Desde el terrorismo de estado al caso Berrios. La responsabilidad de los mandos militares uruguayos

Por Samuel Blixen.- Informe memoriavia: ¿Quien era Berríos?

El episodio de Berríos, y los coletazos políticos de la extradición, pusieron en el centro de la escena a otra “figura de bajo perfil”, el general (r) Mario Aguerrondo, hijo del fundador de la logia Tenientes de Artigas. El ex jefe de la inteligencia de las Fuerzas Armadas Uruguayas, Mario Aguerrondo, guarda secretos que vinculan historias añejas y recientes, todas con un denominador común: el terrorismo de Estado. Los retazos conocidos de su historia confirman que las responsabilidades de los mandos no son genéricas, en ningún caso.

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Foto: El 24 de marzo de 1993, el general Augusto Pinochet visitó Uruguay, y Tomás Casella fungió como su edecán, acompañándolo en su periplo por Montevideo.
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El compacto tejido de la infamia ha comenzado a desflecarse, de modo que tirar de uno de los hilos significa deshacer el entramado que vincula episodios aparentemente independientes en la historia de la violación de los derechos humanos. Seguir el recorrido de la urdimbre permite identificar el protagonismo de los responsables y comprobar cómo el ascenso en la carrera de algunos militares guarda una estrecha relación con su compromiso con el terrorismo de Estado. Ese compromiso explica por qué ha sido tan difícil identificar los hilos, como tirar de la piola.

Así ocurrió con los tres comandantes de las Fuerzas Armadas, a mediados del año pasado, cuando fueron entregados al presidente Tabaré Vázquez los respectivos informes sobre violaciones a los derechos humanos: el comandante de la Fuerza Aérea, Enrique Bonelli, resultó implicado en el traslado clandestino de prisioneros uruguayos desde Buenos Aires como copiloto del llamado “primer vuelo”, ocurrido en julio de 1976; y es sospechado de haber sido el piloto del “segundo vuelo”, en octubre de ese año, que permitió que una veintena de prisioneros supuestamente desaparecidos en Buenos Aires fueran asesinados en Uruguay.

Sus dos colegas, el teniente general Ángel Bertolotti y el vicealmirante Tabaré Daners, por entonces comandantes del Ejército y de la Armada respectivamente, habían sido, a mediados de los años setenta, jueces sumariantes, y en tal calidad no sólo estaban al tanto de las torturas sistemáticas que ocurrían en los cuarteles, sino que elaboraban, a partir de los testimonios arrancados bajo tortura, las “declaraciones” que incriminaban a los prisioneros.

Las implicancias son obvias: los comandantes que solicitaron a sus subalternos -en retiro y en actividad- la información sobre los episodios aberrantes del pasado estuvieron involucrados en esos mismos episodios.

El pasado de Juan Modesto

Las mismas implicancias afectaron al teniente general (r) Juan Modesto Rebollo. En su condición de presidente del Centro Militar, Rebollo firmó airados comunicados en los que se defendía la impunidad de militares acusados de violaciones a los derechos humanos, argumentando que se trataba de una maniobra de desprestigio orquestada por grupos revanchistas de la izquierda.

Sorpresivamente, hace muy poco, Rebollo quedó implicado directamente en el asesinato de tres jóvenes, Silvia Reyes -embarazada de tres meses-, Diana Maidanick y Laura Raggio, acribilladas a balazos en la madrugada del 21 de abril de 1974 por un comando del OCOA integrado entre otros por José Gavazzo y comandado por el entonces teniente coronel Rebollo.

En un tono significativamente diferente al utilizado desde la presidencia del Centro Militar, Rebollo se justificó ante el juez penal Luis Charles -que investiga la muerte de las tres jóvenes y la desaparición de Washington Barrios- aduciendo que no participó en el sangriento allanamiento por haber sido herido en un brazo.

Rebollo accedió a la comandancia del Ejército durante la presidencia de Luis Alberto Lacalle. Si el selecto círculo de los que comparten los secretos de la dictadura -civiles y militares- hubiera alertado a la ciudadanía sobre los antecedentes de su foja de servicios, quizás el comandante no hubiera tenido oportunidad de implicarse en otro asesinato, el del agente de la dictadura chilena Eugenio Berríos.

Hoy, desatadas por el aluvión de reacciones que provocó la decisión de extraditar a Chile a tres oficiales implicados en el secuestro del bioquímico chileno, múltiples acusaciones responsabilizan a Rebollo de ese episodio, en su calidad de comandante del Ejército.

Ninguna voz, en su momento, surgió del Parlamento cuando estalló el escándalo de la desaparición de Berríos, en junio de 1993; sin embargo ya estaban presentes los elementos de juicio que sugieren que aquel operativo de inteligencia no había sido una “gauchada” de Tomás Casella, Eduardo Radaelli y Wellington Sarli para con sus colegas chilenos, sino una acción ordenada por los mandos y promovida por compromisos hasta ahora desconocidos, que prolongó en democracia la coordinación de las inteligencias militares diseñada en dictadura.

El golpe de Estado técnico que en junio de 1993 promovió Rebollo al frente del cuerpo de generales, para impedir una investigación del secuestro, y que doblegó al presidente Lacalle (al menos lo obligó a torcer el pescuezo, según la gráfica explicación del entonces canciller y hoy senador Sergio Abreu), es la prueba más evidente de esa responsabilidad institucional. La participación de Rebollo en el “caso Berríos” otorga una coherencia siniestra a su foja de servicios, lo que no le impidió, en la reciente asamblea de los centros sociales de las Fuerzas Armadas, argumentar que las extradiciones lesionan la soberanía del país.

Los secretos de Aguerrondo

Pero también el episodio de Berríos, y los coletazos políticos de la extradición, pusieron en el centro de la escena a otra “figura de bajo perfil”, el general (r) Mario Aguerrondo, hijo del fundador de la logia Tenientes de Artigas.

Aguerrondo era, en 1993, el general responsable de la dirección de la inteligencia de las Fuerzas Armadas. Hoy se afirma que él, directamente, ordenó a sus subalternos en la Compañía de Contrainformación brindar la colaboración a los oficiales chilenos que venían a Uruguay, con documentos falsos, a esconder a Berríos para evitar que diera testimonio en Santiago, ante el juez que investigaba el asesinato de Orlando Letelier, ocurrido en Washington en setiembre de 1976.

Aguerrondo, por supuesto, autorizó al entonces teniente coronel Casella, que oficiara de edecán del general Augusto Pinochet, quien en marzo de 1993 realizó una visita privada a Uruguay. No es coincidencia que Casella, responsable del operativo conjunto chileno-uruguayo de ocultamiento de Berríos, asistiera como edecán al ex dictador chileno, quien precisamente podía salir mal parado si Berríos declaraba ante la justicia.

No es coincidencia que Berríos, cuando escapó de su encierro en un chalet de Parque del Plata, denunciara que “Pinochet mandó matarme”; y no es coincidencia que fuera asesinado de tres balazos en la cabeza en marzo de 1993, precisamente cuando Pinochet estaba en Uruguay, asistido por Casella.

Aguerrondo no sufrió ninguna sanción, ni judicial, ni administrativa, ni militar, por el operativo Berríos: pero fue automáticamente destituido cuando se comprobó que estaba espiando a un colega, el general Fernán Amado, cuyo despacho en el Servicio de Materiales y Armamento estaba sembrado de micrófonos.

Igualmente escandaloso, pero menos sangriento, el episodio de espionaje terminó con la carrera de espía de Aguerrondo. Si se tira del hilo que enhebra su historia en el gobelino de la infamia, se verá que no por casualidad (como tampoco lo fue en el caso de Rebollo) Aguerrondo llegó a jefe de la inteligencia.

De hecho, Aguerrondo había tenido un papel protagónico en las actividades de inteligencia, como se llamó durante el terrorismo de Estado a la violación sistemática de los derechos humanos. A estar por denuncias de personal subalterno militar, que oportunamente fueron tramitadas ante la justicia y ante la presidencia de la República, Aguerrondo tuvo una contribución sustantiva a la práctica de la desaparición forzada.

En 1975 era jefe del Batallón 13, cuando comenzó a operar, en los galpones del Servicio de Materiales, el centro clandestino de detención conocido como “300 Carlos”. Según las denuncias referidas, Aguerrondo autorizó a su segundo jefe, el entonces mayor Alfredo Lamy, a supervisar las tareas de excavación de lo que después sería el cementerio clandestino conocido como “Mandinga”, por el apodo de Lamy.

El cementerio inicial estuvo ubicado detrás de la cancha de fútbol de la unidad, a unos 200 metros del galpón donde funcionaba “300 Carlos”, y a unos 80 metros del polígono de tiro, en una dirección paralela al arroyo Miguelete, que cruza el terreno militar. Según las denuncias, las excavaciones fueron realizadas con una máquina -“parecida a un tirabuzón gigante”- del Batallón de Ingenieros, operada por un cabo de apellido Bordenave, que en 1980 murió en circunstancias sospechosas en una cantera de La Paz.

Los enterramientos, según el denunciante, se realizaban en las primeras horas de la madrugada; los cuerpos eran trasladados en un remolque con matrícula E 676, arrastrado por un jeep de matrícula E 2407. Muchas de las tumbas permanecieron macabramente abiertas, en previsión de que serían necesarias.

De la misma forma que Aguerrondo y Lamy, estaban enterados de la existencia del cementerio clandestino, según la denuncia, los entonces mayor Freddy de Castro, capitán Mario Coha, teniente Washington Esteves, teniente Washington Sosa y teniente Cadarso.

En ese cementerio habrían sido sepultados todos los prisioneros asesinados del Servicio de Información de Defensa y del “300 Carlos”, pero el informante asegura que existen cuatro cementerios clandestinos operados por el Ejército. Cuando una orden posterior dispuso la remoción de ese cementerio, los cuerpos fueron vueltos a enterrar en otros lugares del cuartel.

En su calidad de jefe del Batallón 13, Aguerrondo está en conocimiento de los detalles que los informes del comandante del Ejército no supieron precisar. Para obtener resultados en la búsqueda de los cuerpos allí enterrados, Aguerrondo debería ser interrogado por la justicia y obligado a revelar los secretos. También, a determinar la responsabilidad de los otros oficiales involucrados en las denuncias. No sea cosa que mañana, tirando de otros hilos, aparezcan nuevas sorpresas.

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Informe: ¿Quién era Eugenio Berríos?

¿Era tan importante Eugenio Berríos como para que el Ejército montara tal procedimiento y gastara recursos en alguien que se suponía no tenía ninguna relevancia?

¿Quién era este hombre? ¿Cómo llegó a contactarse tan fácilmente con el director de Inteligencia del Ejército? ¿Qué secretos guardaba este químico que protagonizó el crimen más enigmático de los últimos tiempos? ¿Fue tan temido que podría convertirse en una verdadera bomba de tiempo?

A Berríos le llamaban el Conde. Era un hombre de buenos modales, para muchos brillante, pero de extrañas características. Admiraba a Napoleón, disfrutaba con libros de nazis y pensaba que la purificación racial era válida.

Su primera mujer, Viviana Egaña, con la que convivió más de 8 años, conoció todos sus secretos y su personalidad. A fines de los 60 ingresa a Patria y Libertad, donde conoce a Michael Townley, el norteamericano involucrado en el caso Letelier.

El químico era un hombre audaz y dispuesto a realizar cualquier tipo de misión. Quizás por eso es reclutado en 1974 por el propio Townley para formar parte de la DINA. Es allí donde Berríos conocería los más importantes secretos de la organización liderada por el general Manuel Contreras.

Eugenio Beríos pasó muchos días en la casa de vía Naranja, en Lo Curro. Allí trabajó junto a Townley en el llamado proyecto Andrea, que consistía en fabricar gas Sarín, un veneno que ataca el sistema nervioso produciendo síntomas de ataque cardiaco, convulsiones, pérdida de conciencia y la muerte.

Berríos se convierte así en el hombre del gas Sarín, capaz de fabricarlo y de saber perfectamente cómo ocuparlo y qué podía llegar a provocar en una persona… conocía los secretos de las armas químicas más letales que se fabricaban en Chile.

Aunque se ha dicho que el gas Sarín era un arma frente a una posible guerra, finalmente y de acuerdo a las propias declaraciones de Townley, fue ocupado para eliminar a personas que molestaban al régimen militar.

Para el abogado querellante, Héctor Salazar, los secretos que conocía Berríos se relacionan directamente con las armas químicas. De acuerdo al profesional, una vez que ya no se necesitó este tipo de armamento para la defensa, hubo intención de venderlo y hacer negocio con él en el exterior.

¿Sabía realmente de estos negocios? Berríos había trabajado en el complejo químico del Ejército con el coronel Gerardo Huber, quien se vio involucrado en el tráfico de armas a Croacia… Hace unos años Huber fue encontrado muerto en la orilla de un río en el Cajón del Maipo.

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La mano del Ejército chileno

«Hermes» era el alias usado por Eugenio Berríos como agente de la DINA: fue asesinado entre enero y marzo de 1993 y su cuerpo fue finalmente encontrado en abril de 1995 en la playa El Pinar, sepultado boca abajo, como se hacía con los traidores en la Edad Media.

Como dicen en las familias de la mafia: «este hombre sabía mucho». Básicamente por eso fue asesinado el brillante y tenebroso químico de la DINA Eugenio Berríos, llevándose consigo secretos sobre los asesinatos de Orlando Letelier, Carmelo Soria, los intentos de eliminar a varios enemigos uniformados de Manuel Contreras Sepúlveda, el proyecto de quitar el olor de la cocaína y el extraño fallecimiento de Eduardo Frei Montalva. No fue el único eliminado por sus «camaradas de armas» para ocultar estos delitos. Extraños suicidios y desapariciones acompañan esta historia de intriga y ocultamiento en que la principal rama de las Fuerzas Armadas aparece implicada hasta «más arriba del paracaídas».

«Suicidio» y desaparición uniformada

El 22 de octubre de 1977, tras ser visitado por altos oficiales de la DINA entre quienes estaba Manuel Contreras, apareció muerto en su domicilio el Director del Departamento Consular del ministerio de Relaciones Exteriores, Carlos Guillermo Osorio Mardones. La versión oficial habla de suicidio, pero todos los datos apuntan a un asesinato para impedir que declarara en el juicio contra la DINA por el atentado que cobró la vida de Orlando Letelier y Ronnie Moffit en Estados Unidos. El funcionario de la dictadura había sido Ministro Consejero en la embajada chilena en Argentina al momento del bombazo contra el general Carlos Prats y su señora, pero su decisiva participación en la entrega de pasaportes falsos a Michel Townley y Armando Fernández Larios, quienes viajaron a EE.UU. bajo los nombres de Williams Rose y Alejandro Romeral, lo implicaba directamente en el Caso Letelier.

Pero un caso aun menos conocido, el de Guillermo Jorquera Gutiérrez, aparece directamente relacionado con el final trágico de Berríos. Jorquera era un efectivo del Ejército destinado a la Dirección de Inteligencia del Ejército (DINE), que fue detenido el 23 de enero de 1978, alrededor de las 16:30 horas, cuando intentaba asilarse en la Embajada de Venezuela, ubicada en calle Bustos 2021, comuna de Providencia. La acción fue frustrada por el carabinero de punto fijo Carlos Garrido Sotomayor, quien procedió a detenerlo y conducirlo a la 14ª Comisaría de Carabineros, hoy denominada 19ª. En el cuartel policial, el Comisario Mayor Julio Mardones Ferrada, al enterarse de que se trataba de un militar, lo puso a disposición del capitán de Ejército Adolfo Fernando Born Pineda, también de la DINE, junto con el arma de fuego y la tarjeta de identificación militar (TIM) que portaba. Born lo trasladó hasta las oficinas del Director de la DINE, general de brigada Héctor Orozco Sepúlveda, dejándolo en la sala de espera, mientras él pasó a conversar con el general, quien le informó que Jorquera había sido dado de baja, por lo cual le ordenó le retirara su TIM y «lo despachara», orden que cumplió de inmediato. Orozco precisó en tribunales que había sido dado de baja el mismo día de su intento de asilo. La causa era por «necesidades del servicio», por un supuesto alcoholismo. Sin embargo, en otro oficio, el general Orozco indicó que la solicitud de baja había sido solicitada por la DINE el 22 de diciembre de 1977 a la Dirección del Personal de Ejército, solicitud que se reiteró con fecha 6 de enero de 1978.

Por otro lado, el coronel de Ejército Enrique Valdés Puga, subsecretario de Relaciones Exteriores en esa época, con fecha 29 de julio de 1976 había solicitado al ministro de Defensa los servicios de Guillermo Jorquera, en su calidad de especialista en Inteligencia Militar con experiencias en el área del ministerio de Relaciones Exteriores, para desempeñarse en el Departamento de Seguridad Ministerial. Esta solicitud fue acogida el 27 de agosto de ese año. El 9 de noviembre, el mismo coronel envió un oficio reservado al Director del DINE, informando la excelencia del trabajo realizado por Jorquera como asesor de la sección Análisis y a cargo de «Investigaciones Especiales». En estas funciones se desempeñó hasta fines del año 1977 y nada hacía prever que tuviera intenciones de solicitar asilo, como tampoco había causas aparentes para ello.

La salida de Jorquera coincide con el «suicidio» de Osorio y una herida de bala «accidental» en una pierna que lo mantuvo hospitalizado hasta el 12 de enero de 1978, y con yeso hasta el 20, un día antes de su frustrado asilo. La ex cónyuge de Jorquera afirma que su marido había sido marginado del Ejército «por el extravío de unos documentos del ministerio de Relaciones Exteriores, relacionados con el Caso Letelier». Desde el mismo día en que estuvo en la Dirección de Inteligencia, Guillermo Jorquera está desaparecido. Su familia sufrió diversos actos de intimidación y su esposa, funcionaria de FAMAE, fue despedida por «necesidades de la empresa». La DINE había iniciado la labor de ocultamiento.

Los secretos de «Hermes»

Eugenio «Hermes» Berríos era uno de los favoritos de Manuel Contreras en el trabajo de la DINA. El químico era considerado un genio en la investigación científica y el uso de sus inventos con fines de eliminar enemigos, por lo que fue destinado a trabajar en la casa que servía a Michel Townley como cuartel general, ubicada en la calle Vía Naranja de La Dehesa.

Entre los secretos que murieron junto a Berríos está el destino de las armas químicas que fabricó, entre ellas el gas Sarín, y acciones de tráfico de drogas que podrían involucrar no sólo a delincuentes comunes sino también a autoridades chilenas, peruanas y estadounidenses de ese entonces. Su esposa, Gladys Schmeisser, sabía de su amistad con Jorge Ricardo Alarcón Dubois, un ex detective que trabajaba como agente encubierto de la Drug Enforcement Administration, más conocida como DEA, que es acusada desde diversas partes como la mayor mafia del narcotráfico a nivel internacional. Otro de sus amigos era Máximo Isidro Bocanegra Guevara, un agente peruano de Vladimir Montecinos y narcotraficante que buscaba eventuales canales de comercialización de la cocaína y el trabajo de depurar esa droga en Chile, para lo que los conocimientos de Berríos eran absolutamente necesarios.

También era asiduo visitante de su casa Carlos Wahr Daniel, con antecedentes por robo y estafa en España, que trasladaba cocaína al extranjero para Hernán Monje Defonso, otro narcotraficante de peso. Otras amistades de Berríos eran Luis Gerardo de Azcuénaga González y el químico Samuel Rojas Zúñiga, con quienes «Hermes» buscó la forma de disfrazar la cocaína en forma de boldo en polvo y crearon la boldina.

Tiempo después, en una parcela de Melipilla perteneciente a Máximo Bocanegra, sería encontrado un completo laboratorio para refinar cocaína. En 1993, cuando Investigaciones allanó la casa de Berríos en la comuna de Providencia, halló un laboratorio de ese tipo. Esa misma pista condujo a los policías hasta Iquique, donde encontraron otro similar.

El Proyecto Andrea

En el «rubro» de las armas químicas, se sabe que Berríos tuvo a su cargo el desarrollo del gas Sarín, descubierto por científicos nazis durante la segunda guerra mundial, para convertirlo en un veneno no rastreable y así usarlo en la eliminación de opositores políticos, como también en arma de eliminación masiva en caso de guerra, pues en ese entonces apremiaba la situación con Perú o una posible triple confrontación incluyendo a Bolivia y Argentina.

El Sarín fue probado por lo menos en dos ocasiones: en el caso del asesinato del conservador de Bienes Raíces, Renato León Zenteno, y luego en el de Manuel Leyton, un agente de seguridad que había desobedecido órdenes. Se consideró también su posible utilización para asesinar a Orlando Letelier, para lo cual se introdujo en Estados Unidos un frasco de perfume Chanel Nº5 cargado con este gas. El plan de utilización del gas Sarín fue conocido como «Proyecto Andrea» y participaron otros tres expertos de los que sólo se conoce su nombre clave: Gaviota, Canario y Dag. Uno de ellos podría ser el bioquímico Francisco José Oyarzún Sjoberg.

Eugenio Berríos tenía una poderosa imaginación en materia de procedimientos letales. Dudaba si efectivamente el Sarín era indetectable, pues sabía que un elemento químico extraño puede ser rastreado con procedimientos cada vez más sofisticados. Por eso pensaba en un sistema «más natural» que matara sin dejar huellas (Ver recuadro).

La «Unidad Especial»

Cuando comenzaron a avanzar las investigaciones por crímenes de lesa humanidad, ya terminada la dictadura, se constituyó al alero de la DINE encabezada por Hernán Ramírez Rurange la denominada «Unidad Especial», organismo que se dedicaría a la protección de los inculpados y sus mandos. Todos los procesados por el asesinato de Berríos están relacionados con esta unidad operativa (ver recuadro).

La «Unidad Especial» se encargaría de sacar del país a Carlos Herrera Jiménez, cuando comenzaba a cerrarse el cerco del proceso por la muerte de Tucapel Jiménez; también a Luis Sanhueza Ross cuando éste partió rumbo a Argentina y luego a Uruguay, a fines de 1992, al ser conocida su autoría en la muerte del empresario Aurelio Sichel, financista de La Cutufa, y su participación en el asesinato de Jécar Neghme.

En el caso de Eugenio Berríos, el plan incluyó un viaje hasta Punta Arenas, una salida vía terrestre a Argentina y luego el traslado en barco hasta Montevideo, donde estuvo un tiempo junto a Herrera Jiménez. Para llevarle el sueldo a Berríos, que habría ascendido a tres mil dólares por mes, llegaban hasta Uruguay tanto Arturo Silva como Jaime Torres Gacitúa, acompañados del teniente (R) Raúl Lillo Gutiérrez.

Berríos fue enterrado en Chile el 9 de octubre pasado, pero su historia conocida y por conocer seguirá dando que hablar por mucho tiempo. La mano del Ejército aquí puso su firma.

Las sospechas de los Frei

Tantas han sido las sospechas de la familia Frei que apuntan al posible asesinato del ex Presidente Eduardo Frei Montalva, que finalmente presentaron una querella por asociación ilícita y obstrucción a la justicia ante el Sexto Juzgado del Crimen de Santiago, el mismo en que la magistrado Olga Pérez instruye el caso Berríos.

Una enfermera, testigo de esos días que prefiere mantener su nombre en reserva, relata que la Clínica Santa María era visitada frecuentemente por uniformados, quienes se paseaban en actitudes sospechosas, hasta que un día todo el personal de turno fue desalojado del piso en que estaba internado el ex Presidente, ingresando personas extrañas a la clínica. Luego de eso, Frei Montalva falleció.

Frei se había internado en noviembre de 1981, para operarse de una molesta esofagitis producida por una hernia al hiato, enfermedad crónica no mortal y ni siquiera grave. Tenía 71 años y se mantenía en perfectas condiciones físicas y mentales, aparecía como uno de los más conocidos opositores al régimen militar, luego de encabezar la campaña para votar No en 1980, cuando fue aprobada fraudulentamente la Constitución que rige hasta hoy. Tras el atentado sufrido por sus amigos Bernardo Leighton y Anita Fresno en Italia, Frei se pasó definitivamente a la oposición y entabló conversaciones reservadas con el Partido Comunista, que desde el primer minuto buscaba alianzas amplias en contra de la dictadura.

Luego de la agotadora campaña, que culminó con él como orador central en un atiborrado Teatro Caupolicán, decidió operarse. Hizo consultas con médicos chilenos sobre la conveniencia de hacerlo en el país y le fue garantizada la existencia de condiciones técnicas equivalentes a las de Estados Unidos.

Fue operado por un equipo dirigido por el doctor Alejandro Larraín, secundado por un grupo de médicos de alto nivel. Días más tarde aparecieron complicaciones, una obstrucción intestinal por adherencias peritoneales, que obligaron a una nueva operación el 6 de diciembre. Todo parecía todavía bajo control, pero se desencadenó un proceso infeccioso derivado del virus Proteus Providence, según se dijo, que motivó otra operación de urgencia. El cuadro patógeno no fue conjurado. Otra operación el 17 de diciembre marcó el comienzo del fin. Murió el 22 de enero de 1982.

En esos mismos días comenzaron los rumores. Era conocido el caso del general Augusto Lutz, jefe del Servicio de Inteligencia Militar al momento del golpe, fallecido después de una seguidilla de operaciones y tratamientos en el Hospital Militar. Su familia sostiene que fue víctima de la DINA, por oponerse al coronel Manuel Contreras ya convertido en hombre de confianza de Pinochet.

Otras informaciones, mencionadas por Carmen Frei, hablan de llamadas anónimas que advertían sobre un posible envenenamiento, trajines en la clínica de personas extrañas al cuerpo médico tratante y al personal auxiliar, y el rumor de la desaparición del protocolo de autopsia. Un mes después de la extraña muerte de Frei Montalva, sería asesinado salvajemente Tucapel Jiménez. La dictadura quedaba así sin dos de sus más peligrosos opositores públicos.

«Hermes», a esas alturas había desarrollado varias formas del gas Sarín, involucrado en el denominado Proyecto Andrea de investigación, aunque la ex esposa de Michel Townley, Mariana Callejas, recuerda que el locuaz Berríos afirmaba que «no había mejor manera de librarse de un indeseable que una gota de estafilococo dorado», bacteria de efecto violento que suele infectar los quirófanos de los hospitales. En esa línea, Berríos debe haber considerado también el envenenamiento mediante el desarrollo incontrolado de bacterias patógenas que normalmente existen en el organismo humano. De hecho, el mismísimo Odlanier Mena, sucesor de Manuel Contreras en el principal organismo represor de la dictadura y enemigo acérrimo del Mamo, estuvo a punto de ser envenenado con una bacteria que Eugenio Berríos obtuvo en el Instituto Bacteriológico.

Responsables en Chile y Uruguay

El denominado «Caso Berríos» llevaba años sin avances sustanciales, pero tras la paciente investigación encabezada por la magistrado Olga Pérez Meza y llevada adelante por el Departamento Quinto de la policía civil, los resultados comienzan a verse.

Entre los procesados aparecen encausados como autores del crimen los mayores en retiro Arturo «Mariano» Silva Valdés y Jaime «Salinas» Torres Gacitúa, quien fuera escolta de Pinochet cuando estuvo detenido en Londres. En tanto que, por obstrucción a la justicia, la jueza procesó al general (R) Hernán Ramírez Rurange, también implicado en el asesinato de Tucapel Jiménez; al teniente (R) Raúl Lillo Gutiérrez, ligado al crimen de Tucapel Jiménez; y al comandante (R) Pablo Rodríguez Márquez. La obstrucción a la justicia se refiere a las muertes de Orlando Letelier y Carmelo Soria, puesto que Berríos fue sacado del país y finalmente asesinado para evitar su testimonio en esas investigaciones.

Como encubridor del delito de obstrucción a la justicia fue encausado el general (R) Eugenio Covarrubias Valenzuela, quien asume la dirección del DINE teniendo conocimiento de la «estadía» de Berríos en Uruguay. Otros que aparecen vinculados al crimen son el comandante Mario «Alejandro» Cisternas y el capitán Luis Arturo Sanhueza Ross, implicado en las muertes de Jécar Neghme, José Carrasco, Abraham Muskatblit, Felipe Rivera, Gastón Vidaurrázaga, la Operación Albania y la desaparicióndecincojóvenesrodriguistasen septiembrede1986. También está el nombre del general (R) Emilio Timmerman, quien ejercía el cargo de agregado militar en la embajada de Chile en Uruguay y reconoció ante otro delegado que Berríos estaba en Montevideo.

Aunque no es posible investigar desde Chile las responsabilidades de altos oficiales uruguayos en este asesinato, el proceso identifica como partícipes al actual teniente coronel

Eduardo Radaelli, por ese entonces capitán; el teniente coronel Tomas Casella, que aparece por esos mismos días paseando junto a Pinochet por las calles de Montevideo; y el también teniente coronel Wellington Sarli Pose. Todos ellos, al menos, participaron de la entrega de Berríos, refugiado en una comisaría uruguaya, a los militares chilenos que lo ultimarían. El protocolo de autopsia realizado por la especialista Patricia Hernández asegura que Eugenio Berríos fue asesinado con dos armas diferentes, una sería chilena y otra uruguaya, como forma de sellar un pacto de silencio entre agentes de organismos de seguridad de ambos países. El Plan Cóndor volvía a funcionar.

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