El despertar salvaje de un sueño placentero

Por Ian McEwan; La Nación

LONDRES.- El ánimo de una ciudad nunca cambió tan bruscamente. Anteayer no había mejor lugar en la Tierra. Después de la victoria por la decisión olímpica en Singapur, los londinenses celebraron la perspectiva de una explosión de nueva energía y creatividad; esas imágenes generadas por computadora de futuristas mundos fantásticos que se elevaban desde barrios abandonados y páramos industriales tóxicos iban, en realidad, a ser construidos. Los ecos del rock&amproll en Hyde Park y de su ola de decente calidez y emociones apenas se apagaban. En Gleneagles, la reunión cumbre del G-8 estaba por abordar por lo menos -y por fin- el núcleo central de las preocupaciones del mundo, y podíamos sentir cierta satisfacción porque nuestro gobierno había promovido la agenda.

Londres volaba alto y nos desplazábamos con confianza por la ciudad; la paranoia después del 11 de septiembre y de Madrid había, en gran medida, quedado atrás y todos tomaban el subte sin pensarlo dos veces. La «guerra contra el terrorismo», esa tan analizada frase, era un exhausto grito de batalla con toda la apariencia de una carcomida bandera de un regimiento en una iglesia de pueblo.

Pero la guerra del terrorismo contra nosotros abrió otro frente ayer a la mañana. Se anunció con un ulular de sirenas desde todos los barrios y con el opresivo zumbido de los helicópteros de la policía.

A lo largo de Euston Road, frente al University College Hospital -un edificio de color verde que se eleva sobre nosotros como gigantesco un cirujano con el delantal puesto- miles de personas se congregaron para observar la hilera de ambulancias que, a través del tránsito congestionado, ingresaba en las salas de emergencias.

La policía disponía cordones por todo Bloomsbury y clausuraba calles en las dos esquinas aunque hubiera gente a media cuadra. La maquinaria del Estado, un gran Leviatán seguro de su autoridad, se movió con una coordinación de ballet. Aquellos simulacros en caso de un múltiple atentado terrorista en la red de subterráneos dieron resultado. En realidad, ahora la catástrofe se nos vino encima; tuvo un aire de molesta inevitabilidad y pareció conocido, como si hubiera ocurrido hace mucho.

Entre la llovizna y la tenue luz, los cordones policiales, los vehículos de emergencia, los silenciosos transeúntes aparecían como si estuvieran en una vieja película en blanco y negro. La noticia de la exitosa candidatura olímpica fue más sorprendente que esto. ¿Cómo pudimos haber olvidado que esto siempre podía pasar?

El ánimo en las calles fue de aturdida aceptación o de extraña calma. La gente obedientemente se entremezclaba e iba de un lado a otro, dirigida cuadra por cuadra por todo un nuevo ejército de ciudadanos que actuaban como oficiales de «apoyo», como los controles de las incursiones aéreas de la última guerra.

Un hombre de traje sacó una chaqueta fluorescente de su valija y comenzó a dirigir el tráfico con gran maestría. Una mujer con el rostro y el cuello ensangrentados, que había venido de la estación de subte Russell Square, se negó tajantemente a recibir ayuda y dijo que debía ir a trabajar. Había diversos grupos congregados estoicamente en las calles, entre el embotellamiento del tránsito, escuchando la radio de los automóviles que circulaban con la ventana abierta.

En la TV de un pub, los servicios de noticias de último momento tenían problemas para encontrar las imágenes que dieran cuenta de la atrocidad del hecho. Pero este no fue, o todavía no lo es, un espectáculo público como los de Nueva York o Madrid.

La pesadilla ocurrió debajo de nuestros pies. Todos sabían que si la fuerza que destruyó el ómnibus en Tavistock Square hubiese estado contenida por las paredes de un túnel, el costo humano habría sido elevado y las tareas de rescate, pasmosamente difíciles. En un extremo de una calle clausurada vimos trabajadores de defensa civil auxiliados con oxígeno. Sólo pudimos adivinar a qué infierno habían descendido, y nadie pareció querer hablar de eso.

La oscuridad y el humo

En el famoso poema de Auden «Musée des Beaux Arts», la tragedia de Icaro que cae del cielo está acompañada por una vida que sencillamente se niega a sucumbir. Un labriego sigue con su trabajo, un barco «navega en calma», los perros siguen «con lo suyo». Ayer, en Londres, donde gentíos que manipulaban torpemente los teléfonos celulares trataban de encontrar zonas libres en la ciudad, hubo mucha evidencia de la verdad de la percepción de Auden.

Aunque los rescatistas buscaban a los sobrevivientes y a los muertos abajo, en medio de la oscuridad y el humo, en las calles había hombres que cargaban camionetas, una mujer que vendía paraguas en su lugar habitual, mientras que quienes preparaban sandwiches para el almuerzo no daban abasto con su trabajo.

Es improbable que Londres sostenga que se transformó en un instante, que perdió su inocencia en el curso de una mañana. Es difícil apartar de su curso a una inmensa ciudad como ésta. Sobrevivió a muchos ataques en el pasado. Pero una vez que hayamos contado a nuestros muertos y la parálisis se convierta en ira y pesar, veremos que nuestra vida aquí será difícil.

Hemos despertado salvajemente de un sueño placentero. Pasará tiempo antes de que la ciudad recupere la confianza y el júbilo de anteayer. ¿Desearemos viajar en subte?

¿Cómo podremos estar cómodos en un restaurante, en un cine o un teatro? Y afrontaremos nuevamente ese acuerdo que debemos hacer una y otra vez con el Estado: ¿cuánto poder debemos conceder a Leviatán? ¿Cuánta libertad se nos pedirá que resignemos por nuestra seguridad?

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© Ian McEwan 2005
Traducción: Luis Hugo Pressenda

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