El éxodo venezolano: entre la solidaridad y la rivalidad

La Asamblea de Naciones Unidas sirvió de escenario para que países de la región amplificaran las críticas al gobierno de Maduro. La situación de los migrantes: crisis humanitaria, manipulación política y botín ideológico.

Casi dos millones de venezolanos abandonaron su país desde 2016 y, de ellos, más de 1,7 millones buscaron refugio y un nuevo hogar en América latina, según la Organización Internacional para las Migraciones (OIM). El gobierno de Nicolás Maduro sostiene que no existe una crisis migratoria, que el país sufre problemas económicos provocados por un ”bloqueo de Estados Unidos” y, por eso, concluye, muchos de sus correligionarios creen que su mejor opción es irse. Hace una semana, sin embargo, la mayoría de los presidentes y líderes del continente y los máximos representantes de la ONU describieron una situación distinta, más dramática y urgente.

 

Según advirtieron, la región vive la mayor crisis migratoria de su historia provocada por la situación económica y política en Venezuela. A diferencia de lo que sucede en otras latitudes, los países sudamericanos prometieron mantener las fronteras abiertas y aumentar los permisos legales para los recién llegados. En medio de estos llamados a ayudar a las miles de personas que inician diariamente y con pocos medios una travesía larga, peligrosa y costosa, un subgrupo de seis gobiernos del continente -entre ellos Argentina- redoblaron la presión política contra el chavismo con una ofensiva inédita: pidieron formalmente a la Corte Penal Internacional (CPI) en La Haya que investigue posibles crímenes de lesa humanidad cometidos en Venezuela desde 2014, durante la Presidencia de Maduro.

 

Hace tres semanas, en su primer mensaje como Alta Comisionada de Derechos Humanos de Naciones Unidas, la ex presidenta chilena Michelle Bachelet -una líder que supo ser aliada de Hugo Chávez y Maduro en muchos temas regionales- fue lapidaria: «En Venezuela se estima que 2,3 millones de personas huyeron del país, aproximadamente el 7% de la población total, debido en gran parte a la falta de alimentos o acceso a medicamentos esenciales y atención de la salud, inseguridad y persecución política. (…) El movimiento transfronterizo de esta magnitud y la vulnerabilidad de los que se van no tiene precedentes en la historia reciente de América latina».

 

Con esta declaración, Bachelet instaló el tema como una cuestión humanitaria en la agenda de la comunidad internacional y complicó el discurso oficial de Caracas de que sólo se trata de una denuncia recurrente de un grupo de gobiernos del continente que mantiene una abierta rivalidad política con Maduro y el chavismo. La semana pasada, el secretario general de la ONU, Antonio Guterres, respaldó la decisión de la dirigente chilena al nombrar un Representante Especial para los Migrantes y Refugiados Venezolanos en la región que coordinará el trabajo de la agencia para refugiados, Acnur, y la OIM. Con la designación del guatemalteco Eduardo Stein, la situación de los venezolanos que abandonaron y abandonan su país pasó de ser un asunto secundario en la agenda internacional y limitado a la región a uno de los temas obligados de la mayor cita de la diplomacia mundial, la Asamblea General de la ONU en Nueva York.

 

“Al principio veíamos hombres solos, personas con ahorros que intentaban buscar trabajo y mandar remesas a sus familiares en Venezuela. Ahora, cada vez más, son familias las que llegan a las fronteras. Madres con niños, personas mayores, hay de todo”, contó a Zoom, desde la capital colombiana, la vocera de Acnur para la situación de Venezuela, Olga Sarrado Mur, y agregó: “Otro cambio es que antes los que llegaban tenían dinero para al menos viajar. Ahora están llegando los llamados caminantes. Son personas que no tienen cómo pagar su viaje y llegan o continúan su camino a pie”.

 

Pese a que los gobiernos de los países vecinos y organizaciones humanitarias, como la Acnur, han abierto albergues que reciben a los recién llegados por los primeros días en las zonas fronterizas, en los últimos meses cada vez se ven más personas durmiendo en la calle, principalmente cerca de las terminales de colectivos, una imagen que hace acordar los inicios de la llamada crisis migratoria europea que estalló en 2015. Por ejemplo, en Bogotá, en las últimas tres semanas, alrededor de 150 venezolanos se instalaron por primera vez en un precario campamento en un espacio verde aledaño a la estación central de colectivos. En Brasil, el otro punto de salida utilizado diariamente por miles de venezolanos, los albergues ya están saturados y no todos logran encontrar lugar.

 

La agencia de la ONU pidió a principio de año 46 millones de dólares para ayudar a los refugiados y migrantes venezolanos y las regiones fronterizas en Colombia y Brasil, muchas de las cuales ya tenían problemas económicos previos. Hasta ahora sólo recibieron 45% de los fondos. En paralelo, el Programa Mundial de Alimentos, el brazo de la ONU que ya garantiza que más de 60.000 venezolanos coman sólo en Colombia, pidió hace unos días otros 22 millones de dólares para hacer frente a los migrantes que siguen llegando.

 

Aún con fondos limitados y sobrepasados en su capacidad, muchas de las organizaciones humanitarias que trabajan en el terreno creen que el compromiso mostrado por los Estados receptores es positivo. “Estamos ante uno de los movimientos humanos más grandes de la historia de América latina, pero las fronteras se han mantenido abiertas y se ha mantenido la solidaridad y el sentimiento de recepción”, destacó la vocera de Acnur.

 

Incluso en Brasil, donde la gobernadora del estado fronterizo de Roraima, Suely Campos, le pidió a la corte suprema cerrar la frontera, el paso sigue abierto. “En una decisión preliminar, la corte desestimó el pedido -explicó desde Sao Paulo a Zoom Camila Asano, la coordinadora de programas de Conectas Derechos Humanos, una de las ONG brasileñas que se presentó como amicus curiae en el proceso-. Brasil mantiene una posición humana y responsable: se dejaron abiertas las fronteras, se crearon posibilidades de regularización migratoria y se están construyendo refugios. Aunque también hubo un refuerzo de la seguridad militar en la frontera, principalmente porque el Ejército está a cargo de las tareas”.

 

Pese a algunos brotes de violencia xenófoba, las organizaciones que trabajaban en las zonas fronterizas destacan la solidaridad, no sólo de los Estados nacionales receptores, sino también de las poblaciones. En Colombia, por ejemplo, muchas familias que fueron desplazadas de sus hogares por el conflicto armado con las guerrillas y carteles del narcotráfico han abierto las puertas de sus casas para los venezolanos que están de paso.

 

Las imágenes de interminables filas de venezolanos con bolsos en las fronteras y de estaciones de colectivos colapsadas en Colombia y Brasil contrastan con las fotos de grupos mucho más reducidos de repatriados que el gobierno de Maduro comenzó a difundir en los últimos meses. Caracas sostiene que ya volvieron miles y que muchos más quedaron varados y no pueden retornar. “Se fueron engañados, con un sueño que no se cumplió y ahora no pueden volver porque no tienen dinero. Las embajadas y consulados está abarrotados con miles y miles de venezolanos que quieren volver”, aseguró el canciller venezolano en la sede neoyorquina de la ONU esta semana y anunció que pedirán asistencia financiera a la comunidad internacional para facilitar más repatriaciones.

 

Arreaza no negó los problemas económicos que atraviesa su país, pero responsabilizó completamente a Estados Unidos y sus sanciones y las asimiló al bloqueo que Washington mantiene hace más de medio siglo sobre Cuba. “La etiqueta de la crisis humanitaria es la excusa para la intervención en Venezuela, ¿Cómo se logra? Con el bloqueo. Yo te ahorco y ahora te salvo”, sentenció el ministro esta semana en Nueva York.

 

Lejos de los tradicionales modos diplomáticos, Venezuela y sus detractores usaron la ONU como su campo de batalla personal.

 

Mientras el gobierno venezolano denunciaba ante la prensa agresiones y una avanzada regional en su contra, los gobiernos de Estados Unidos y de los miembros del llamado Grupo de Lima (Argentina, Brasil, Canadá, Chile, Colombia, Costa Rica, Guatemala, Honduras, México, Panamá, Paraguay, Perú, Guyana y Santa Lucía) realizaban reuniones para coordinar una respuesta migratoria conjunta a nivel regional y reunir fondos para ayudar a los venezolanos que se van de su país. El vicepresidente estadounidense, Mike Pence, comprometió 48 millones de dólares, apenas un día después de que su presidente, Donald Trump, anunciara al mundo que no firmará ni apoyará el nuevo acuerdo mundial sobre migración que la ONU espera sellar a fin de año en Marruecos.

 

Venezuela no fue invitada ni se le permitió participar de ninguna de estas reuniones en Naciones Unidas. El canciller Arreaza no sólo denunció esto, sino que además contó -y su par colombiano luego confirmó- que, desde que asumió el nuevo gobierno de Iván Duque, no logra abrir un diálogo directo con el Estado vecino como tenía con la administración anterior.

 

Como era esperable, el gobierno venezolano cosechó el apoyo explícito de aliados tradicionales como Cuba, Bolivia, Nicaragua, El Salvador y Rusia. Todos coincidieron en condenar cualquier posibilidad de una intervención extranjera contra Caracas, una opción que hace unas semanas mencionó explícitamente el secretario general de la Organización de Estados Americanos (OEA), Luis Almagro, y con la que coqueteó hace unos días Trump cuando dijo que “todas las opciones están en la mesa, las fuertes y las no tan fuertes”.

 

El tono cada vez más elevado de la discusión pareció polarizar las posiciones. Sin embargo, no hay dos bloques homogéneos.

 

No todos los gobiernos que alertan sobre una crisis humanitaria inédita en América latina provocada por la difícil situación económica venezolana condenan al gobierno de Maduro como una dictadura. No todos los gobiernos que piden ayudar a los venezolanos que dejan el país y solucionar el problema de fondo con un diálogo político en Caracas llaman a sancionar o aislar al chavismo.

 

Los gobiernos que lanzaron esta semana una ofensiva política clara contra Maduro fueron los de Estados Unidos y los seis países que firmaron una petición inédita dirigida a la fiscal general de la CPI, Fatou Bensouda, para que analice un informe de derechos humanos de la OEA que acusa de represión política a las fuerzas de seguridad y grupos chavistas. Según propusieron, si la fiscal general encuentra evidencias de que en estos cuatro años se cometieron crímenes de lesa humanidad en Venezuela, puede acusar y juzgar formalmente a todos los individuos responsables.

 

En la petición, los presidentes de Colombia, Argentina, Chile, Paraguay, Perú y el primer ministro de Canadá no acusaron directamente al chavismo, pero cuando sus cancilleres hicieron público el documento calificaron al gobierno de Maduro como “una dictadura” y explicaron que tomaron esta iniciativa para no convertirse en sus cómplices.

 

Trump, por su parte, también aumentó la presión sobre el gobierno venezolano.

 

Decretó nuevas sanciones por sospechas de corrupción contra el círculo íntimo de Maduro, entre ellos su esposa, Cilia Flores, quien, no obstante, acompañó al presidente en su visita a la ONU.

 

Maduro dijo que decidió viajar a Nueva York para contarle al mundo su verdad en la Asamblea General y romper “el cerco mediático” de sus detractores.

 

“Se construyó un expediente contra nuestro país para pretender que existe una crisis humanitaria. Se están utilizando los conceptos de Naciones Unidas para justificar una intervención dirigida por Estados Unidos”, aseguró el mandatario y sostuvo que “se ha construído una crisis migratoria” de venezolanos para tapar e invisibilizar otras crisis migratorias que, dijo, son más incómodas para Estados Unidos, como la de mexicanos y centroamericanos en su frontera sur o la que se vive en Libia “después de la intervención de la OTAN”.

 

Con su discurso, Maduro decidió borrar las diferencias entre las voces que piden una solución para más de dos millones de venezolanos que salieron del país y para los miles que siguen haciéndolo, cada vez de manera más precaria. El presidente decidió que los que alertan sobre una crisis migratoria en las fronteras venezolanas y abogan por una respuesta humanitaria son cómplices o víctimas de un nuevo plan de sus enemigos para derrocar a su gobierno.

 

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