El crimen de Coghlan: un espejo entre dos tiempos

Un cuerpo hallado en una demolición, un sospechoso señalado cuatro décadas después y una trama que conecta la dictadura con un crimen aún sin cerrar. Por Ricardo Ragendorfer

Con su habitual sutileza, la movilera de El Trece, Mercedes Ninci, interceptó al tipo cuando llegaba a su domicilio para soltarle a boca de jarro:

– ¿Fuiste vos quien lo asesinó?

Se refería a Diego Fernández Lima, de 16 años al momento de morir por una puñalada en el pecho, hacía ya cuatro décadas y 13 meses. Solo que en ese extenso lapso no se supo nada sobre su destino. Pero no para siempre. 

El hombre abordado por Ninci no era otro que Cristian Graf, de 58 años, un antiguo condiscípulo del difunto y principal sospechoso del caso, quien, sin ocultar su contrariedad, no se le ocurrió más que decir:

–Eso se lo tendrías que preguntar a mi papá…

Luego se perdió tras la puerta.

Tal respuesta desconcertó a Ninci y a los televidentes por igual.

Lo cierto es que, en medio del cúmulo de las disfunciones del presente, tal asunto monopoliza la atención del espíritu público. Su origen: un “macabro hallazgo”, así como la prensa suele resumir el descubrimiento de algún cuerpo sin vida (generalmente malogrado por terceros) en un sitio poco apropiado para su descanso eterno. Este, en particular, sucedió a mediados de mayo, durante la demolición de una casona situada sobre la avenida Congreso al 3700, del barrio de Coghlan. Y con un atractivo inicial: allí, entre 2002 y 2004, residió el líder de Soda Stereo, Gustavo Cerati.

Pues bien, en la vivienda aledaña al improvisado sepulcro vive, desde su nacimiento, el bueno de Graf. 

Tales fueron los primeros fotogramas de este thriller, que prosiguió, casi tres meses después, con la identificación del cadáver.

A continuación, se determinó que Diego y Cristian habían cursado juntos el secundario en la Escuela Nacional de Educación Técnica (ENET) N°36.

Tal coincidencia ensombreció la existencia de este último, ya que desde entonces está en la mira de la Fiscalía en lo Criminal N°61, a cargo del doctor Martín López Perrando, aunque la causa está prescripta.

A pesar de tal circunstancia, él está emperrado con resolver el enigma de esa muerte, aunque más no sea de manera –diríase– testimonial. En tanto, para sus espectadores, la trama que transcurre ante sus ojos es como un apasionante reality show con volteretas narrativas dignas de un avezado guionista.  

Pero, ¿qué diablos habría querido decir Graf al meter a su fallecido padre en el medio de aquella historia?

Sin que nadie lo supiera a ciencia cierta, todos los noticieros repitieron su frase al respecto una y otra vez.  

Hasta que otra la corrió de un plumazo: 

–Diego era problemático. Incluso quiso violarme en el baño del colegio.

Había sido pronunciada, durante la noche de ese mismo lunes, por Adrián Farías, un realizador audiovisual que también había sido estudiante del ENET N°36, al ser entrevistado por Rolando Graña en América Noticias.

En definitiva, una suma de situaciones en la que suena el choque de dos mundos, el de los días del crimen, y el de ahora, cuando los restos de la víctima acaban de aparecer.

Vayamos, entonces, por partes.  

Desapariciones SA

Hubo una época en la cual las denuncias por “averiguación de paradero” no eran tomadas en serio por las autoridades argentinas. He aquí un caso testigo:

–No se preocupe, señora. Seguro que su marido se fue de juerga.

Con esas palabras, durante la noche del 2 de junio de 1976, el ministro del Interior, general Albano Harguindeguy, intentó calmar a la esposa del otrora presidente de Bolivia, Juan José Torres, asilado en Buenos Aires, después de no saberse nada de él desde la mañana del 30 de mayo.

Al día siguiente, su cadáver apareció cosido a balazos. En realidad, había sido secuestrado por un Grupo de Tareas en el marco del Plan Cóndor.

Argentina ya se sacudía al compás del terrorismo de Estado.   

Ocho años después, cuando Juan Benigno Fernández fue a la comisaría 39ª debido a la inexplicable ausencia de su hijo, Diego, el oficial de guardia no le tomó la denuncia, pero sí intentó calmarlo con las siguientes palabras:

–No se preocupe, señor. Seguro que el pibe se escapó de su casa. 

Una indolencia que, ya bajo la flamante democracia, las fuerzas policiales arrastraban de la etapa anterior. Era la noche del 26 de julio de 1984.

Es posible que, en ese preciso instante, Diego estuviera enterrado bajo la medianera de la calle Congreso al 3700.

En tal sentido, es necesario volver a abordar un arcano que aún persiste: ¿el papá de Cristian habría tenido algo que ver con esto?

Según los vecinos, se trataba de un alemán llegado al país ya concluida la Segunda Guerra Mundial; un tipo de carácter retraído – de hecho, lo apodaban “El Ermitaño”– y su hobby, según los memoriosos del barrio, era coleccionar objetos con símbolos nazis. Incluso, lo sindicaban como un criminal del Tercer Reich, pero su edad –tendría apenas cinco años cuando Adolf Hitler accedió al poder– descarta tal hipótesis. Eso, claro, no lo exime de su presunta coautoría en el crimen o en el entierro de Diego, tal como lo deslizó su hijo en respuesta a Ninci, quizás para desdibujar, casi por instinto, su propio rol en la cuestión.  

En este punto, va un paréntesis para abordar la revelación de Farías.

Sus dichos –más allá de que la acusación por el supuesto ataque sexual fuera, objetivamente, imposible de probar– generaron reacciones adversas en las redes sociales, centradas en dos puntos: qué el jamás habría asistido al ENET N°36, dado que –según sus detractores– vivía en la localidad cordobesa de Dean Funes (cuando, en realidad, se mudó allí en 1985) y que habría efectuado otra declaración a Graña relacionada con el crimen de Santiago Maldonado (cuando, en realidad, eso fue en el programa de Mauro Viale, al referirse a su tarea como camarógrafo de América TV enviado a la localidad neuquina de Cushamen, en donde filmó a un puestero diciendo cosas que ahora le endilgaban a él. 

¿Sería una “opereta” contra Graña?

Tales posteos, además, hacen hincapié en que su acusación contra Diego es una injuria hacia alguien incapaz de defenderse por ser un “desaparecido”.

Notable, dado que aquellas opiniones figuran en las cuentas de X (antes Twitter) pertenecientes a @Traductor y @Argenpoirot, entre varios otros trolls al servicio de Santiago Caputo. Y en ellos, el vocablo “desaparecido” posee una extraña resonancia.

O tal vez estén indignados en serio. Y eso hasta tiene una explicación.

¿Acaso en los sistemas políticos basados en el exterminio –como los que ellos reivindican– hay lugar para los asesinos de entrecasa?  

Tal problemática fue abordada de modo magistral en la película La noche de los generales, realizada en 1967 por Anatole Litvak. Su argumento gira en torno a un maniático que despanzurra mujeres en Polonia y Francia, durante la ocupación alemana. 

Allí se produce el siguiente diálogo:  

–Aquí tiene el nombre de tres generales. Uno de ellos es el asesino –le dice un oficial de la Kriminalpolizei a su colaborador de la policía parisina.

Éste, sin mostrar sorpresa, se permite un interrogante retórico:

– ¿Sólo uno? ¿Acaso matar no es la actividad habitual de los generales?

Y el alemán responde:

–Lo que en grande es una hazaña, en pequeño puede resultar monstruoso. Y así como se conceden medallas a aquellos que matan en masa, la justicia debe castigar a los que matan al por menor.

A todas luces, una gran verdad: los estados autoritarios cultivan el hábito de ser implacables en eso. Pero –quizás solo por economía procesal– no siempre con el verdadero culpable.

Regresemos al asesinato de Diego.

Eso ocurrió siete meses y 26 días después de concluir la última dictadura, cuando la noción de la sociedad acerca de la desaparición forzada de personas era un secreto guardado bajo siete llaves. Y que los argentinos no solo ocultaban entre ellos, sino hasta ante sus propias consciencias.

Hay que tener en cuenta que la Conadep, presidida por el escritor Ernesto Sábato, entregaría su informe en septiembre de 1984. Y que el Juicio a las Juntas recién tuvo por fecha de inicio el 22 de abril del año siguiente.

En resumen, era aún una época ideal para resolver entuertos personales simulando crímenes tardíos de lesa humanidad.  

La precaución delatora

En ese contexto tan particular, don Juan Benigno emprendió, sin más medios y recursos que su perseverancia, la búsqueda de Diego. Una búsqueda silenciosa que abarcó desde la distribución de volantes con una foto y sus datos en todos los barrios de la ciudad, hasta sus frecuentes idas a los entrenamientos del club Excursionistas, donde su hijo jugaba al futbol en las inferiores, esperanzado con que, en una de esas, lo encontraría allí. Y no sin dejar de recorrer las redacciones de los diarios y revistas para conseguir, a lo sumo, algún pequeño recuadro. 

Tuvo que esperar hasta mediados de1986, cuando la revista Esto, editada por Crónica, le dedicó una doble página, en las que supo volcar su creencia de que Diego había sido secuestrado por una secta. Siguió suponiendo eso, hasta su fallecimiento, hace una década y media, a raíz de un accidente vial.

Durante todos estos años, la habitación de Diego permaneció intacta.

Fue Javier, el hermano menor, quien le dio a su madre, ya octogenaria, la noticia del hallazgo de su primogénito.

–Para ella –dijo– fue como si el duelo hubiera comenzado en ese instante.

Mientras tanto, el fiscal López Perrando encontró un atajo para eludir la prescripción de este crimen, aunque no sea más que un premio consuelo: citar a Graf a indagatoria por el delito de “encubrimiento agravado en concurso ideal y supresión de evidencia”. Claro que no se refiere al crimen propiamente dicho, sino a su conocimiento de que el cuerpo de Diego estaba junto a su domicilio.

Eso se desprende de la aparición de sus restos ante un grupo de albañiles que trabajaba en la demolición de la casona lindera.

Frente a ellos, Graf se mostró “omisivo y receloso, además de conferir mentiras y contradicciones tendientes a entorpecer la investigación”, según el fiscal, ya cuando los obreros encontraron los huesos en el límite de su terreno.

En otras palabras, el delito que se le imputa no es el que habría cometido hace 41 años, sino en uno que incurrió hace no más de tres meses.

En primer lugar, se opuso con vehemencia a que los albañiles talaran un árbol en el límite de ambas propiedades.

Luego, cuando los restos de la víctima (154 piezas óseas) habían quedado al descubierto, intentó convencerlos de que provenían de sepulturas del siglo XIX, cuando allí se encontraba la iglesia Santa María de los Ángeles, en cuyos fondos, según él, había un pequeño camposanto.  

Pero al no resultar convincente, urdió otro argumento: aquella osamenta habría llegado accidentalmente allí, a bordo de una camioneta con tierra que él contrató para empalizar el patio antes de instalar allí una pileta. 

A la vez, les pedía a los trabajadores absoluta reserva al respecto.

Y a ello se le suma una cámara se seguridad que, desde la planta alta de su vivienda, apuntaba directamente sobre la improvisa tumba.

Fue su ansia por ocultar lo que le provocó esta jaqueca procesal. Y resultó el síntoma más reciente de esta historia aún sin final. 

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