En esa prehistoria donde fue a parar mi infancia, yo vivía
en Martín García y Montes de Oca, en una casona que ya entonces
era vieja, pegada a la parroquia de Santa Lucía.
Los domingos, después del almuerzo, mi abuelo y yo recorríamos
a tranco lento la vieja calle larga hasta la altura de la Plaza Colombia y allí encarábamos por Brandsen las cuadras que restaban
para alcanzar la Bombonera.
Recuerdo de aquellos tiempos apacibles, una tarde en que mi abuelo me presentó en un acto a un anciano sonriente y de modales francos y me dijo, como orgulloso del momento:
— Jorgito, saludá al Presidente Illia, al que además ahora le debemos la futura Ciudad Deportiva…
Mi recuerdo del ambiente está más cerca hoy en día de las viejas
kermesses que de los mitines que conocí años después. Mi abuelo era inexorablemente radical y solía lucir sobre los hombros el mismo poncho pardo, plegado en listas que lucían buena parte de los adustos asistentes a la reunión. A fuer de ser sincero, recuerdo más que el encuentro
los comentarios de otros socios veteranos en la tribuna de la
calle Brandsen y el entusiasmo por el proyecto que, algún día,
podría ser de todos.
A medida que se avanza en la edad, ciertas escenas tienden a ser
editorializadas por el que recuerda. La reconstrucción del momento
se parece al paisaje descripto en los slogans electorales y desde
los vestuarios hasta los adjetivos vienen coloreados por un guionista militante del ánimo que ese día domine al narrador.
Para evitar semejante efecto en un tierno recuerdo infantil y
hasta – puedo jurarlo – pre peronista, intentaré incorporar los datos
que siguen con la misma prudencia de los compañeros editorialistas temerosos de ofender a los energúmenos de la derecha.
Digamos entonces que la Bombonera llevaba el nombre oficial de
Camilo J. Cichero y el presidente de Boca era Alberto J. Armando, un empresario ligado al mundo automotriz con fama de hombre
audaz y emprendedor. Sospecho que mi abuelo hubiera agregado
algo así como “Y de pocos escrúpulos”. Esta calificación circulaba,
en el reducido mundo social de mi casa y en el grupete de veteranos
socios vitalicios que, en su mayoría , eran conmilitones de mi abuelo.
En cuanto al club, aparte de la sede de Brandsen 805, con sus magníficos murales de Quinquela Martín y esa acústica pensada
para darle un tinte heroico a cualquier momento, tenía otro predio
llamado La Candela donde próceres cono el profesor Grillo se encargaban de regar y abonar el semillero de futuras estrellas.
No eran tiempos de pases multimillonarios y, hasta donde yo sé,
las tribunas no eran un minimercado de drogas. Los negocios sucios
estaban en otra parte.
Completemos la viñeta personal con dos escenas fugaces: una tarde mi abuelo entró a casa con su sobrero aludo en la mano (lo
cual denotaba un momento de cierta euforia) y desplegó sobre la mesa un montón de láminas plastificadas y coloridas, como las que
solían darle a los chicos en los stands de la Exposición Rural.
Eran los bonos propatrimoniales de la futura Ciudad Deportiva de
Boca Juniors.
La segunda escena muestra un grupo de vejetes quemando sus carnets en la puerta del club y saludando a todo el árbol genealógico de Armando.
DEL RIO IGNORADO
AL RIO AJENO
Tras la firma del convenio por la cesión de tierras, el club se encargó del relleno del río en unas islas más o menos circulares
vinculadas entre sí por puentes curvos voladizos, es decir sin columnas.
La isla número siete estaba destinada a albergar un estadio con
capacidad para 150.000 personas , lo cual lo hubiera transformado en uno de los más grandes de la época.
En el predio se construyeron algunas instalaciones deportivas
y un enorme pescado que funcionaba como acuario. Quizás
como una extraña premonición, el realizador del gran pez se llamaba Domingo Pantano.
Pero antes de seguir con esta triste historia, ubiquémonos geográficamente. Estamos hablando de un predio que supera
las 70 hectáreas que limitan con la Reserva Ecológica y el barrio
Rodrigo Bueno en la Costanera Sur. Este territorio pertenece a un
área ganada al Río de la Plata mediante rellenos, aumentando en
un 12% la superficie de la ciudad.
Después de la cesión de los terrenos al club y la eximición de impuestos sobre las construcciones a realizarse, una ordenanza
sancionada en la dictadura durante la gestión de Osvaldo Cacciatore como intendente, flexibilizó las condiciones para la cesión del predio y se dejó constancia que los terrenos no podían
ser vendidos. En 1989, mediante la ley 23.378, se autorizaba a Boca Juniors a vender el predio a un tercero siempre y cuando el comprador “ejecute obras y desarrolle actividades propias de un complejo balneario, náutico, turístico, hotelero y /o comercial”.
En el 91 una ordenanza estableció el tamaño del eventual inmueble
y la consolidación de su norma de constructibilidad. Un año después, el club vendió la propiedad en unos 50 millones de dólares a la empresa Solares de Santa María S.A. y en 1997 el Grupo
IRSA se convirtió en propietario del predio.
Entre 2010 y 2012 el gobierno macrista envió a la legislatura diversos proyectos que nunca fueron tratados en el recinto. El
Intento se repitió en 2016.
La voz del legislador Matías Barroetaveña fue una de las que se
alzaron enfáticamente para oponerse a los proyectos en marcha.
Fue él quien nos transmitió la oposición de numerosos sectores sociales y políticos, en función de las consecuencias ambientales,
urbanísticas y sociales que acarrearían las construcciones planificadas. Barroetaveña explicó que una de las argucias del
Gobierno porteño para seguir adelante con la iniciativa, fue la
sanción del Nuevo Código Urbanístico. Merced a esta normativa,
el proyecto busca que la Legislatura autorice a aumentar la constructibilidad de la parcela subiendo la cifra de 716.180 m2
a 895.225 m2 ampliándose también los usos del lugar y la altura
de las construcciones, que con la normativa actual no podría superar los doce metros, algo así como cuatro pisos.
Al mismo tiempo, si bien el proyecto plantea que un 67, 53% de la superficie en cuestión debería cederse al Gobierno de la Ciudad,
sólo un 36,77 % sería de acceso irrestricto. Simultáneamente se
crea una servidumbre de paso del 2,78 % de la superficie total.
Para no ahogarnos en la proliferación de números (cuyo detalle puede ser consultado en el proyecto presentado por Barroetaveña),
consignemos que los planos habilitados podrían servir para construcciones de 45 pisos en un segmento, doce pisos en otro y 10 y 5 pisos en las otras dos áreas.
Los argumentos de Barroetaveña para rechazar la iniciativa son contundentes:
— No se cumple con la normativa urbanística existente.
Se viola el artículo 8 de la constitución porteña en el cual se establece que “los espacios que forman parte del contorno ribereño son públicos y de libre circulación”.
También se atenta contra el artículo 9 del Plan Urbano Ambiental en el que se afirma que se debe “maximizar la accesibilidad y la posibilidad de uso recreativo de las riberas y los cursos de agua
que rodean la ciudad”.
Por otra parte, el proyecto premia desembozadamente la especulación inmobiliaria. Recordemos que IRSA adquirió los terrenos en 1997 por 50 millones de dólares mientras que el valor actual rondaría los 900 millones de esa misma moneda, renta proveniente del haber dejado vacante el área durante décadas.
El proceso todo está viciado de ilegitimidad por los sucesivos pasos que atravesó hasta el momento y, además, con su concreción se estaría asistiendo a la creación del primer barrio privado de la
Ciudad, incurriéndose en la violación del nuevo código urbanístico que prohíbe el desarrollo de ese tipo de asentamientos
en CABA.
Los desatinos implicados por la continuación del emprendimiento se acumulan en una suma apabullante de perjuicios solamente explicables en virtud de la avidez financiera y la chance de negocios
paralelos sin ningún beneficio para la comunidad.
El record de venta de suelo producido entre 2015 y 2019 (denunciado oportunamente por nuestra fuente y otros legisladores) expresa cabalmente cuáles son los resultados y consecuencias de las políticas de hábitat y vivienda del Gobierno de la Ciudad.
Leyendo concienzudamente nuestra historia, no son pocas las veces que nos hemos preguntado cómo es posible que esta ciudad
-a la que seguimos amando entrañablemente- se las haya arreglado para interferir o directamente abortar la concreción de los grandes ideales de los padres fundadores.
Pero resulta más extraño aún comprobar el aval de una parte de
la ciudadanía a iniciativas de un orden inexorablemente suicida.
Quizás los bombardeos de junio del 55 hayan sido una advertencia sobre el riesgo de un síndrome que, para qué negarlo, haya
vegetado entre nosotros desde las noches febriles y alucinadas que expulsaron en el siglo XVI a don Pedro de Mendoza.