Fue una semana muy activa para la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich. Ya el domingo había causado por TV un entredicho diplomático con Holanda al afirmar que ese país era un “narcoestado”. Luego, mientras pedía disculpas al embajador por tal exabrupto, le renunciaba Gonzalo Cané en la Secretaría de Cooperación con los Poderes Judiciales. Pero eso no parece haberla tomado por sorpresa dado que de inmediato anunció la designación de Pablo Noceti en el cargo vacante, y el reemplazo de éste en la jefatura de Gabinete por el hasta ahora secretario de Seguridad Interior, Gerardo Milman. Un enroque perfecto. Aún así su celeridad en conformar el nuevo organigrama ministerial no disipó un enigma: ¿qué habría impulsado la abdicación de Cané?
Tal vez la respuesta a este interrogante esté depositada en la diversidad de máculas que dejó su gestión. Este sujeto obeso, desaliñado y jactancioso había sido un oscuro secretario letrado de la Corte Suprema. Y próximamente regresará allí. Pero en el medio transcurrió la etapa más luminosa de su vida.
De hecho, su nombre saltó hacia la luz pública el 22 de agosto pasado; ese día hubo en un salón del Ministerio de Justicia un vidrioso cónclave entre altos funcionarios nacionales y representantes de los organismos de Derechos Humanos para tratar la desaparición de Santiago Maldonado. De pronto, José Shulman, de la Liga Argentina por los Derechos del Hombre, enfiló hacia el baño. Allí fue increpado por un sexagenario que acababa de orinar: “¡Ustedes defienden a un guerrillero!”, le soltó. Shulman lo miró con azoro mientras su interlocutor completaba: “El chico estuvo en una operación de la RAM donde fue apuñalado por un puestero”. No era otro que Cané.
Así instaló aquella versión, una de las tantas que entretuvo a los medios “amigos” por semanas enteras. Esa era una de sus funciones; la otra, controlar el desarrollo del expediente judicial.
A tal efecto se transformó en la sombra del juez federal Guido Otranto desde el inicio de la causa. Su presencia en Esquel ya era parte del paisaje. Y debido a su carácter locuaz, en los bares que supo frecuentar cualquiera podía acceder a los más delicados secretos de Estado con sólo sentarse a metros de su mesa. Cuando Otranto fue apartado del caso, él volvió a Buenos Aires.
Pero a fines de noviembre tuvo una nueva misión en tierras patagónicas: “coordinar” el desalojo de la comunidad mapuche del lago Mascardi, cerca de Bariloche. Allí –ya se sabe– fue asesinado Rafael Nahuel.
Cabe destacar que Cané tampoco fue ajeno al espionaje realizado sobre familiares y amigos de Maldonado.
A raíz de este tema el flamante ex funcionario está a punto de ser citado a indagatoria por el juez federal Daniel Rafecas.
Una fuente del Ministerio de Seguridad admitió que dicha circunstancia habría sido justamente la causa de su renuncia.
Otras voces, no obstante, la atribuyen a una maniobra pretendidamente maquiavélica del macrismo: colocar en los dominios de la Corte Suprema a un hombre de su entera confianza. Claro que Cané sólo estuvo (y estará) a cargo de la Secretaría Civil y Previsional Nº 2 del máximo tribunal. Es decir, un área por donde no circulan asuntos de gran importancia política. En apariencia.
Lo cierto es que su paso por ese coto fue clave para resolver con notable prontitud los reclamos por haberes previsionales de las Fuerzas Armadas y de Seguridad que durante años exigieron que los suplementos no remunerativos o bonificables se contabilizaran al momento del retiro. Eso hizo florecer sumas millonarias en una gran cantidad de bolsillos castrenses y policiales.
En esta cuestión se lo relaciona a Cané con el ex mayor Carlos Olivera, un antiguo represor de la última dictadura (actualmente condenado a perpetua por delitos de lesa humanidad), quien ya bajo el imperio de la democracia se recicló como abogado. Su plato fuerte eran justamente las querellas contra el Ministerio de Defensa por actualización de haberes del personal uniformado. Por lo tanto fue el gran animador del festival de cautelares que alegró por tres lustros a la familia militar. Pudo amasar así una fortuna y creó fideicomisos para suavizar sus propios apuros y también los de sus camaradas más dilectos. Eso no hubiera sido posible sin una mano “solidaria” en el Poder Judicial.
Más allá de esta trama, no hay dudas de que el doctor Cané tiene ahora nuevos desafíos por delante.
Y que a su vez Noceti acaricia el cielo con las manos.
El doctor Torquemada
Este abogado de 52 años es un sujeto de hábitos casi espartanos y bajo perfil. Por eso resulta paradójico que tras exactamente un año de silencioso trabajo en la función pública su nombre haya saltado a la luz el 13 de diciembre de 2016 por un yerro jolgorioso de su jefa, la ministra Patricia.
“¡Este hijo de puta buen mozo es mi jefe de gabinete!”, exclamó esa noche a viva voz y ya con dicción incierta, durante un festejo por el fin de año en la sede ministerial de la calle Gelly y Obes. “¡Todas andan locas por él!”, volvió a clamar. A su lado, el aludido forzaba una sonrisa incómoda. Un video del asunto no tardó en viralizarse.
Hasta entonces el doctor Noceti había circulado como un fantasma por los pasillos del actual gobierno. Era consciente de que su profusa labor como defensor de represores y apologista de la dictadura le podría jugar en contra.
Pero por esa y otras razones era un sujeto digno de observarse.
Durante la mañana del 31 de julio Noceti convocó en el hotel Cacique Inkayal, de Bariloche, a los jefes de todas las fuerzas federales de Río Negro y Chubut; entre ellos, los cabecillas de los escuadrones 35 y 36 de Gendarmería, además de los secretarios de Seguridad de ambas provincias.
Ante ellos expuso su plan de “provocar” una situación de “flagrancia” en el territorio mapuche de Cushamen para así embestir contra sus pobladores. El funcionario se mostró fanatizado y torpe. Se tropezaba con las palabras. Y –según la reconstrucción del cónclave publicado el 3 de octubre por Santiago Rey en el portal barilochense En estos días– se permitió un ejemplo atroz: “Si están violando a mi mamá, voy a actuar”. Fue su modo algo edípico de alentar la represión. Y no sin aludir a los “últimos años de descontrol en el país”.
Al día siguiente ocurrió su segundo desliz exhibicionista. Noceti vestía un traje gris y sobretodo oscuro. Con aquella vestimenta en medio del paisaje cordillerano su silueta pasaba tan desapercibida como una tarántula en un plato lleno de leche. Así fue fotografiado mientras hablaba con un oficial de la Gendarmería a la vera de la estancia Benetton en Leleque, al noroeste de Chubut. Corría la primera tarde de agosto.
Sólo habían transcurrido unas horas desde la desaparición de Santiago, en medio de un ataque represivo desaforado y feroz. Y esa fotografía –tomada a hurtadillas por un fotógrafo local–, junto con una serie de cruces telefónicos detectados en los celulares de los gendarmes que comandaron el operativo, no tardaron en demostrar que él estuvo antes, durante y después de que la víctima fatal de la jornada se ahogara en las heladas aguas del río Chubut, además de haber tenido el mando estratégico del asunto.
A partir de entonces su existencia ya no volvería a ser lo que fue. Sólo el obediente encubrimiento de la dupla formada por el juez Otranto y la fiscal federal Silvina Ávila, complementado luego por la inacción del segundo juez de la causa, Gustavo Lleral, y el apoyo inquebrantable que Bullrich, lograron preservarlo de una imputación penal.
Sin embargo fue una época desesperante para él.
Tanto es así que a fines de septiembre, durante una reunión con algunos asesores, los alaridos de Noceti se filtraron desde su despacho al referirse a la posibilidad de que sus teléfonos fuesen peritados: “¡Si quieren mi celular, no se los voy a dar nunca, nunca, nunca!”. Y ya fuera de sus cabales, agregó: “¡Lo voy a tirar contra el piso y romper en mil pedazos!”.
A cuatro meses del ascenso de los gendarmes involucrados en la muerte de Maldonado, el premio fue esta vez para él. Ahora ese hombre será el nexo entre la política de seguridad del régimen macrista y todos los jueces, fiscales y legisladores de la República. Un milagro de la meritocracia.
El aprendiz
Por su parte, Milman es un verdadero improvisado en los saberes de la seguridad. Sin embargo acaba de ser nombrado –en reemplazo de Noceti– jefe de Gabinete del ministerio encargado de tal cuestión.
Este tránsfuga de la política –desertó del radicalismo para ponerse, primero, bajo el ala de Elia Carrió, y después, de Margarita Stolbizer, antes de su giro macrista– también es un ignaro en el campo de la comunicación; aún así integró hasta 2016 el directorio de la AFSCA (el organismo encargado de aplicar la ley de medios) como representante opositor. Ahora, en comparación con sus colegas de gabinete, él es apenas un bebé de pecho que suele exagerar su tibieza de principiante con ciertos exabruptos; por caso: “Sabemos que hay muchos zurdos afuera, que deben saber que vamos por ellos”, dijo durante una conferencia de prensa en diciembre de 2016. Pero más allá de las palabras, su único pecado fáctico fue haber sido el autor del “Protocolo antipiquetes”. Sin embargo, quizás sea recordado por las futuras generaciones en virtud de su ameno instructivo difundido por Twitter sobre cómo detectar a pandilleros de las “maras” centroamericanas con textos plagiados del portal escolar El rincón del vago. Se rumorea que él habría sido persuadido en tal sentido por terceros de uniforme –seguramente con ánimo de chanza– a raíz de la captura de dos dealers peruanos que lucían profusos tatuajes. En el dream team encabezado por la señora Bullrich, Milman es una suerte de “mandadero en jefe”.
Tanto él como los funcionarios que “coordina” son observados con un silencioso recelo por el secretario de Seguridad, Eugenio Burzaco. Ese hombre –un archienemigo declarado de la ministra– es una figura espectral en aquella cartera. Sin ningún poder de decisión ni tareas a su cargo, el hijo del secretario de Medios de la primera época menemista pasa las horas, los días y los años encerrado como un cautivo en su despacho, quizás a la espera de un tiempo más amigable. Gajes de la política.