El doctor Rofo era un hombre muy arrojado. Fíjense que había pronunciado a viva voz una extraña palabra que mi vieja y mi tía susurraban en forma casi inaudible y que nunca había sido dicha en los almuerzos de los domingos: “UES”.
–Apenas pasadas unas semanas de haber quedado viudo –decía el doctor–, el Dictador empezó a buscar cómo entretenerse…
Carlitos y Alberto Culacciati volvieron a hablar a dúo, con el particular fervor que mostraban al pensar en Josephine Baker.
–Y se trajo a la negra –dijo Carlitos.
–Y al negro –completó Alberto, aludiendo inequívocamente al campeón mundial de los semipesados.
El Pelado no se iba a quedar atrás.
–Y a todos los artistas de Hollywood.
El doctor había quedado boquiabierto. Tampoco Miguel parecía capaz de reaccionar.
–Y los acogió a todos –dijo mi tío, sin poder dominar su entusiasmo.
–Gina Lollobrigida…
–… Errol Flynn.
Miré a Carlitos y Alberto Culacciati más sorprendido que el doctor Rofo. Pero el doctor era un avezado detractor de Perón y consiguió reaccionar.
–Así como el festival de cine de Mar del Plata fue un invento de Apold, la UES fue un invento de Méndez San Martín, un ministro de Educación servil y mediocre.
El diariero Miguel había demorado más tiempo en sobreponerse a la horrenda calumnia de los hermanos Culacciati. Errol Flynn, su ídolo del mundo del celuloide, acusado de peronista y amante de Perón. Era demasiado. Miraba con furia a los hermanos Culacciati, pero advirtiendo que, con habilidad, el doctor había conseguido sacar la conversación del lodazal del chisme y la demencia, decidió acudir en su apoyo.
–Y fue bajo el ministerio de Méndez San Martín que se generalizaron los libros de texto que adoctrinaban a los estudiantes en la doctrina peronista y el culto a la personalidad de Perón y Evita.
De acuerdo con lo que ocurría con mi abuelo, que por español no podía ser peronista y aun así me había enseñado a vivar al Tirano Prófugo, los adoctrinados no habíamos sido sólo los niños.
–Recuérdese –acotó el doctor– que súbitamente apareció en los diarios que el presidente cedía la quinta de Olivos a la rama femenina de la UES. Al principio, la información se perdía entre tantas otras.
–Pero no era sólo otro de los tantos actos de demagogia –dijo Miguel.
–¿Y cuál es el problema de que las chicas pudieran usar la quinta? –preguntó el Pelado– Un lugar tan grande para un hombre solo es un desperdicio.
Miguel reaccionó con ira.
–¿Y de dónde sacás que era un desperdicio? ¿Qué sabés vos de espacios? ¿Sos arquitecto acaso?
El Pelado se sonrojó. No tenía idea de qué podía ser un arquitecto, pero sonaba fulero. Tampoco sabía nada del espacio, pero gracias a Buck Rogers comprendía que era un asunto demasiado serio como para ser tomado a la ligera.
–Seguro tenía un lugar más bacán donde pasar los fines de semana –dijo el Mudo, sin descuidar el teléfono.
–En efecto –concedió el doctor con amabilidad–, ese fue el tenor de las primeras reacciones de la opinión pública, pero luego se fue conociendo la verdad: el Dictador no se iba de la quinta sino que invitaba a las jovencitas a pasar los fines de semana con él.
Y a Gina Lollobrígida, recordé, para sacarle fotos con rayos X mientras veía a las chicas jugar a la pelota al cesto en bombachones negros.
–El Dictador no tenía ningún inconveniente en fotografiarse abrazando a las niñas…
–Acuérdense del noticiario en el que el Tirano acaricia una a una a todas las jóvenes competidoras de una carrera ciclística.
Parece que nadie se acordaba.
–Yo voy poco al cine –se excusó el Pelado.
–Y yo, imaginate –dijo mi tío Rodolfo–. Todo el día acá atrás, al pie del cañón, sin tener tiempo para nada.
Pablito Serún se sobresaltó.
–¿Tenís cañón, Radolfo?
Con creciente desesperación Miguel buscaba un testigo presencial, pero ni siquiera el doctor había visto ese noticiero.
–Estaba en Montevideo, Miguel, en el duro exilio –se excusó–. Pero al menos ahí no llegaba Sucesos Argentinos con su carga de infamia y escándalos.
–Cuidado con el cañón, Radolfo. Ti deja sordo.
El Mudo tapó la boquilla del teléfono con la mano libre. De entre sus dedos índice y medio, teñidos por la nicotina, se elevaba una fina columnita de humo.
–Seguro que esa novela te la contó Ghioldi.
–¡El doctor Ghioldi es una bellísima persona!
–No es doctor sino maestro –puntualizó el doctor, que odiaba la idea de que cualquier pelagatos, aun un pelagatos socialista y democrático, fuera tratado de “doctor”.
–Sí, es maestro –admitió Miguel–. ¡Pero sepan que La Vanguardia jamás ha mentido a lo largo de sus 60 años de vida! Es un periódico socialista científico y defensor de la clase trabajadora.
El Mudo volvió a sus murmullos telefónicos sin disimular una sonrisa. Estaba claro que tampoco Miguel había visto ese noticiero; seguramente había leído sobre el tema en La Vanguardia.
El doctor carraspeó.
–También la UES tuvo sus ramas femenina y masculina, pero para que el Dictador dispusiera de qué entretenerse, la rama femenina debía estar en Olivos. Allí llegarían las adolescentes a practicar deportes, conversar con el presidente, compartir almuerzos, meriendas y cenas. Fueron las chicas de la UES las que lo bautizaron con el apodo de «Pocho», apelativo que acompañaban con cantitos y coros jacarandosos que divertían y hacían feliz a ese sujeto despreciable.
–Y desfilaban en las Siambrettas –se indignó Miguel.
–Las Pochonetas.
Carlitos y Alberto Culacciati festejaron la ocurrencia mientras yo escribía en mi libretita, tratando de imaginar qué sería una Pochoneta.
–En efecto –continuó el doctor–, las chicas de la UES desfilaban en motoneta escoltando a Perón y a ese otro paradigma de la alcahuetería oficial que era Aloé, gobernador de la provincia de Buenos Aires. Las chicas de la UES llegaron a escoltar con sus inefables Siambrettas a un asombrado Milton Eisenhower, que no terminaba de entender el motivo de esa recepción femenina, festiva y juvenil.
–¡Qué vergüenza! –se lamentó Miguel–. ¡Qué vergüenza! ¿Qué pensarían de nosotros en el mundo?
–No tiene idea de lo que se dice de nuestro país en Montevideo, Miguel. Y en el orbe democrático. Somos considerados un auténtico epítome de la barbarie.
Humedecí la punta del lápiz y escribí: “hepítomo”. Al terminar, noté que todos miraban boquiabiertos al doctor. Mi tío empezaba a luchar con su dentadura.
–¿Lipítome? –preguntaba Pablíto Serún– ¿Así si llama el cañón?
El Mudo apoyó con fuerza la base del teléfono contra el mostrador.
–¡Qué pítome ni que ocho cuartos! Envidia es lo que nos tienen –y haciendo gala de su prodigiosa memoria de quinielero, enumeró–: Musimessi, Dellacha y Vairo; Lombardo, Balay y Gutiérrez; Micheli, Cecconato, Borello, Labruna y Tito Cucchiaroni.
–¡Qué delantera! –exclamó el Pelado.
A continuación, todos se largaron a comentar las incidencias del sudamericano de Chile de ese año, en el que el seleccionado argentino había salido campeón invicto con nueve puntos sobre diez posibles.
Carlitos Culacciati se plantó belicosamente delante del doctor.
–Seis pepinos les metimos a los uruguayos.
Arrinconado contra el mostrador por Carlitos y Alberto Culacciati, el doctor echó a Miguel una mirada de desesperación.
–Todo lo que quería el Tirano era corromper a la juventud.
Las palabras de Miguel fueron una llamada a la realidad: ya no estábamos en febrero, sino a fines de octubre de 1955, cuando el tema de conversación excluyente eran los latrocinios, negociados, corrupción y escándalos del régimen peronista. Todo lo demás, carecía de importancia.
El doctor hizo a un lado a Pablito Serún, quien le echaba saliva a la cara al explicarle, a los gritos, que los cañones no tenían nombre.
–El objetivo del Dictador era organizar a la juventud en grupos de choque que defendieran su gobierno en el futuro. Ya hace tiempo que venía regimentando el deporte, pero sólo con fines de propaganda.
El Pelado hizo una rápida voltereta ideológica.
–Por eso todos los deportistas tenían que dedicar sus triunfos a Perón.
–Si se me permite un chascarrillo –el doctor sonrió con fingida timidez–, dicen que el general Lonardi también le dedicó su triunfo a Perón.
La broma del doctor provocó las risas de la barra. Tan sólo Pablito Serún y yo no nos sumamos a las carcajadas generales. Inclinado sobre una de las mesas, yo estaba demasiado concentrado en anotar en la libretita la sorprendente noticia. Pablito, por su parte, se tomaba las cosas al pie de la letra.
–¿Linardi hizo como Gatica? –preguntaba a quien quisiera escucharlo, sin encontrar ninguno.
–Para entonces, la voluntad del Dictador se había relajado al extremo –prosiguió el doctor– y se dedicaba enteramente al sensualismo. Los problemas se agravan, la inflación aumenta y el caos en que ha hundido a la nación no tiene salida. Él, intuyendo la crisis, busca fugar de la realidad y se refugia en morbosos entretenimientos.
El delgado cuerpo de Miguel era un amasijo de nervios a flor de piel.
–¡Nunca pensó en el futuro!
–Indujo a los jóvenes directamente a la inmoralidad con su lenguaje chabacano y degradante. A pesar de las lisonjas y obsequios, se comportó como un auténtico enemigo de la juventud, pero cuando su campaña corruptiva y demagógica no encontró el eco deseado, no escatimó cárceles y palos para hacerlos entrar en vereda.
Miguel seguía descargando la ira que venía acumulando desde que Carlitos y Alberto Culacciati mancillaran el prestigio viril de Errol Flynn.
–¡El Tirano nunca le facilitó la vida a la juventud! En cambio, le quitó lo que más desea el ser humano: ¡la libertad!
–¡Exactamente! Porque los que no desfilaron por las mazmorras de Petinatto, vivieron constantemente en esa inmensa cárcel que fue la Argentina de Perón.
Mi tío Rodolfo meneó la cabeza con aire de desconsuelo.
–¡Qué lo parió!
–¿Vivimos presos sin darnos cuenta, dotor?
–Sí, mi estimado Alberto. El Dictador transformó el país en una cárcel sofocante, en una suerte de opresiva camisa de fuerza.
–Ya que habla de manicomios –dijo mi tío– ¿sabía que…?
El doctor no quería saber.
–¡Nadie habló de ningún manicomio! –y volviéndose hacia los hermanos Culacciati, agregó–: Con tan sólo cruzar el Plata era posible sentir los vivificantes aires de la libertad. En la república oriental se respeta a las jovencitas y no se las usa para esparcimiento y solaz de ningún Battle y Ordoñez.
–¿Y esos quienes son? –preguntó Carlitos.
–Los presidentes del Uruguay, salame –explicó Alberto.
Carlitos se encrespó ante ese alarde de erudición de su hermano Alberto.
–Los presidentes de Uruguay son tres –dijo.
–Sí, como los reyes magos.
El doctor cerró los ojos. Cuando los abrió, Carlitos y Alberto Culacciati seguían ahí.
–En fin –suspiró–. Esa es la razón de su huida.
–Una de las razones, dirá usted.
–Es verdad, Miguel. ¡El dictador es responsable de múltiples atropellos! Ya ha sido condenado por estupro, traición a la Patria y asociación ilícita. Y siguen las investigaciones por cada uno de los negociados perpetrados bajo su dirección –el doctor se detuvo, tomó aire, y miró uno a uno a sus interlocutores, menos a mí; no sólo era el niño invisible sino que en esos momentos estaba inclinado sobre una de las mesas escribiendo trabajosamente “mazmorras de Petinatto”– Nada se hizo en este país sin ser previamente autorizado por el dictador.
–¿Nada?
–Nada.
Mi tío meneó la cabeza. Bautizaba al vino –había inventado una variedad de clarete abocado que se componía de un 50% de vino tinto, un 20% de blanco, un 30% de agua y media pastillita de sacarina–, cambiaba las etiquetas de las botellas y llenaba con ginebra nacional un viejo porrón de Bols holandesa que conservaba desde hacía años, sin solicitar la correspondiente autorización de Perón. Lo confesó el domingo, al borde del llanto, ante el estupor de mi viejo y el tío Polo y la indignación de la rama femenina de la familia.
–¿Cómo se te ocurrió? –exclamó mi vieja.
–Pudiste haber ido preso, Rodolfo –dijo mi tía.
–¡Y ponernos en riesgo a todos nosotros!
–¿No pensás en tus sobrinos? ¿Querías que terminaran internados en un orfanato peronista?
–Vaya una a saber las cosas que les enseñan ahí.
El tío Rodolfo miró con asombro a sus hermanas.
–Y yo qué sabía…
Noté que el abdomen de mi viejo se sacudía. Me llamó la atención el rictus de esfuerzo o dolor que le deformaba el rostro. Por eso no vi cuando el tío Polo lanzó sobre la mesa una mezcla de tuco, vino y mocos. Un hilo de líquido rojizo le colgaba del bigote.
Se limpió la boca con el repasador.
–Disculpen –dijo. Y se levantó de la mesa.
Desde el patio todavía se escuchaban las carcajadas cuando el tío Rodolfo volvió a cabecear con preocupación y pesar.
–Qué lo parió.