La plata de Potosí financió, vía España, la Revolución Industrial en Inglaterra. El palo campeche y el añil, el azúcar, el cacao, el café, la lana y los cueros vacunos les siguieron en el tiempo.
Luego llegó el turno del nitrato que se extraía de Chile -que, como el caucho, terminaría reemplazado por su equivalente sintético- para fertilizar los suelos europeos; el cobre y el estaño, tan “estratégicos” en su tiempo como el petróleo hoy en día; el trigo y la carne argentinas que alimentaron a Inglaterra desde la guerra de los boers hasta la de 1939…
Una larga lista de materias primas y productos primarios explotados hasta el límite en los países periféricos de Asia, África y América Latina, contribuyeron a acrecentar la riqueza del Norte, todo ello fundado en las consabidas teorías económicas en las que los países exportadores de productos industriales, tecnología y pensamiento, se ofrecían como modelos de excelencia que siempre estaban más y más adelante, inalcanzables.
¿Qué cambió en esta larga historia común de explotación de recursos naturales?
Poco y nada, excepto que el perfil de esas economías fue transformándose de acuerdo a los cambios de la demanda y a los imperativos tecnológicos, y que la producción de bienes, paralela a la creación incesante de necesidades artificiales, se fue multiplicando astronómicamente.
Mediante un control estricto del mercado y las reservas de estaño, EEUU mantuvo a Bolivia -por decenas de años- en la condición de país sumiso a sus políticas. Claro que los bolivianos no lo aceptaron mansamente, pero eso es otra historia.
No es casual entonces que YPF haya sido privatizada en los 90, a principios de un ciclo donde el petróleo se iría convirtiendo en un bien primordial, insustituible para el modelo industrial, y causa de políticas de agresión en todo el mundo.
Y no fue solamente sacarla de la órbita estatal, único reaseguro de control social, sino también el saqueo de sus reservas, causal de fuertes cambios en la tenencia de activos financieros de los accionistas, y la extracción salvaje en función de agotar rápidamente el recurso.
Téngase en cuenta que en la crisis de 1973 la OPEP elevó los precios del crudo en casi un 400% e incrementó el precio del barril a 12 dólares, gracias a los acuerdos secretos entre las grandes productoras y los jeques saudíes; y hoy se cotiza a más de 70 dólares.
Algo similar sucedió en Bolivia, el gran productor sudamericano de gas. Y con las interconexiones de los gasoductos a Chile, mientras se dejaba de abastecer al mercado interno, para exportar a EEUU productos con gran valor agregado a costa de la hiperexplotación de los yacimientos locales.
Otro fenómeno de explotación intensiva de los recursos latinoamericanos fue el implante masivo de soja, la panacea de los laboratorios del complejo genético-farmacéutico norteamericano, mediante el uso masivo de desfoliantes, que además cambió la estructura de propiedad de la tierra de uso agrícola.
América Latina no es el proveedor exclusivo de materias primas al Primer Mundo.
Países africanos inmensamente pobres como Nigeria y el Congo tienen el raro privilegio de ser grandes exportadores mundiales de petróleo, uranio, cobre, níquel y de ciertos minerales raros utilizados para sostener las industrias de los semiconductores. Algunos países asiáticos comparten ese raro privilegio. Y la península arábiga, además, es un polvorín sólo por el petróleo que guarda su subsuelo.
Además de la soja, el petróleo y los minerales raros, luego apareció la forestación masiva con especies exóticas.
Mientras el implante de soja produjo sólo en Paraguay la desaparición de 450 mil hectáreas de bosques nativos, Uruguay tiene 700 mil hectáreas (parte de ellas de sus tierras agrícolas) con bosques de eucaliptos, en base a un plan motorizado por el Banco Mundial.
Si la soja es un insumo para producir carne animal de posterior consumo humano, los pinos y eucaliptos lo son para la fabricación de celulosa, insumo del papel continuo. En uno y otro caso, con explotación intensiva de la tierra, escasa utilización de mano de obra, siempre no calificada, y mínimo valor agregado.
Por eso, la contaminación que producirá la instalación de plantas productoras de celulosa a orillas del río Uruguay no es un problema exclusivamente ambiental sino político, derivado de la sobreexplotación de los recursos naturales para la producción del Norte.
Sólo la finlandesa Botnia producirá un millón de toneladas anuales de celulosa, más de lo que producen las 60 plantas existentes en Argentina, que abastecen exclusivamente el mercado interno.
Parte de ella volverá al Uruguay importada como papel, un producto caro. No son pocas las voces que se han alzado en ese país, advirtiendo de esta paradoja.
El esquema es similar al modelo de las lanas argentinas que se exportaban (sucias, sin valor agregado) a las textiles de Manchester y retornaban a nuestro país como los más finos casimires ingleses.
Consecuencias, nuevas y conocidas
La explotación intensiva agrícola y minera, además, cambió profundamente el medio ambiente. Regiones desérticas se volvieron fértiles, pero también sucedió lo contrario. Las obras hidroeléctricas alteraron el curso y caudal de los ríos, produciendo desplazamientos de población y desertización aguas abajo.
La biodiversidad, necesaria para que un sistema natural se encuentre en equilibrio inestable, fue reemplazada por monocultivos intensivos, y luego por el uso masivo de fertilizantes y desfoliantes. Los bosques naturales fueron perdiendo terreno ante la agricultura industrializada.
Por su parte, los medioambientalistas no han resuelto seriamente la cuestión de cómo preservar la biodiversidad cuando también existe el problema de alimentar a poblaciones crecientes y a la vez satisfacer las demandas de la economía.
Existen varias opiniones sobre sustentabilidad de los ecosistemas, pero no todas son serias. El Banco Mundial ha desarrollado recetas sobre el tema, pero nadie puede creer que respondan a las necesidades de los pueblos y de los países sobre los cuales caen como peludo de regalo.
Pareciera haber una conciencia individual creciente del problema, por ejemplo a través de la educación de las nuevas generaciones, pero los grandes grupos económicos tienen prioridades muy distintas, y es probable que cuando, en un futuro lejano y por efectos de la educación, se tenga conciencia general (si es que existe algo así, entendido como la suma de millones de conciencias individuales y descontextuado del poder y la manipulación mediática), ya sea demasiado tarde.
Esa conciencia educativa, por otra parte, está situada: los alumnos de EEUU aprenden que la Amazonia, lejos de ser un territorio soberano del Brasil, es “patrimonio de la humanidad” que el gobierno de ese país custodiaría. Por eso, no debemos ser tontos.
Con el atractivo de sus altos precios internacionales, el cultivo de soja transgénica lleva insensiblemente a una economía de monocultivo. Los ambientalistas han alertado -aunque sus voces siguen cayendo en el vacío, como si exageraran- sobre las múltiples consecuencias del uso de esa oleaginosa en la salud humana, el agotamiento de la tierra, el uso masivo de herbicidas y fertilizantes y el desequilibrio del medio ambiente.
Sin embargo, en gran medida toda la política fiscal argentina depende de la exportación de soja, por la magnitud de las retenciones que produce, de modo que, como en la publicidad presidencial que toma Mike Nichols en Primary Colors, no es sensato cambiar de caballo en la mitad del río.
Como con la contaminación del Riachuelo, en algún momento la sociedad argentina deberá discutir seriamente qué sucede con el modelo sojadependiente, antes de que no tenga remedio.
Y hay nuevos prejuicios además de los mencionados: Monsanto y otros laboratorios consideran justo cobrar regalías no sólo por el poroto sino en todo proceso donde la soja sea un insumo, con lo cual cada consumidor debería abonar su cuota-parte a ese laboratorio con sede en St. Louis, Missouri, por cada perfume, carne industrializada, golosina, medicamento, leche adicionada y otros miles de productos que la utilizan de distintas formas.
Todo ello pone en seria duda la racionalidad de este estado de cosas.