Democracia y autoritarismo

El darle a las palabras un significado del que carecen suele provocar algunas confusiones y con frecuencia ser un instrumento de tergiversación y manipulación. La más abusada de todas ellas probablemente sea democracia, tal vez en virtud de gozar, en líneas generales y muy especialmente en el último medio siglo, de muy buena prensa.

Había que ser muy taura para confesar que uno se pasaba la democracia por el cuarto, moda que fue perdiendo adeptos de Luis XIV a Franco, pasando por Adolf Hitler, José Antonio o Napoleón Bonaparte, hasta llegar al extremo de que regímenes que negaban la democracia no sólo en los hechos -que eso lo hace cualquiera- sino en sus mismos principios teóricos, como pueden ser los que se sustentan en la dictadura del proletariado, usaron con frecuencia el aditamento de “democráticos”.

Ha sido habitual, por otra parte, que numerosos derechos individuales a menudo fueran cercenados en nombre de la democracia, o que se la pretendiera identificar con determinados regímenes políticos, de las mencionadas dictaduras proletarias a las repúblicas de corte representativo y hasta -ya en tren de extravagancia- más de una monarquía.

Tanto maltrato y abuso llevó a la pérdida de sentido de un vocablo compuesto, de origen griego y de significado muy sencillo: en tanto demos equivale a pueblo y cracia a gobierno, democracia no puede equivaler a otra cosa que a gobierno del pueblo.

Es bien cierto que a su vez pueblo no ha nombrado a lo largo de los años la misma cosa. Sin ir muy lejos, para los propios griegos tenía una acepción muy restringida en tanto aludía a los ciudadanos de urbes habitadas por una variedad mayor de seres humanos a los considerados estrictamente ciudadanos, integrantes del pueblo.

Es verdad también que la noción de seres humanos ha variado con los años, pero existe al día de hoy la convicción bastante extendida de que pueden ser considerados tales todos los miembros de la especie homo sapiens sapiens, incluyéndose en ésta, según los más renombrados biólogos y antropólogos, a negros, esquimales, coreanos, bolivianos, cartoneros y hasta a los pobres en general.

Vale decir que la antigua restricción griega ha perdido parte de su original rigidez a medida que se han ido flexibilizando los requisitos tanto para formar parte de la especie como para ser considerado ciudadano, si bien cada tanto emergen en diversas sociedades algunos grupos o personas chapadas a la antigua empecinadas en recobrar las viejas y nobles tradiciones.

Por tanto, no creemos incurrir en extremismo de ningún tipo al considerar pueblo a la gran masa de habitantes de un lugar, con independencia de su profesión, raza, clase social, creencia religiosa o gustos sexuales, aun tomando en cuenta ciertas restricciones de uso, como la de ciudadanía, condición a la que al menos en países como el nuestro es posible arribar mediante bastante sencillos trámites burocráticos.

Fijado el objeto -o más bien el sujeto- a que nos referimos, cabe preguntarse de qué manera ese pueblo puede ejercer su gobierno, lo que básicamente quiere decir: tomar las decisiones. Si bien en este punto muchas personas caen en la tentación de imaginar sistemas, estamos todavía en un momento previo, el de los principios sobre los que asentar tal o cual sistema.

Y este momento consiste en establecer un modo en el que la opinión del pueblo puede ser evaluada, aunque más no sea en forma aproximativa. La lotería de cartones, por ejemplo, amén de engorroso como método, resulta algo incongruente con la condición básica de la categoría pueblo, puesto que si hay algo de lo que dicha categoría no se compone, eso es del azar.

Lo mismo podría decirse de la belleza, o de la estatura, o de la afinación: decide el que cante más lindo. ¿El que corra más rápido? ¿El que salte más alto? ¿Cómo diablos establecer un modo de determinar la opinión del pueblo?
Atentos a que uno de los rasgos del pueblo es la cantidad, no han sido pocos los teóricos que se han inclinado por darle más importancia al número que al oído musical. Es una convención, desde luego, ya que el método podría ser cualquier otro, incluyendo los mencionados, pero existe cierto consenso en considerar que esa convención no es del todo irracional, si bien es frecuente que aquí o allá surjan perfeccionistas que busquen darle una mayor coherencia por medio de la limitación. La de leer o escribir, o la de pagar impuestos o declinar un verbo irregular.

No tiene importancia, con o sin restricciones, el método aceptado como más idóneo sigue siendo el del número: la democracia consiste en que el así llamado pueblo gobierne -tome las decisiones- según un criterio numérico, que no es el de los números primos, o los pares o los múltiplos de 37, sino el de la cantidad: tal o cual opción se impone por sobre tal o cual otra según el número de personas que se inclinen por ella.

Hemos aislado entonces el principio básico, la convención primera sobre la que es posible construir el sistema que mejor se adapte a las características específicas de la democracia de cada pueblo: se decide siempre y en todos los casos, por mayoría.

Esta circunstancia ha llevado a algunos temperamentos apasionados y a espíritus románticos a prorrumpir en hipérboles tales como “La voz del pueblo es la voz de Dios” o a discutibles juicios de valor del estilo de “La mayoría siempre tiene razón”, una exageración sin fundamento: la razón no va a andar dependiendo de proporciones numéricas circunstanciales y hasta variables. Lo que sí tiene la mayoría es derecho, el inalienable derecho de tomar las decisiones que más le apetezcan.

Esto es democracia: el gobierno del pueblo expresado a través de la decisión de la mayoría. Es sobre este principio esencial que a lo largo de las épocas y de diferentes costumbres, geografías, condiciones y limitaciones impuestas por la realidad, se han construido sistemas de mayor o menos complejidad, con el declamado propósito de facilitar la expresión de esa mayoría, hecho que a menudo hace olvidar el modo básico y primordial en que esa mayoría puede manifestarse: la forma directa.

Dicho de otro modo: la democracia en su versión más pura y auténtica es la democracia directa. Ante dos o más opciones, se levanta la mano o se mete un papelito en una caja, se cuenta y la opción que recibe mayor número de apoyos se transforma en decisión.

Es bien cierto que en grupos humanos multitudinarios asentados en espacios geográficos dilatados, la decisión directa tiende a hacerse engorrosa, dificultad que ha alentado la creación de sistemas representativos: el pueblo, impedido de tomar muchas decisiones en forma directa y casi a diario, fraccionado por lo general según cercanía geográfica, designa a aquellos que en representación de las diferentes secciones, están en más capacidad de reunirse y decidir cuanta vez se requiera, en razón de conformar un ámbito menos numeroso que el del pueblo reunido en asamblea.

Esto es importantísimo: el número de representantes debe ser menor al número de ciudadanos que los eligen pues si cada ciudadano designara a un representante en particular estaríamos en el mismo lío. La consecuencia obvia es que los representantes son mucho menos numerosos que los representados y distan mucho de, en sí mismos, ser el pueblo.

Mediante su propia complejidad, estos sistemas buscan simplificar lo complejo, según un propósito originario: facilitar la decisión de la mayoría del pueblo. Los hay de diversa naturaleza y características y en líneas generales pueden distinguirse dos clases: republicanos y monárquicos-parlamentarios, diferencia que es más bien de tipo operativo.

Lo esencial es que su función consiste en reemplazar y administrar la decisión popular directa habida cuenta las complejidades derivadas del crecimiento demográfico y la dispersión territorial, aunque debe dejarse en claro que los obstáculos de tipo práctico no son estáticos: a la vez que las sociedades se tornan complejas debido al crecimiento demográfico y la expansión territorial, hijos del desarrollo tecnológico, ese mismo desarrollo tecnológico a su vez puede facilitar la recuperación en términos prácticos de aquella simplicidad perdida.

Baste recordar el modo en que los avances en materia de transportes y comunicaciones acortan las distancias y reducen los tiempos hasta el punto en que las dos coordenadas de hierro -espacio y tiempo- que atenazaban toda acción humana, en la actualidad prácticamente han desaparecido.

Una orden ya no demora semanas en llegar del pueblo a su representante, ni éste se encuentra a distancias enormes de aquellos que le han dado su representación, puesto que todo puede comunicarse en forma instantánea, siendo a la vez los desplazamientos cada día más veloces.

Estos asombrosos logros tecnológicos deberían servir de facilitadotes de la democracia, esto es, de que el pueblo esté en condiciones de retomar en sus manos todas las materias sobre las cuales pueda práctica y efectivamente decidir en forma directa.

Sin embargo, el proceso ha sido diferente y casi inverso: el desarrollo tecnológico ha sido usado para complicar todavía más las cosas y alejar las decisiones del único órgano que las legitima: el pueblo.
Ocurre que en esta suerte de ínterin entre complicación de las sociedades y simplificación tecnológica, han surgido del seno no del pueblo sino de sus intermediarios, diversas teorías cuyo propósito central, y a veces descarado, es trasladar el ámbito de la soberanía, del pueblo a sus representantes.

La petulancia mayor en este sentido se puede encontrar en un párrafo de la constitución argentina que ninguna de sus diferentes reformas intentó eliminar: “El pueblo no delibera ni gobierna sino a través de sus representantes”. Traducido al orden práctico significa que el pueblo no delibera ni gobierna pues los que deliberan y gobiernan son sus representantes. Cualquiera está en su derecho a considerarla una buena fórmula a condición de que no pretenda creer que se trata de democracia, cuyo significado es exactamente el opuesto.

En atención a las complejidades y limitaciones de la época en que fue redactado, ese párrafo debería haber dicho: “Los representantes no deliberan ni gobiernan sino por mandato del pueblo”, y en virtud de los avances tecnológicos, en la actualidad bien podría rezar: “El pueblo delibera y gobierna, a través de sus representantes y de cualquier otro medio que encuentre adecuado”.

Surge con nitidez, de sus propias palabras, que el sistema ideado o adoptado por los constituyentes de 1853 es de categoría republicana, de características representativas y de orden federal, pero bajo ningún punto de vista de naturaleza democrática, en tanto se fundamenta en una prohibición -la de gobernar y deliberar- que niega la esencia misma de la democracia, el gobierno del pueblo.

Esto ha llevado a un embrollo muy corriente: el de confundir democracia con sistema republicano, siendo que no sólo no son términos equivalentes sino que ni siquiera son sinónimos. Por empezar, la democracia no es un sistema, sino un principio: la soberanía reside en el pueblo, que delibera y decide por mayoría.

Un sistema puede ser -o no- el modo en que ese principio se vuelve efectivo. En segundo lugar, una república es un sistema político que prescinde de la existencia de un monarca. Por definición, podría decirse que tiende a ser más igualitario que una monarquía, pero eso en modo alguno lo vuelve sinónimo de democracia, que es el gobierno del pueblo y no el gobierno de los iguales.

Es más, ese igualitarismo republicano implica una discriminación o constituye una redundancia: si el pueblo delibera y decide por mayoría, la distinción de “iguales” no viene a cuento de nada, pues está implícita en la propia categoría de pueblo y en el principio mismo de democracia. Cuando es preciso distinguir los iguales, significa que hay desiguales.

En suma, que el igualitarismo republicano puede ser democrático, pero puede muy bien ser aristocrático, y lo es toda vez que se coloque por encima del respeto al principio democrático la obediencia a las características republicanas. En otras palabras, en democracia un sistema republicano puede ser un instrumento del pueblo, pero no es democracia cuando el pueblo de transforma en la coartada de ese sistema republicano.

Llegados a este punto sería bueno ponerse de acuerdo en aquello a lo que realmente se alude cuando se nombran las cosas, y no debiera verse nada de objetable en que alguna persona rechazara el principio democrático, a condición de que lo aclarase explícitamente; de otro modo, nadie acaba nunca por saber de qué se está hablando.

Uno de esos momentos en que nadie termina de entender de qué se está hablando es cuando se alude al derecho de las minorías dentro de la democracia. Cualquier papanatas es capaz de despacharse muy suelto de cuerpo con un: “La mayoría debe respetar el derecho de la minoría”, sin que nadie le pregunte: “¿Qué derecho tiene la minoría que la mayoría deba respetar?”

Si se alude al de manifestarse, va de cajón que sí, que ese derecho debe ser respetado pues hace a la esencia de la democracia: ¿cómo establecer qué es mayoría si no existe una minoría? ¿Y cómo puede existir una minoría si quienes sostienen una postura a la postre minoritaria, no han podido expresar esa postura que resultará minoritaria? Y más importante aun: ¿cómo es posible determinar de antemano qué dice la minoría y qué la mayoría si no se sabe qué diablos dirá cada quién pues nadie ha podido manifestarse?

Y si a alguien no se le permite manifestarse ¿cómo se sabe si lo que tenga que proponer será parte de una decisión mayoritaria o de una postura minoritaria? No permitir que se manifiesten las opciones minoritarias es también impedir que se manifieste la mayoritaria. Es decir, el derecho a manifestarse libremente es mucho más que un derecho: está en la naturaleza misma de la cosa llamada democracia.

No estando vedado a las minorías el manifestar sus opiniones, a poco que nos detengamos a ver qué se quiere decir cuando se reclama airadamente “el respeto al derecho de la minoría”, comprobaremos que en general no se alude al derecho de manifestarse sino al derecho a decidir, de donde llegaríamos a la aterradora conclusión de que la democracia consiste en que el derecho de la mayoría se limita a reconocer el derecho a decidir que tiene la minoría, una fórmula sin pie ni cabeza que llevaría a circunstancias por demás engorrosas, como la de que todos se empecinaran en ser minoría con propuestas a cada una más a propósito de producir el disgusto público, la democracia antipopular, una auténtica contradicción en los términos.

Bien distinto, en cambio, es sugerir que conviene a las mayorías, a la hora de decidir, el tomar en cuenta las opiniones de las minorías, lo que al parecer contendría cierta sabiduría: resulta adecuado que en aras de lograr una mayor continuidad de las políticas públicas se busque llegar al más amplio consenso posible, pero el tomar en cuenta o no la opinión minoritaria sigue siendo una facultad, una atribución exclusiva y optativa de la mayoría, que puede incidir en la continuidad de las políticas pero que no afecta en lo más mínimo al principio de la democracia. Por si no ha quedado claro, este principio es que la mayoría decide y la minoría a lo sumo refunfuña.

Si se habla de otra cosa, debería quedar claro que se habla de otra cosa, y no de democracia.
Existen ciertos indicios que permiten suponer que al insistir en el derecho de la minoría se habla de otra cosa, muy coincidente con cierto discurso que, al menos como discurso, había quedado sepultado bajo los escombros de los regímenes totalitarios, pero que ha sido exhumado en los últimos tiempos por “expertos” de varias universidades, “referentes” sociales y publicistas de poca monta según los cuales el requisito esencial del Estado, del cual emergería su autoridad, sería su capacidad de infundir temor.

Así, para algunos de estos expertos, el surgimiento en varios países de Latinoamérica de suertes de estados paralelos fundados en el poder del narcotráfico se explican por la capacidad de estos narcotraficantes para aterrorizar a la sociedad con mayor eficiencia de la que la aterroriza el Estado propiamente dicho, concepto que en su momento hizo suyo el señor Adolf Hitler -aclaración hecha sin ánimo peyorativo sino en tren de exactitud histórica- y que sintetizó maravillosamente el señor Mariano Grondona: “Cuando le tenemos más miedo a los delincuentes que a la policía, estamos en problemas”

No se trata de un lapsus lingüístico ni mental del señor Grondona, como podrían pensar numerosos profesionales de la salud, tal vez confundidos del uso del plural con propósitos pedagógicos: la afirmación debería traducirse así: Cuando ustedes le tienen más miedo a los delincuentes que a la policía, nosotros estamos en problemas.

No es extraño que ambos discursos -éste y el que propugna la defensa del derecho de la minoría- tengan los mismos emisores, pues son en esencia coincidentes y se basan en un mismo principio: si la autoridad del Estado emana de su capacidad y eficiencia para infundir temor en el pueblo es porque no es el instrumento mediante el cual el pueblo hace efectivas sus decisiones mayoritarias, sino que es el medio del que se vale la minoría para ejercer su pretendido derecho a decidir a expensas de lo que piense la mayoría, que por tal motivo debe ser contenida mediante el temor que es capaz de infundir en Estado.

No sólo existieron expertos de bolsillo, referentes y publicistas que sostuvieron con claridad estos principios en el pasado, sino que hubo filósofos notables y numerosos jurisconsultos y políticos que los fundamentaron y los hicieron suyos, pero ninguno incurrió en la extravagancia de creer o pretender que se tratara de “principios democráticos”; por el contrario, estas gentes pregonaban a viva voz las virtudes del autoritarismo emanado del principio aristocrático, otro vocablo compuesto y también de origen griego cuyo significado es “gobierno de los mejores” en contraposición al defectuoso “gobierno del pueblo”, o democracia, que viene a ser el gobierno de los cualquiera.

La confusión conceptual reinante en nuestro país tiene alguna relación con el uso avieso y conciente de la falacia, pero también en un esloganismo simplificador surgido probablemente del modo traumático en que se procesaron, desde el fondo de nuestra historia, los conflictos sociales y las luchas políticas, con la recurrente intervención de regímenes de fuerza.

Esto ha llevado a la falsa idea de que lo opuesto a la democracia es la dictadura -siendo que, como el vocablo república, dictadura alude a un régimen y no a un principio- cuando resulta ser que lo opuesto a la democracia es la aristocracia, sea ésta republicana, monárquica o dictatorial, puesto que se trata de principios antagónicos y excluyentes. Uno se sostiene en el derecho de las mayorías a decidir, mientras el otro se funda en que quien detenta ese derecho es la minoría, para lo cual, inevitablemente debe recurrir al poder de coacción del Estado concebido como instrumento de opresión popular.

Si le añadimos a esta combinación una tercer “idea”, en cierto modo recurrente y muy en boga en los países periféricos en las últimas décadas, a veces llamada “subsidiariedad” del Estado, “desregulación” o “no intromisión”, nos encontraremos ante una circunstancia notable: la de que conceptos a primera vista tan contradictorios anidan en las mismas cavernas, contradicción que desaparece en la práctica: toda aristocracia, como gobierno de una elite o gobierno de la minoría, tenderá a tomar las decisiones en primer término en función del beneficio de unos pocos, y siendo esos pocos (cualquiera se trate del principio inicial de selección) quienes detentan mayor poder económico, el instrumento de ejecución de las decisiones -principalmente el Estado- no deberá interferir en el manejo de los negocios como no sea para favorecer a quienes detentan el poder económico y la atribución de tomar las decisiones.

Aunque a la vez necesitará ser lo suficientemente aterrorizador como para mantener en vereda a aquellos que pretendan imponer la decisión de la mayoría, derrumbando así las bases mismas de cualquier sistema aristocrático, se trate de una monarquía, una dictadura o una república.

Surge de la lógica que, en tanto la mayoría no sea víctima de algún engaño circunstancial, o no se vea sometida a presiones tales que la lleven a negar su propia esencia, la decisión mayoritaria difícilmente aliente un Estado ausente en materia económica y a la vez de naturaleza opresiva, cuyo principal objeto de represión sería ella misma. Es por esa razón que un Estado que permita la expoliación de las mayorías y a la vez sea opresor de las mismas no suele ser el instrumento elegido para poner en práctica las decisiones de una democracia, pero sí lo es, por regla, el de las aristocracias.

De darles a las palabras el significado que realmente tienen veríamos con meridiana claridad cómo ese discurso que en nombre de la democracia sostiene el respeto al derecho de la minoría, altera de ese modo la esencia misma de la democracia, a la vez que pretende un Estado ausentista en materia económica y reclama la creación de un Estado lo bastante autoritario como para imponernos temor.

Es así, queridos alumnos, la manera en que confundiendo las palabras y tergiversando los significados, se quiere hacer pasar gato por liebre y vendernos con el envase de la democracia lo que no es otra cosa que aristocracia y autoritarismo.

Esto es todo por hoy y buenas tardes.

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