El Estado como sustento de lo democrático

La llamada “crisis del campo” ha puesto en foco una cuestión central: la relación entre el Estado, el gobierno y el poder real de la Argentina. Un Estado desmantelado adrede para ser funcional al modelo neoliberal no puede servir también a la defensa de los intereses populares.

El Estado es el conjunto de normas de orden público, sistemas de decisión con misiones y funciones, cargos políticos electivos, reparticiones e instituciones conformadas por burócratas con capacidades diversas, organizado en tres Poderes constitucionales, con autoridad sobre un territorio.

Pero sobre todo es la resultante histórica, inestable, de las relaciones de poder entre los sectores sociales; y como su formación es sincrónica con la de la construcción de la Nación, es un campo de batalla.

La conformación de Estados Nacionales es la forma de organización que adopta la Modernidad en los países del norte, cuya centralidad, en la sociedad burguesa, es el sistema de producción capitalista, inseparable de la existencia de una periferia colonial que aporta materia prima para la expansión del sistema productivo.

A esta periferia se le negará la condición de ser (Nación) aunque formalmente se incorporó a la ideología de esa centralidad por enajenación de los sectores sociales que detentan el poder. Estos se diferencian de las burguesías europeas porque no lideraron la conformación de las Naciones con la impronta de la revolución burguesa, y luego no surgieron con intereses “nacionales”. Nacieron aquí tras las guerras de la independencia protagonizadas por el conjunto del pueblo, o luego, como emergentes del movimiento obrero organizado durante los procesos de sustitución de importaciones. En la Argentina ello tuvo como consecuencia la afirmación de sectores medios con aspiraciones de ascenso, que en distintas etapas históricas actuaron como árbitros.

El poder tradicional, el que surgió durante la organización nacional, ligado a la explotación de algunos recursos naturales (ahora en la mira del norte para potenciar su captura, lo que define una alianza estratégica), se limita a practicar el aniquilamiento con las herramientas disponibles en cada etapa: las guerras policiales de exterminio, las desapariciones masivas, el ajuste económico o el saqueo del patrimonio público son caras de una misma lógica. La generación del ‘80 fue ideológicamente “progresista” pero esbozó un país sin progreso, en el que la barbarie era tenida por civilización.

Desde décadas atrás, esa misma ideología, adecuada a la primacía del capital financiero, busca eliminar cualquier evidencia de cambio social (con su influencia en lo cultural: disciplinamiento, distopías, atontamiento colectivo), en una lógica que no trepida en volver a la prehistoria toda experiencia disfuncional al libre flujo de activos.

En Irak fue por la vía militar, con el peso que sobre las conductas sociales tiene la naturalización de la barbarie (ambigüedad, caos, perversión), pero la aplicada en Argentina es la misma: una lógica de guerra con “efectos no deseados” (destrucción de trabajo, muertes masivas por hambre, abandono y enfermedad) que en el escenario de la solución bélica se denomina también eufemísticamente “daños colaterales”.

Para que allá arriba sean, es forzoso que otros no seamos. El del norte no es un Otro a imitar: formamos parte de él no siendo.

Este método cayó sobre la Argentina como un huracán en sucesivas etapas, pero se manifestó como una suerte de “solución final” en dos escenarios principales, bajo el lema de que achicar el Estado significaba agrandar la Nación.

En el primero, hoy están marcados algunos de sus responsables uniformados pero no se ha tocado el diseño básico de las relaciones entre el Estado y el poder económico. En el segundo, su originalidad consistió en que el protagonista fue el propio movimiento político que en el pasado había transformado a la Argentina en un país moderno. En su nuevo carácter, segó hasta la raíz lo que quedaba de aquella experiencia histórica. El Estado se achicó (según diseño y financiación del Banco Mundial), y junto con él, la Nación.

Habida cuenta de que esta segunda fase fue apoyada por amplios sectores de la población que votaron con entusiasmo contra sí mismos, no parece desatinado concluir que la revolución conservadora parece haber llegado para quedarse.

Con todos los puntos a favor que se puede anotar la etapa de gobierno inaugurada en 2003, la índole del pejotismo, su base partidaria, consiste en “no ser”. No hay ni se propicia una verdadera discusión doctrinaria, y todo se limita a ejercer la simulación en función de intereses coyunturales.

Amplios sectores de la población siguen votando contra sí mismos los mismos programas que nos llevaron al desastre del 2001, cuya única virtud son dos o tres ideas bellamente empacadas.

Abundan los discursos oficiales contra el saqueo del patrimonio público, pero las empresas de servicios privatizadas siguen allí, en un contexto de extranjerización que nos coloca a la cabeza de todos los ránkings.

Lo que queda del Estado parece incapaz de asumir un rol más activo. No es una Verdad Revelada que lo estatal sea preferible a lo privado ni tampoco su contrario, pero el Estado fue y sigue siendo la única garantía que asegura la existencia de lo público, algo que este Estado real sigue sin garantizar. Y lo público es el sustento necesario de lo democrático.

Aún así, lo que se intenta desde 2003 es una anomalía respecto de una sociedad donde amplios sectores, víctimas de décadas de operación sobre su voluntad y discernimiento, siguen fascinados por las alucinaciones de la revolución conservadora. Muchos no atinan a entender, por ejemplo, que si triunfara el reclamo sectorial del campo, se internacionalizará el precio interno de los alimentos. Incongruente, porque los K, en 5 años, no han tocado al poder estructurado entre 1976 y 2001: sólo lo están haciendo jugar de otra manera, abriéndose un espacio, el estatal, para redireccionar los flujos de la economía real.

Si el pejotismo desmovilizado es una, la otra pata estratégica es la promoción ilusoria de una burguesía nacional cuando todavía no se ve afirmada una alianza social de apoyo, distinta a la que, con metas enfrentadas, aplaudió el desmantelamiento de los ‘90. Lo plantea claramente Eduardo Basualdo (plan Fénix) en una entrevista que publicó ZOOM la semana pasada, refiriéndose al actual enfrentamiento con el campo: “del nivel (de distribución del ingreso) de 2001 no se pasa. Allí radica uno de los contenidos fundamentales de la inflación”. Varios de los grupos económicos de donde germinaría una nueva burguesía nacional pugnan por devaluar y no temblarán a la hora de vender sus activos a fondos multinacionales de inversión. Lo paradójico es que la política de precios del gobierno se asienta sobre acuerdos con estos mismos grupos.

Y la inflación, sin vueltas, sólo distribuye ingresos a favor de estos grupos, regla con una solitaria excepción: el primer gobierno peronista.

Con estos apoyos sociales y económicos, las herramientas del Estado son, entre muchas otras, la ley de Entidades Financieras de 1977 que fortaleció el despegue del Banco Central respecto de las decisiones nacionales; una ley de Radiodifusión de la dictadura que, habiendo fomentado la concentración, habilita convertir en cadena nacional el reclamo sojero; normas de Lealtad Comercial y Defensa del Consumidor que responden a los paradigmas hegemónicos neoliberales; un texto constitucional que admite la primacía de la ley internacional sobre la interna, lo que habilita la vigencia de normas universales sobre derechos humanos o defensa de las minorías, pero también los tratados bilaterales de protección de inversiones extranjeras, los arbitrajes del Banco Mundial y la jurisdicción de tribunales extraterritoriales.

¿Cómo redistribuir ingresos sin esbozar siquiera una reforma impositiva?

El periódico desabastecimiento de combustibles tiene directa relación con la política oficial en la materia: no es un efecto no deseado. Las petroleras pugnan por priorizar la exportación, pero el gobierno prorroga la concesión de Cerro Dragón hasta 2045 y apoya el protagonismo provincial en el reparto de yacimientos de un recurso en vías de agotarse.

La “revolución conservadora” no se limitó al saqueo del patrimonio público: comenzó por el propio Estado. Se lo despojó de sus bases de información. Se habilitó que estuviera cruzado horizontal y verticalmente por consultoras integradas por los propios funcionarios. Muchas reparticiones funcionan como satélites de actividades privadas. Los entes reguladores abarcan mucho pero no aprietan nada, privilegian el negocio de los controlados en lugar de proteger al débil, el consumidor o usuario individual. Se presenta como política pública lo que es un negocio corporativo. Las privatizaciones periféricas se siguen practicando como modelo de gestión porque existiría un paradigma exitoso, el de la empresa privada.

No se reactivan los controles, y cuando los hay, están privatizados de modo que se controlan los propios controlados. Algunos ejemplos: República Cromañón, construcción de torres, producción y exportación de petróleo, compra de divisas, exportación de cereales, producción de medicamentos. Todo eso se informa mediante “declaraciones juradas” de los controlados. Y parece lo mas natural.

El progresismo no es ajeno a esta ambigüedad. Así como el PJ no vuelve del ridículo de los ‘90, los llamados progresistas incorporaron los paradigmas de un Estado subsidiario, un sector más entre todos los sectores, que en lugar de conducir, articula.

El descubrimiento tardío de la influencia del capitalismo financiero en el cultivo de soja y el papel maldito del yuyo, no resuelven el problema de fondo: lo potencian.

No habrá redistribución voluntaria del ingreso. A mayor enfrentamiento con el poder concentrado, mayor la necesidad de contar con herramientas para ello. Habrá que recomenzar desde mucho más atrás, algo imposible sin protagonismo popular.

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