios hasta quedar reducidos a menos de cuanto eran al comenzar las aventuras conquistadoras. La glotonería es insaciable y no repara en medios. Sin ir demasiado lejos, veamos como Napoleón, quien en pocos años derribó decenas de principados y reinos, dejó a Francia territorialmente más pequeña y en la miseria.

El Imperio Británico, que llegó a ser más extenso que el romano, es hoy como colonialista, unas pocas islitas que, sumadas sus superficies, son más chicas que las Malvinas, estas de solo 12.170 K2. Además, Escocia no deja de reclamar más autonomía y es imitada por Gales. Irlanda también va camino a la independencia total. Pero la soberbia metrópolis londinense ha conservado bastante fuerza financiera para ir tirando como cola del león yanqui y secundón del nuevo imperio, limitándose a recoger las migajas petroleras de sus conquistas a sangre y fuego. Para fin de este año 2006, es muy probable que sea la única en acompañar la “democratización” de Afganistán e Iraq.

Esta situación se mantendrá mientras Estados Unidos tenga un presupuesto de guerra igual a todo el resto de los países del globo juntos y siga probando que está dispuesto a usarlo sin razón ni piedad. Más cuando caiga, lo que fatalmente ocurrirá algún día. ¡Se le presentarán entonces tantas facturas de sangre, territorios y economías!

La hoy peligrosa profesión de mercenario

Las cosas ahora están cambiando. El mercenariato es hoy muy caro y nada rentable. Atraía antes, y aun quedan algunos focos de aventureros marginales sádicos dispuestos a cualquier vileza en países pobres y desarmados pero con grandes riquezas en recursos naturales. Eso sucede con los hidrocarburos en Medio Oriente, y en África con las piedras preciosas y materias primas agotables.

A los costos materiales se suman otros de repercusión desmoralizadora, tanto en la población norteamericana como en mayor medida en los soldados de sus aliados. La conmoción actual en Estados Unidos por la certeza de que Al Qaeda tiene dos soldados yanquis como rehenes, es un drama al que nadie deja indiferente. El goteo de sangre provocado por la resistencia de países ocupados es imparable.

Sin embargo, Washington no cesa de maniobrar en otra jugada que tiene un rechazo asegurado por la comunidad internacional, pero sigue su. Consiste en la reforma de la Carta de las Naciones Unidas para asignarles el deber de enviar cascos azules para “garantir la paz y la libertad” en los lugares rebeldes a la globalización.

Es decir, sacarse el problema de encima y que los soldados de países subdesarrollados, seducidos por sueldos atractivos (dentro de la desesperante miseria en que viven) vayan a los “sitios calientes”, a enfrentar las armas de los imbatibles suicidas.

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