“Tengo unas fotos hechas postales de Zapata y del Che entrando a las ciudades conquistadas: son para recordarme si alguna vez tendré esa valentía”, susurra ella. Y enumera los gestos duros de los mexicanos, los sonrientes de los cubanos. Estamos en Rosario. Mi hijo habla del “Checobara” señalando el mástil de fierro erguido en la esquina natal de Entre Ríos y Urquiza. —“Está muy alto”… ¿De qué figurita es?”—.
Zapata tiene una mancha de café encima. Está erguido, lo van a fusilar, pero aún no lo sabe. Ernesto luce en la esquina, cien veces retratado en un afiche a triple paño: rocker de la humanidad, sexual y lejano. Alguien le ha pintado los colores auriazules de Rosario Central. No está salpicado de sangre propia y ajena como lo imagino. También está desprevenido con la muerte. Tiene spots, luces sagradas, liturgia, cáliz hecho de balas. Invita a la inauguración de una estatua a sí mismo. Fue hace una semana. Faltó el Bebe Contemponi para convocar a un Pepsi Rock.
Escribo en la portátil. Muchas veces me he preguntado ante un error propio “¿El lo hubiese hecho mejor?”. O “Si él estuviera acá, esto no pasa” ante la carnicería patria. Luego, paso a imaginarlo vivo y gordo, con ochenta. ¿Sería igual? ¿Se le perdonaría su rudimentaria estrategia, los ataques ciegos, la traición de los habitantes de la Higuera, su regreso para salvar a los heridos? ¿Los errores, su humanidad?
Era un tipo de avanzada con fallas. Miro a sus seguidores y medito qué grado de claudicación los ha convertido en cholulos. Una imagen de súper héroe papá, un culto hecho por fieles de catacumbas. Un tatuaje. Una bandera. Un padre indómito, hippie y de gatillo justiciero. El bando de irse a morir lejos para que no vean nuestras canas, para que no huelan el olor del miedo con que hedemos, para que se ignore que envejeceremos y habremos de dar piedad en los geriátricos y la caridad se nos encallará en la barca de nuestros huesos añosos.
Vivir rápido, morir joven. Lugar común de los lugares comunes mientras atardece cerca del río de Rosario y los adoradores, la gente común, los detractores, los curiosos vienen a verlo hecho estatua, pacífico pero porfiado en mirar hacia un futuro que siempre nos queda demasiado grande y lejos. Como una prenda incómoda. El Che y un gran miedo. El no llegar ni a la altura de sus borceguíes. No es miedo bestial de las derechas antiguas, es el miedo entrañable de quienes nunca habrán de ser como él. Medito por el opuesto. ¿Se mutarán en enemigos al no poder estar a su altura? ¿Lo negarán en el patíbulo? Ser traidor antes que espectador. El Che, un terror que hermana, así se habría de llamar mi film. Y los extras seríamos todo un planeta entero. No faltarían sponsors. Llevo en la guantera el fotomontaje de mi amigo, el dibujante Manuel, sobre aquella marca de cigarrillos. Borrando el “ ster ” y la “d” final, se puede leer Che Fiel . El humor como salida ingeniosa para no angustiarse.
Los políticos apoyan el gesto, los artistas cantan, las viejas piden pan. Un cuadro del Medioevo (Morales) con la infantería decorativa, tachos humeantes, los merodeadores con souvenirs, los clowns. ¿Por qué estuvieron los funcionarios en el acto y no hace años? Es benigno salir en las fotos cuando la endemia no contagia y el mal se ha tornado inofensivo: no temáis, ya es imposible quedar pegados a subversión alguna. “El Che vuelve a su tierra” rezan las frases surrealistas. Hasta el apóstol más salvaje con la canonización se vuelve inocuo. ¿Y qué otras cosas se le pide al santo patrono más que buenas lluvias, bendiciones, salud y paz?
Hay más de cien agrupaciones que apoyaron el homenaje, el menaje-bazar. Otras lo condicionaron. Una pancarta me conmovió: “El hambre es un crimen: Queremos trabajo y ternura para todos”. Mientras De Angeli se deja arrear como vaca mala por Gendarmería, los 4.000 jovenzuelos latinoamericanos acampaban en la oligarca Sociedad Rural y por los altoparlantes se oían como en una catedral himnos patrios guevaristas. D’Elía llegaba al Monumento y se alejaba escupido. Arrecia el miércoles 18 de junio y se anticipa un acto en Plaza de Mayo, a Miguens le tiran huevos, Duhalde es el cuco del golpe, Cristina señala al Congreso y Charly compone esta pesadilla desde el loquero.
Miro hacia el quemadero de las islas entrerrianas. Hace una semana que la estatua se yergue. Como en la lápidas se me ocurren las frases: “Lo tuyo duró poco pero fue bueno” o “Te bastó una revolución para entrar en la inmortalidad” o el absurdo “!Así cualquiera!”. Con un colega recorremos el predio a la semana del acto. Pienso. “!En qué soledad nos has dejado!! No tenemos estrategias, no tenemos fe, ni horizonte!”. —Sos vos—, se ensaña cuando hablándole bajito como en un funeral le enumero mi presunción de fracaso. —Sos vos, pero tenés razón: estas cosas no hay con quien hablarlas—, termina a modo de consuelo, mientras dispara flashes en lugar de tiros. Una mujer enuncia: “Y… un poco se parece al Che… está medio amanerado, no?”. Nariz fina olfateando al oeste, donde el sol se pone, hace una semana que está emplazada. “No somos nada” me digo imprevistamente. Cuando regresamos al auto, mi hijo, quien ha estado jugando contra los vidrios con un muñeco disney, nos increpa la tardanza.
La estatua que durmió en vigilia, habrá de sufrir, alternadamente, lluvia de flores y de salivazos; graffittis variopintos, resurreción y castigo. El fotógrafo amigo me enseña en el monitor al Barney que en brazos de mi hijo parece darse un abrazo fraternal con Ernesto de fondo. Desde Cuba, Granados, su Sancho Panza, advierte: “Estos homenajes sirven para pensar que las utopías son posibles”. Cuatro extranjeros se sientan a los pies del héroe. Hace frío y vuela aún la parva de papelitos guevaristas.
—¿Ya terminaron con el Checobara?, repregunta mi hijo.
—No, mi amor, ni siquiera hemos empezado.