“Derechos y humanos”

La dictadura inaugurada en marzo de 1976 tuvo una diferencia sustancial con las anteriores en la intensidad y profundidad de las políticas aplicadas.
Si bien los golpes buscaron por lo general transferir ingresos del conjunto hacia las elites agroexportadoras y los grupos financieros, lo que exigía represión interna, nunca como hasta entonces el terror sistemático había adquirido el rango de principal política de Estado.

Nunca tampoco la Doctrina de la seguridad alcanzaría tal precisión. Lo definió el general Ibérico Saint-Jean en mayo de 1977: “Primero mataremos a todos los subversivos, luego a sus colaboradores y simpatizantes, luego a los indiferentes, y finalmente a los indecisos”.

Con su enormidad, no eran nada nuevo; se precisaba la idea que, cinco meses antes del golpe, había trazado el general Videla en la VIII Conferencia de los Ejércitos Americanos: “Si hace falta, morirán en la Argentina todas las personas necesarias para que vuelva la paz”.
Ya para ese entonces las FFAA transitaban el último tramo de su camino hacia el control total, un plan pergeñado dos años antes en el estudio de José Alfredo Martínez de Hoz, ensayado con el “rodrigazo” y en el aspecto represivo por la Triple A.

Para cuando los sindicatos alcanzaron a reaccionar, desplazando a Celestino Rodrigo y poniendo en fuga a López Rega, ya era tarde para revertir la brutal transferencia de ingresos hacia las elites e impedir la instauración del terror a través de la Triple A, en cuyo accionar estuvieron implicadas directamente las FFAA., tal como lo confirman documento desclasificados recientemente del Departamento de Estado norteamericano.

La dictadura contó con un variable grado de adhesión en distintos sectores de la sociedad, en un principio importante. Varios factores contribuyeron. La plata dulce, el deme-dos y la bicicleta financiera permitieron la adhesión en ciertos ámbitos empresarios con apoyo estatal por el orden que se establecería, tanto como por el aumento de las tasas de ganancia, junto con los sectores medios ligados a los servicios y los más alejados de los ámbitos urbanos. El amplio silencio que se extendió por el país duró, a lo sumo, los dos primeros años, pero entretanto, no eran pocos los que se movilizaban de distinta manera para defenderse, resistir o cuestionar ese orden.

Mientras se perseguía el más elemental disenso, la política económica inaugurará una fase de desindustrialización y flexibilización laboral que se prolongaría por décadas, incluso en la democracia. La pérdida de conquistas sociales y fuentes de trabajo no tardaron en provocar miles de pequeñas medidas de fuerza que alcanzaron su pico en 1979, y a las que la dictadura, muchas veces en complicidad con la empresa y sindicalistas cooptados, reprimió con los métodos habituales.

Las universidades fueron silenciadas mediante una fuerte “limpieza”. La jerarquía eclesiástica conservadora extendió su influencia en el ámbito educativo. El autoritarismo fue alentado en todos los órdenes de la vida microsocial, mientras los Entes de Calificación prohibían o recortaban libros, revistas, películas, teatro y televisión.

Las ciudades fueron objeto de un reordenamiento autoritario. Una ley de 1978 que descongeló los alquileres provocó una migración obligatoria a los suburbios, mientras las villas miseria eran arrasadas, abandonando a las familias en terrenos privados de servicios de agua y electricidad. Las autopistas destruyeron barrios enteros.

Como todos éramos considerados sospechosos, cualquier actividad -como la de los familiares que recorrían juzgados, cuarteles, hospitales y comisarías, o la de algunos abogados que se atrevieron a presentar habeas corpus- se hacía con riesgo de vida.

Meses antes del golpe se había creado la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH), compuesta por personalidades de distintos ámbitos. A meses del 24 de marzo se formó Familiares de Desaparecidos y Detenidos por Razones Políticas, y las Madres iniciaron en abril de 1977 una tozuda e memorable tarea de reclamo. La ferocidad de la represión incluyó a los hijos de los señalados como subversivos, nacidos en cautivero o entregados como botín. Quienes los buscaban se conocieron desde entonces como Abuelas de Playa de Mayo.

Miembros de distintas confesiones formaron el Movimiento Ecuménico por los Derechos Humanos (MEDH), que brindó apoyo y contención a la víctimas, contra el silencio cómplice de la mayor parte de las cúpulas religiosas, aunque no faltaron sacerdotes entre los victimarios. El Servicio Paz y Justicia (SERPAJ), la Liga por los Derechos del Hombre y el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) participaron en la búsqueda de desaparecidos, difundieron en el exterior lo que sucedía y diseñaron estrategias jurídicas.

El exilio forzado de los que lograron evadir el aniquilamiento fue haciendo conocer a la opinión pública mundial lo que estaba pasando mediante numerosos foros y organizaciones.

Se destacaron las Comisiones de Solidaridad de Familiares de Presos, Desaparecidos y Asesinados (COSOFAM), presentes en Europa y América. La Comisión Argentina de Derechos Humanos (CADHU) acreditó denuncias ante la Asamblea Nacional (Parlamento) de Francia y en la Organización de las Naciones Unidas (ONU).

Para lograr sus objetivos, la dictadura practicó la desaparición masiva y la sistemática negación de que algo semejante existiera, confiando en el efecto aterrador que ello tendría en la sociedad. Y lo consiguió por un tiempo, aunque sus efectos más profundos se harían sentir por décadas.

Mientras tanto, grupos de argentinos que se resistían al terror comenzaron a establecer lazos de solidaridad obligadamente clandestinos, apoyo afectivo, centro de investigación, de discusión y difusión de una cultura silenciada a tiros, alejándose tanto del clima de hipocresía generalizado como de la represión.

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