Rossana, contame el cuento de los rubios: es casi un mandato amoroso con el que inauguro la insistente voluntad de pensar, una vez más, el relato empecinado de la memoria. El 24 de marzo en la efeméride de la memoria sentida y pensada desde Tucumán con las historias de un lugar que parece quedar muy lejos. El cuento de los rubios en voz de Rossanita con erres de por aquí es el ejercicio apasionado de volver a ver una película que me fascinó desde la vez primera. Alguien me contó el cuento de la película de Albertina Carri en Buenos Aires. Seguramente fue en el mismo 2003, apenas sucedía el estreno. Me fascinó la escucha del relato sobre la película, no sé muy bien por qué. El empeño venía con muchos adjetivos referidos a la frialdad y a la lejanía que implicaba, porque no usaba el testimonio como eje; la voz estaba “desplazada”. Esa superposición de paradojas tenía algo extraño y nuevo: ponía en escena la construcción de una ficción desde una búsqueda documental entre las imágenes propias y las palabras de los otros. Me gustaba la idea desacralizadora de la militancia en donde una hija “distante” reclamaba la posibilidad de escribir y decir su propio nombre entre la fantasía y el deseo. El final de la película: una escena con todos los protagonistas caminando de espaldas, casi sin rumbo, hacia un horizonte lejano. Todos con pelucas rubias y la canción «Influencia», en la versión de Charly García: “puedo ver y decir y sentir/algo ha cambiado/ para mí, no es extraño”. Una niña en el campo buscando un montón de imágenes de la buena suerte y la dolorosa espera de los padres que no vuelven nunca más a buscarla. Tenía un detalle más: una actriz representaba a Albertina; una actriz llevaba el relato en primera persona y, además, anunciaba frente a la cámara de la directora y su tribu de cámaras que, efectivamente, ella era una actriz. Negativos rayados, animación con plastilinas, objetos voladores no identificados que se llevaban a las personas y muñequitos de Playmobiles, algunos son niños que corren a una casa y otros tienen botas negras y escopetas.
Meses después estrenaron la película en Tucumán. El cine no era lindo y estaba al final de un hiperbólico supermercado. Era una siesta de miércoles con descuento. Fuimos con mi amiga Mimí en un taxi porque la sala estaba muy lejos del centro. Éramos las únicas espectadoras. A mí me maravilló unir la secuencia que había escuchado a las potentes imágenes en el lujo de una sala solo para nosotras. Muchas escenas se sucedían y yo sumaba asombro y encantamiento. Me enamoré de una vecina con un sombrerito de piel “animal print” que se había producido para la ocasión: “Claro (decía), los extremistas eran ellos, no estos dueños si no los que estaban anteriormente, ¿viste?”. También le preguntaban por el nombre de los habitantes de la casa; ella no se acordaba. No había ningún dato preciso en el recuerdo. Solo una imagen de extrañeza. “Y después estaba el tipo que era rubio de ojos así… color así de los tuyos más o menos. Y la señora era una flaquita, rubia, más bien delgadita, siempre vestida de piloto, viste, y se iba”. La escena se completaba con imágenes intervenidas: gente vestida como era la moda de los años setenta cargando un camión; algunas personas llevaban en sus manos computadoras y eso marcaba la inverosimilitud del relato: en la Argentina de esa época no había computadoras.
Se organizaba, creo, uno de los cuentos más emblemáticos del género testimonial: los otros, son rubios y vienen desde otro barrio: son extranjeros. Una vez instalado el testimonio de la vecina sobre el pasado (“las tres nenas eran rubias, el tipo que era rubio, la señora era rubia, delgadita, siempre vestía piloto todos rubios”), la voz de la narradora —desplazada por su personaje en Analía Couceyro— comienza a desmontar la gramática y su veracidad: “mi hermana nunca fue flaca y nunca fue rubia”. En blanco y negro, Albertina entrevista a la actriz, la actriz recita una lista, letanía de deseos y la espera incierta de lo que nunca llega.

“Odio a las vaquitas de San Antonio y a las estrellas fugaces y las vías de los trenes y pasar por abajo de un puente y que se caigan las pestañas y las bandadas de pájaros y los panaderos y el deseo antes de apagar las velitas en cada cumpleaños; porque me pasé años pidiendo que vuelvan mamá y papá”. El lugar del testimonio está, justamente, en esa sensación de extrañeza que es absolutamente subjetiva, chiquita, historias de una infancia que espera y desea siempre. Cuando me contaron el cuento, no se dieron cuenta de esos detalles. O yo me subí al mundo de la película desde la ficción de la memoria y, en ese punto, la historia era mía: el placer de ser otra persona por un rato o el arte como el único modo para representar lo insondable
Un año después me encontré con un documental de Daniel Desaloms: “La palabra justa”, en un claro homenaje a las palabras perdidas de Paco Urondo. Fotos, cartas, textos inéditos, lecturas de sus poemas a cargo de Cristina Banegas y Juan Leyrado conmovían con lo dicho y dejaban un espacio necesario para pensar lo que está por decirse. Un fragmento de su Carta abierta anuncia “querida mía, soy un hombre que te pierde”. La película buscaba desafiar la afirmación primera “y no se tropieza con otra cosa que no sea el olvido”. La memoria se arma con restos dispersos de cosas variadas: los sonidos, las ciudades, las imágenes de las distintas multitudes, la voz de Perón y los gritos de victoria. Con el tono trágico de la música de Luis María Serra se construye en la película la silueta del personaje de Paco Urondo, su experiencia muda aparece en las voces autorizadas de los otros. La cámara recorre los espacios vitales y recorta voces potentes como las de su hermana Beatriz y la de su hijo Javier. Los relatos hilvanan tentativas y travesías posibles. Las otras voces que concurren a la cita son las de Miguel Bonasso, Horacio Verbitsky y Noé Jitrik; rostros amables y enfrentados reproducen las tensiones de la búsqueda de Paco Urondo: la poesía y los cruces de la política. Pero, mi obsesión o mi encanto se detuvieron en un testimonio en particular: las palabras de René Ahualli.
Yo la conocía porque es de Tucumán; una deslumbrante profesora de la Facultad de Artes de la Universidad Nacional de Tucumán que llevaba adelante el relato de la caída final, las balas, la pastilla de cianuro, la ruta equivocada, la beba llorando en la balacera. Ella era “mi tipa era rubia”, a diferencia de Alicia, la compañera de Urondo, que no sabía empuñar un arma y, por eso, no pudo escapar de la esquina siniestra de la muerte. En el documental todo parece suceder de repente, cuando la noche de Buenos Aires se llena de gente; Jitrik habla de un épico viaje a Cuba. La historia de la isla conmueve al escritor y los rituales de iniciación en el campo intelectual marcan un punto de quiebre. El tiempo se divide en una vida otra, anterior a la militancia y una vida presente que se inscribe en una Argentina militarizada. Las palabras cambian y se comienza a hablar de enemigos y no de adversarios. Las posiciones irreconciliables se representan en una conmovedora lectura del poema “La única realidad es la verdad”. Con la imagen de una reja de la cárcel de Villa Devoto en Buenos Aires, la voz en off potencia la pregunta sobre lo real de uno y otro lado y la irrealidad de los barrotes. La pertenencia, a la vez, al mundo de los vivos y de los muertos y la certeza absoluta de que los sueños… “sueños son”.
Paco Urondo se define intelectual, posición que genera “susceptibilidad” en la conducción de Montoneros. Verbisky explicita esta disputa en términos de opciones escriturarias: la propaganda sin fisuras de El descamisado o la lectura crítica de Noticias y la opción silenciosa de Urondo por los mandatos de la dirigencia. Se equivocó, señala Jitrik, debió seguir buscando la palabra poética, una metáfora de la rosa menos abstracta de sus primeros poemas. Verbitsky ilumina las ruinas: la casa donde vivía ya no está, Venezuela, la casa de las tertulias o la vida como juego, como la recuerda Javier, tampoco está. El relato se ordena cronológicamente y el tiempo de las utopías anteriores a la lucha armada es un paraíso que se abandona de una vez y para siempre. Verbitsky lanza la pregunta inefable: por qué Urondo y otros tantos como él se doblegan ante una dirigencia mediocre. La autoridad de esos fantasmas, especialmente Firmenich, se convierte en la fuente oscura en la que el realizador hace pie. Lo que no se dice, lo que no se recuerda, lo que no se sabe permite construir la experiencia del espectador y su lenguaje. Una clave fundamental de la película está en las dos voces contrapuestas de los hijos: Javier y Ángela. El hijo varón tiene la memoria de su infancia con las voces cruzadas del padre, las mudanzas, la violencia, las detenciones, la cárcel y la muerte. Verbitsky describe como un acto “fundamental” su rol a los 12 años; es él quien descubre la casa saqueada del 73, él organiza la cadena de llamados, avisa, denuncia y espera. Su voz es el hilo principal de la construcción de un recuerdo, guarda los escritos, busca una imagen que se pierde y se recupera en un movimiento constante de apropiación. Él se otorga el mando de organizar el legado y transmitirlo. La escena que resignifica este trabajo de creación está en la voz entrecortada y vacilante de Ángela, la hija menor de Urondo, cuando afirma tener “una imagen totalmente difusa de sí misma” y la necesidad de mirar un espejo “para tener mi propia cara”. Ángela inicia un camino de reconstrucción en el momento en que contesta una llamada telefónica de Javier. Este acto se escapa de lo cotidiano y se convierte en el llamado a la aventura, en la exploración de una figura ausente, extraña, heroica. Javier guarda las claves con las que el pasado es revisitado y reformulado. Su voz lleva el mandato de entregarse al inquietante movimiento de leer los bordes de la figura del espejo. Desaloms juega con la idea de un héroe fracasado. Urondo es un personaje con virtudes y vicios permitidos que se deja atravesar por “las debilidades de la carne”, lugar común que se repite con frecuencia en los discursos. El ejercicio de prácticas militares y los rangos de esta lógica sorprende a todos los entrevistados. Los testigos expresan la dificultad de imaginar el ejercicio de la violencia en una apariencia cotidiana marcada por la risa constante y la excesiva simpatía. La fiesta se clausura con la imagen de un Urondo inmolado y distante. René, “la turca” Ahualli, en cambio, está ahí. En sus luchas, en sus militancias, en su empecinada voluntad de sobrevivir y en la ficción de su cuento de huida. En la coda de esta reescritura de una historia ya escuchada, se me ocurre pensar qué pasa con los que nos quedamos fuera y en la necesidad de repensar las políticas de las memorias desde el cuento de los rubios en donde la turca es la que sobrevive para contar una historia sin glorias y con todas las penas.
Comparto entonces las películas de este, mi 24 de marzo, un modo extraño de ser en un tiempo de negacionismos. En el mundo de las películas nuestro presidente era Néstor Kirchner y la memoria era una política de Estado. Quizá nos faltó instalar una memoria subjetiva en estas historias. Entre la justicia y el archivo, poner el corazón… o algo más, o menos así. Las historias de la militancia se construyen sobre un “nosotros inclusivo” pero, desde los cines vacíos hasta las plazas de las marchas, tengo al menos una certeza: ninguna escena tiene una imagen total o absolutamente verdadera. Las ficciones falsean posiciones y dogmatismos y exponen los lados oscuros, la seguridad vulnerable, los equívocos. Pone al día la condición de las mujeres y de los hombres en la batalla por la vida. Vuelvo a cerrar con Albertina, tan distante, tan próxima Rossanita con el cuento de los rubios: “Sé que seguiré llorando cada vez que lea ese portate bien que con tanta insistencia me escribió mamá desde su cautiverio. Y sé que el orgullo será capaz de desplazar cualquier otro sentimiento cada vez que evoque a mis padres. No hay modo de desprenderse de los recuerdos, solo los puedo inventar, redefinir, releer. Pero ahí estarán, confirmando la ausencia por siempre”.
Referencias
Carri, Albertina(2003): Los rubios https://ar.video.search.yahoo.com/search/video?fr=mcafee&p=los+rubios+albertina+carri&type=E210AR885G0#id=2&vid=c7a5a72858a611be522241317f652664&action=click
Desaloms, Daniel(2004): Paco Urondo, la palabra justa https://ar.video.search.yahoo.com/search/video?fr=mcafee&p=paco+urondo+desalmons&type=E210AR885G0#id=2&vid=0907deba67e600cea60a26a6f7f581dc&action=click
Testimonio de Emma René «Turca» Ahualli. René es artista plástica. Durante los sesenta comenzó a estudiar Abogacía, allí se vincula con la FAR (Fuerzas Armadas Revolucionarias) y luego se incorpora a Montoneros en Tucumán, de donde es oriunda. Por amenazas, se fue a vivir a Mendoza en febrero de 1973, donde continuó con su militancia política. Es sobreviviente y testigo del asesinato de Francisco “Paco” Urondo y del secuestro de Alicia Raboy, el 17 de junio de 1976, en la ciudad de Mendoza. Una semana después, se traslada con su esposo, Emilio Assales, y su hija recién nacida a la Capital Federal. Emilio (El Tincho) militaba en Montoneros. Fue secuestrado el 11 de enero de 1977 en Capital Federal. Estuvo detenido en la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) y presenció los vuelos de la muerte. Se desconoce el Centro Clandestino de Detención (CCD) al que fue trasladado luego. Hasta la fecha, permanece desaparecido. René declaró, en calidad de testigo, en el juicio por el asesinato de Francisco “Paco” Urondo y la desaparición de Alicia Raboy. También brindó su testimonio en la causa de la ESMA. Es Licenciada en Artes y trabajó como docente en la Universidad Nacional de Tucumán. Al momento de la entrevista, es subsecretaria de Derechos Humanos de la Central de Trabajadores de la Argentina (CTA) de Tucumán.