La violencia golpista en Bolivia no se había aquietado con la renuncia de Evo.
Las hordas fascistas estaban de carnaval. Los ataques incendiarios y saqueos en casas de funcionarios del proceso de cambio y dirigentes del Movimiento al Socialismo (MAS), aderezados con algunos linchamientos, crecían durante la tarde del 10 de noviembre en proporción geométrica.
En ese mismo momento, desde Buenos Aires, el secretario de Derechos Humanos y Pluralismo cultural, Claudio Avruj, y el diputado oficialista Waldo Wolff manifestaban en Twitter su beneplácito por esos acontecimientos.
Quiso el destino que justo aquel día se cumpliera el octogésimo primer aniversario de la Kristallnacht (la Noche de los Cristales Rotos), nombre que evoca los ataques incendiarios y saqueos en casas y comercios de ciudadanos judíos en la Alemania nazi, aderezados con algunos linchamientos. Una faena cometida por las SA y turbas civiles con la bendición de las autoridades.
Vueltas de la vida: los antepasados de Avruj y Wolff fueron víctimas de dicho pogrom.
En tanto, otro hecho mantenía en vilo al presidente Mauricio Macri: el dramático y a la vez venturoso empate de Boca ante Vélez que le permitió al club de sus amores llegar a la cima de la tabla. Recién en la mañana del lunes, aún adormilado y sin detenerse al ingresar a una reunión de gabinete, farfulló por compromiso: “Todos estamos preocupados por Bolivia”.
Fue su canciller Jorge Faurie quien tuvo la responsabilidad de expresar la posición oficial ante el putsch en el país vecino: “No hay ningún elemento para describir esto como un golpe de Estado porque las Fuerzas Armadas no han asumido el poder”.
Había que oír a ese diminuto sujeto de mirada perruna en su cruce radial con Luis Novaresio, obligado a una acrobacia discursiva digna del inolvidable Fidel Pintos. Ya sumido en el ridículo, asimiló con forzada entereza la última pregunta del entrevistador: “¿De verdad sostiene esto porque lo cree o no tiene más remedio porque el gobierno se lo pide?” No hubo respuesta.
Al rato, el presidente electo Alberto Fernández dijo de él: “Faurie es un hecho desgraciado en la historia de la diplomacia argentina”.
Lo cierto es que la notable incompetencia del Poder Ejecutivo saliente hizo que Fernández se anticipara en su rol de estadista. Sus profusas gestiones telefónicas ante los mandatarios regionales fueron determinantes para salvar la vida de Evo y conseguir que partiera hacia México con su vice, Álvaro García Linera. Una trepidante epopeya plagada de obstáculos imprevistos, en la cual la actitud solidaria del presidente azteca, Andrés Manuel López Obrador, no fue un hecho menor.
En paralelo, el titular del Sistema Federal de Medios, Hernán Lombardi, efectuaba su contribución al negacionismo macrista al impartir a los directivos de Radio Nacional y TELAM la orden de no denominar “golpe de Estado” a lo que sucedía en Bolivia.
También en paralelo, ya recorría el mundo la foto de la autoproclamada presidenta Jeanine Añez con una Biblia entre las manos, cuando un alto jefe militar le colocaba la banda tricolor en un recinto parlamentario con solo cinco legisladores en sus bancas.
La elocuencia de esa imagen le causo al Poder Ejecutivo argentino otro problemita lingüístico a la hora de reconocer la legitimidad de la usurpadora, ya que su llegada a la presidencia no tuvo la venia de la Asamblea Legislativa. Y tras un incesante tráfico de consultas telefónicas entre la Casa Rosada y el Palacio San Martín, el diligente Faurie encontró la solución: considerar –por ahora– a la señora Añez con como una “referencia de autoridad”.
Tal ocurrencia movió a risa a diputados y senadores de la oposición que el miércoles sesionaron para tratar el proyecto de repudio al golpe de Estado en Bolivia. En ambas cámaras se aprobó el texto del Frente de Todos –el cual, además, insta al gobierno a conceder asilo a quienes lo soliciten–, mientras los legisladores de Cambiemos se abstuvieron de votar (con la honrosa excepción del diputado Daniel Lipovetzky).
La valoración de esta tragedia histórica no solo posee una importancia ética, dado que lo sucedido en Bolivia reconfigura el mapa político de toda la región. También condiciona al futuro gobierno de la Argentina.
Ya han corrido ríos de tinta sobre la diferencia de los “golpes blandos” –que liquidaron a gobiernos como el de Fernando Lugo en Paraguay y el de Vilma Rousseff en Brasil– con el complot que derrocó a Evo. Es obvio que el caótico devenir de los hechos no formaba parte del plan urdido por quienes encabezaron la conspiración. La pregunta es si en realidad habían previsto un escenario que no se limitara únicamente al derrocamiento y la persecución del presidente constitucional, junto con la dirigencia del proceso de cambio. Por tal motivo quizás transcurrieron 72 horas desde aquel ominoso logro hasta la torpe entronización de Añez. Pero no hay dudas de que el bloque golpista está integrado por sectores civiles, empresariales, religiosos, policiales y también castrenses. De modo que este golpe confirma algo que se suponía superado: el retorno de la cuestión militar en América Latina. Nada menos.